Colegas
Hay quien se gana la vida en el Rastro con un surtido de artesan¨ªa y vaqueros y nada sabe de Madrid hasta que una ma?ana lo aprende, y no a trav¨¦s de un libro ni de un v¨ªdeo ni por mostrarse ese d¨ªa la ciudad a sus ojos como si acabara de nacer, sino gracias a la canci¨®n que por la ventana de un apartamento de la ribera de Curtidores surca las ondas como un suicida del Viaducto y desciende hasta su tenderete, donde la chusma regatea las ofertas y Ram¨®n G¨®mez de la Serna hace vanguardia con las antig¨¹edades.
Pero antes de estrellarse en el empedrado, la melod¨ªa abanica la atm¨®sfera velazque?a para que el encargado del puesto ambulante valore la caricia del Guadarrama en los ¨¢rboles del Retiro y del Oeste, dos parques que son los pulmones de la urbe asentada sobre el estern¨®n del Manzanares, el r¨ªo que, si fue caudaloso de mozo, se le canaliza en su madurez, no vaya a pasar por agua las meriendas que en su orilla celebran por la festividad de San Isidro los habitantes de la capital de Espa?a, cuando salen achicharrados de sus cubiles en busca de la verdura de las eras.
La fama de Madrid no tiene padre ni madre, en la inclusa se acredita y a impulso de los cronistas traspasa la reja de las Comendadoras y circula por el mentidero de San Felipe en versos de Lope de Vega que recitan los c¨®micos desde los escenarios del Pr¨ªncipe o de la Cruz. Barbieri la pone en solfa y su tonadilla se interpreta en los saraos de la aristocracia, en los bailes de candil y en las pianolas de la burgues¨ªa. Pero baja de rango desde que se emancipa Cuba y ya entonces importan menos las paradas militares de la Corte -aunque homenajeen a la infanter¨ªa que combate en ?frica- que los celos mal reprimidos de un cajista de imprenta al contemplar a su novia del brazo de un boticario a?oso por las calles donde los Austrias mataron a Escobedo.
El coraje de ese tip¨®grafo -Juli¨¢n es su nombre y se significa en La verbena de la Paloma- se inspira en la rebeli¨®n de mayo de 1808 y pervive en la ciudadan¨ªa de la Guerra Civil de 1936, que aguanta tres a?os de bombardeos y cuarenta de dictadura con la impasibilidad de los cad¨¢veres de la Almudena. Esa leyenda atrae despu¨¦s de la Guerra Civil al aluvi¨®n de alba?iles procedentes del sur gitano y ¨¢rabe, que construyen sus chabolas en el suburbio donde la nobleza franquista monta cacer¨ªas de conejos o de rojos y da limosna a quien le besa la mano. Desde el andamio que se multiplica por el ensanche madrile?o, estos alba?iles cantan las rumbas y pasodobles de su terru?o y sobre las tablas del teatro Calder¨®n alzan una catedral flamenca que propaga su destemplanza por esa desolaci¨®n de uralitas -La Celsa, Villaverde, El Pozo-, donde Jorge Borrow y el padre Llanos pugnan por hacer santo de su respectiva cofrad¨ªa a tanto ateo que se cree en la gloria desde que habita estas parameras.
La convicci¨®n de que en Madrid est¨¢ el cielo -de la que continuamente apostata el castizo, sin duda por cuestiones de tr¨¢fico-, incorpora a su brisa estos sones y los de los emigrantes ilegales que intentan beneficiarse del para¨ªso de la Corte ocupando los edificios abandonados por sus due?os. Para este cortejo de desplazados, Madrid es la meta donde se cruzan los caminos de M¨®stoles, Parla, Colmenar o Arganda. Lo sabe ese hombre que, pese a ser forastero, est¨¢ tan vinculado al Madrid que canta como la sabina de su apellido a la tierra. Y ¨¦se es el artista a quien el trabajador del Rastro llama colega desde que una balada suya, difundida por la radio de un inmueble vecino, le ha descubierto su ciudad.
Pongamos, por eso, que cuando encuentra su disco en una tienda lo afana. ?Qui¨¦n se atrever¨¢ a disputarle lo que le pertenece? As¨ª piensa el muchacho cuando corre por Sol y Carretas hacia su refugio para disfrutar a solas de esa canci¨®n que considera propia. Uno de sus perseguidores lo derriba junto al coliseo de la copla, en la plaza de Jacinto Benavente, y plant¨¢ndole el pie en el pecho lo retiene hasta que la polic¨ªa se lo lleve. Permanecer¨ªa siglos aplastando a su reh¨¦n sin enterarse de lo que pisa. Pero, poco a poco, su zapato absorbe -tic, tac- el latir del coraz¨®n que oprime. Y en el ritmo que le dicta su prisionero -toc, toc-, capta la m¨²sica de la respiraci¨®n del asfalto.
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