El garbo
El paseo de Recoletos guarda memoria de esa ni?a vestida de blanco que salta a la comba o mueve la rueda del barquillero mientras los soldados que morir¨¢n en la guerra del Rif o los marineritos expulsados de Cuba o Filipinas cortejan a su ama cerca del aguaducho instalado entre la plaza de Col¨®n y la calle de B¨¢rbara de Braganza, frente a la Biblioteca Nacional. Ah¨ª acude a refrescarse el tr¨ªo compuesto por el novio, la novia y la mam¨¢ de ¨¦sta, fatigados de pasear por el Madrid finisecular sin rumbo ni conversaci¨®n. Y ceremonioso los saluda quien en ellos encuentra materia para su sainete, el m¨²sico de g¨¦nero chico que, al dirigirse al teatro Apolo por el mismo paseo donde se hallan el baile del El¨ªseo y la fuente de Cibeles, cautiva la mirada de esa ni?a pulcra -que de adolescente cantar¨¢ sus zarzuelas- con el divertido dibujo de sus bigotes.
Esos bigotes, los del compositor don Federico Chueca, son tan blancos en los primeros a?os del siglo veinte como el traje de aquella ni?a que ya es mocita y sigue exhibiendo su almid¨®n inmaculado por el paseo de Recoletos. Y lo hace, pese al sacrificio que supone mantenerlo limpio, porque cuando regresa de la academia de confecci¨®n por el espacio del aguaducho -donde el municipio ha levantado una farola- despierta m¨¢s atenci¨®n en los chicos que cuando luce otro color. El inter¨¦s masculino se expresa en el piropo que la aludida deja sin r¨¦plica y del que finge desentenderse porque es poco presumida y tiene muchas dudas. Pero una tarde le estalla la sangre, ya que no le parece escuchar la consabida alabanza, sino algo que nunca hab¨ªa o¨ªdo y que durante m¨¢s de mil noches se repetir¨¢, como Scherezade los cuentos, para sentirse viva.
En suscitar ese reclamo -que desde el hombre de las cavernas propaga la misi¨®n de reproducir la especie- ha trabajado un ej¨¦rcito de familiares, vecinas y modistas que se empe?aron en ponerla guapa desde que naci¨® hembra y abrieron sus orejas para los pendientes. Hoy tiene veinte a?os y no hace falta ser militar y jurar bandera para homenajearla con salvas. Cuando comparece, la capa de la tuna le sirve de alfombra y todas las clases sociales elevan sus gorras, bombines e incluso tricornios. Pisa, morena, le dicen; y, a su paso, Carrere se pasma, Rub¨¦n Dar¨ªo se congela, Valle-Incl¨¢n cecea, Gerardo Diego detiene el taxi que le lleva a la tertulia y hasta los parroquianos ateos del caf¨¦ Teide, que desde los ventanales situados a ras de suelo la ven desfilar incendiando las baldosas del paseo de Recoletos, condensan en ella la gracia de Dios.
El jovencito que la espera con un ramo de violetas junto a la farola del aguaducho la desposar¨¢ en la iglesia de Santa B¨¢rbara y le dar¨¢ todos los hijos que el Se?or quiera enviarles. Madura la madre, crece la descendencia, Valle-Incl¨¢n se vuelve estatua y el taxi de Gerardo Diego, leyenda. Por el tramo de Recoletos a¨²n resuena el clamor que suscitaba su anadeo, pero ya son sus hijas las que atraen la ofuscaci¨®n de los desvalidos ojos masculinos. Como antiguamente, el chispazo se produce en el territorio de la farola del aguaducho que ahora es sede de un caf¨¦ en el que ellas pueden entrar y permanecer sin que nadie se escandalice. Hace a?os, por otra parte, que a los caballeros no les merece la pena ser trovadores. Con f¨®rmulas m¨¢s simples se obtiene el mismo objetivo y, para melancol¨ªa de nuestra hero¨ªna, otras mujeres lo inspiran.
Pero ella insiste en pasear por donde triunf¨® de joven, y todav¨ªa la requiebra el vendedor ambulante situado a la entrada del caf¨¦ con la rosa de olor y qu¨¦ bonita o con un pensamiento del jard¨ªn de Aranjuez. Son a?os muy bien llevados, se le reconoce al regalarle la flor. Aquella locura que despert¨®, hoy se ha convertido en hip¨¦rbole, ni la imaginaci¨®n m¨¢s desbocada la recupera. Ya no hay testigos que la reivindiquen -porque las fotos, mejor romperlas-. Pero ella se niega a claudicar y a¨²n emite destellos de su encanto: el latigazo de la mirada y ese aire que le abre camino y se desplaza con ella como una escuadra de gastadores cuando apoya su envergadura en un bast¨®n. Un reconocimiento que sostendr¨¢ su recuerdo en el paseo de Recoletos despu¨¦s de que una tapada de carnaval tome su mano y en un suspiro la deposite en la otra acera de la vida.
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