Respetar la 'laicidad'
La oposici¨®n entre cristianismo y laicidad no tiene raz¨®n de ser. No es bueno simplificar el discurso sobre cuestiones tan complejas. Ser¨ªa una necedad resucitar ahora el manique¨ªsmo que dio lugar a la famosa "cuesti¨®n religiosa". Una de las notas m¨¢s caracter¨ªsticas de la identidad europea -respecto a otras civilizaciones- radica en la neta separaci¨®n, fontal en el evangelio, entre la acci¨®n pol¨ªtica y la religi¨®n. La laicidad europea hunde sus ra¨ªces en la tradici¨®n cristiana. El reconocimiento de la laicidad del Estado y de la pol¨ªtica es hoy algo evidente y est¨¢ en el coraz¨®n de la identidad de Europa. Ni el hebra¨ªsmo, ni mucho menos el islam, pueden afirmar esta verdad cristiana de manera tan tajante. Y cuando no ha sido as¨ª, la Iglesia misma se llen¨® de nubarrones.
No es ¨¦sta la ocasi¨®n de meterme en las entra?as de las distintas pol¨¦micas que han vuelto a surgir en la vida p¨²blica espa?ola en cuanto los obispos se pronuncian sobre alguna cuesti¨®n cercana a la vida pol¨ªtica. Son dos discursos distintos. Dos l¨®gicas diferentes: la que habla en nombre de Dios y la que entra en el argumentismo racional. Las dos pueden pronunciarse sobre cuestiones pol¨ªticas, pero dejando bien claros los l¨ªmites de cada una.
Entiendo por laicidad, con U. Benedetti, "la afirmaci¨®n de autonom¨ªa y de consistencia del mundo profano en relaci¨®n con la esfera religiosa". "Laico" y su abstracto "laicidad" llegaron a constituir categor¨ªas intraeclesiales distintas; y su versi¨®n extrema "laicismo", entre nosotros, se deja llevar por una exagerada vigilancia, que pretende expulsar del espacio social a todo lo que huela a religioso.
Me viene a la memoria un mito cristiano. En el libro del G¨¦nesis se recogen las m¨¢s antiguas tradiciones y leyendas que el pueblo israelita fue asumiendo de la cultura sumeria y babil¨®nica. El cap¨ªtulo 9 narra el famoso mito de la torre de Babel. Me atengo al estudio del escriturista A. Casati, que establece la perenne contienda entre el pensamiento absoluto, que hoy llamar¨ªamos ¨²nico, y la pluralidad de los pueblos con sus lenguas y concepciones distintas sobre el mundo. Llevaban mal los gobernantes esta diversidad de opiniones. S¨®lo Yahv¨¦ pod¨ªa significar la unicidad con la palabra y el pensamiento ¨²nico y con su dominio absoluto sobre todo lo creado. Todos los dictadores de la historia han pretendido imponer su pensamiento como el ¨²nico para fortificar su dominio absoluto. Esta unidad uniformista se intenta lograr en este mundo por medio de la fuerza y del poder. Los poderosos buscan la hegemon¨ªa econ¨®mica y el monopolio de las ideas para asegurar su dominio sobre los dem¨¢s.
El redactor del G¨¦nesis desea poner en rid¨ªculo este sue?o de los humanos. Y aprovech¨® la idea de los zigurats babil¨®nicos. Esos listillos de la ambici¨®n, tan frecuente en nuestra ¨¦poca, pensaron que perforando el firmamento podr¨ªan pactar con Dios sobre el uso de la llave de la "puerta de la verdad". Pero la reacci¨®n del Dios ¨²nico les desconcert¨®. Aun dentro de la misma lengua empezaron a comprobar que sus ideas eran distintas y que solamente a trav¨¦s de di¨¢logo podr¨ªan entenderse para gobernar al pueblo. Dios bendijo la pluralidad que enriquec¨ªa la cultura del hombre. No ten¨ªan por qu¨¦ existir barreras infranqueables entre los diversos pueblos. Tampoco la religi¨®n y el progreso eran incompatibles.
Durante los tres primeros siglos la unidad de la comunidad cristiana era real y visible. El cristianismo no hered¨® una espiritualidad lev¨ªtica. Para la elecci¨®n de obispos y presb¨ªteros no se ten¨ªa en cuenta ninguna raz¨®n ¨¦tnica. El Esp¨ªritu del Se?or resucitado logr¨® la experiencia de Pentecost¨¦s, diametralmente opuesta a la utop¨ªa de la torre de Babel. En los documentos del Nuevo Testamento se llaman entre s¨ª "santos", "hermanos", "disc¨ªpulos del Se?or". La comunidad cristiana viv¨ªa la "comuni¨®n": dentro de ella exist¨ªan ministerios y carismas distintos y todos eran miembros de pleno derecho del "pueblo sacerdotal". La palabra "laico" no parece en ning¨²n documento del Nuevo Testamento.
Con la paz constantiniana comienzan a producirse cambios notables en el interior de la comunidad. Llega casi a desaparecer su relaci¨®n dial¨¦ctica con el mundo. Congar habla de una especie de simbiosis con la sociedad contempor¨¢nea. La estructura de poder del imperio proporciona a la Iglesia una situaci¨®n de seguridad que debilita poco a poco el sentido escatol¨®gico de las realidades mundanas. Dentro de la comunidad se distinguen claramente los "espirituales" (cl¨¦rigos y religiosos consagrados) de los "laicos", dedicados a los negocios mundanos.
Los primeros adquieren una cierta categor¨ªa de "privilegio". En el famoso decreto de Graciano (1140) se expresa con el lenguaje claro del derecho la situaci¨®n de desigualdad: "Hay dos clases de cristianos. Los destinados al servicio divino y dedicados a la contemplaci¨®n y a la oraci¨®n, que se apartan del estruendo de las cosas temporales. Son los cl¨¦rigos y los consagrados a Dios... Hay otra clase de cristianos. Son los "laicos", pues laos significa pueblo. A ¨¦stos se les permite poseer bienes temporales, pero s¨®lo para su uso. Porque no hay nada m¨¢s lamentable que despreciar a Dios por el dinero. Se les concede casarse, cultivar la tierra, actuar como jueces, pleitear, llevar ofrendas al altar, pagar los diezmos. Y de este modo se pueden salvar, siempre que, haciendo el bien, eviten los vicios".
Los carismas espec¨ªficos de los "laicos", debilitados en su referencia expl¨ªcita a lo temporal, comienzan a sentir de forma monocorde el pensamiento clerical, recluidos en un horizonte exclusivamente intraeclesial. Por su parte, la jerarqu¨ªa, respondiendo a su ministerio de unidad global, termina por absorber la riqueza de los carismas espec¨ªficos laicos. Y, lo que es m¨¢s grave, la Iglesia deja de sentir la propia laicidad que atraviesa todo su ser. Se siente "sociedad perfecta" o autosuficiente. A ella le corresponde la ense?anza y juicio de toda la realidad temporal. Los valores terrenos no son propiamente reconocidos en s¨ª mismos, sino valorados ¨²nicamente por su referencia a la verdad eterna. En paralelo con la evoluci¨®n clerical de las organizaciones laicales, se acentu¨® laestructura centralista de la eclesiolog¨ªa hasta dar la impresi¨®n de absolutizar la mediaci¨®n jer¨¢rquica. Muchos han observado con justicia que aqu¨ª comenz¨® el periodo de aislamiento de la Iglesia, facilitando el proceso de secularizaci¨®n externo a ella. Lo rompi¨® definitivamente la intuici¨®n de Juan XXIII, en el Vaticano II.
En las dos constituciones basilares del Concilio, Misterio de la Iglesia y La Iglesia en el mundo actual, la comunidad cat¨®lica restaur¨® dentro de su estructura el carisma del laicado. En los cap¨ªtulos II y IV de la primera y en el conjunto de la segunda se reconoce la dignidad sacerdotal de todo bautizado y, en consecuencia, el valor espec¨ªfico de su papel activo en la Iglesia.
En los frecuentes di¨¢logos que he podido sostener con defensores de la laicidad, he notado el desconocimiento lamentable que tienen de esta doctrina conciliar y un cierto resentimiento adolescente, incluso para luchar desde la misma barricada. Tambi¨¦n ellos, cuando acent¨²an la privacidad de lo religioso, montan la guardia para expulsarle del espacio laical que no es otro que este espacio com¨²n donde reina la dial¨¦ctica humana. Una cosa es que el poder eclesi¨¢stico se apoye en el poder pol¨ªtico para imponer sus principios y otra muy distinta que se valga del derecho constitucional para colaborar con el Estado y ofrecer un servicio a los ciudadanos que libremente lo elijan. Todo intento de reducir la laicidad a un pensamiento ¨²nico no es m¨¢s que una quimera irreal y contradictoria.
Estamos seguros de que si los laicos vuelven a ocupar el puesto que les corresponde, se har¨ªa innecesaria tanta y tan pormenorizada intervenci¨®n de los obispos. Me temo que no exista a¨²n la suficiente confianza para que los grupos laicales se pronuncien por s¨ª mismos sobre cuestiones netamente pol¨ªticas. Por ejemplo, para hacer valer sus derechos constitucionales en la educaci¨®n de sus hijos. Este silencio de los laicos priva de visibilidad social a la Iglesia.
Juan Pablo II comenz¨® su fecundo pontificado con aquella consigna c¨¦lebre: ?No teng¨¢is miedo! ?Hemos vuelto a dejarnos dominar por el temor a la novedad, que caracteriz¨® a la comunidad cat¨®lica espa?ola durante el siglo XIX y en la primera mitad del XX?
Jos¨¦ Mar¨ªa Mart¨ªn Patino es presidente de la Fundaci¨®n Encuentro.
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