La mirada del hombre
Un d¨ªa de abril de 2003, cuando iba a cumplir 80 a?os, le fuimos a ver para que hablara de su vida en una entrevista que luego publicar¨ªa El Pa¨ªs Semanal. ?l aceptaba todas las citas, si ¨¦stas eran placenteras, pero se mostraba muy renuente cuando le ped¨ªas que se pusiera serio ante un auditorio o ante un micr¨®fono; su vida le importaba poco, contarla era para ¨¦l un sacrificio enorme. Y, adem¨¢s, ya no ten¨ªa salud ni para hablar. De hecho, la enfermedad que le fue postrando le afect¨® no s¨®lo a la movilidad, sino a la voz, y al ¨¢nimo, sobre todo al ¨¢nimo. Su doloroso camino hacia la silla de ruedas fue para ¨¦l un calvario que le llen¨® de rabia, de rabia verdadera: lo dec¨ªa, "este cuerpo m¨ªo ya no sirve para nada".
Pero, aun as¨ª, herido del cuerpo, de la voz y del alma, sigui¨® atento, como bien saben los que hasta hace nada le leyeron en EL PA?S su genial Dardo en la palabra. ?C¨®mo conserv¨® ese humor? Ten¨ªa un sistema: no creerse nada, y alguna vez no se cre¨ªa ni su propio sufrimiento, que era evidente, tangible, estaba ah¨ª. De modo que se encerraba consigo mismo, y con su radio, anotaba los disparates que o¨ªa -muchos le mandaban tambi¨¦n colecciones de disparates- y luego buscaba el ¨¢ngulo com¨²n que ten¨ªan esos asuntos que eran dardos venenosos contra el idioma que am¨®. As¨ª nac¨ªan sus art¨ªculos: nunca escribi¨®, y eso puede servir para asunto de tesis doctoral, como si fuera un profesor sino como un oyente, alguien que descubr¨ªa con los otros la esencia de sus art¨ªculos. Escuchaba para sorprenderse, y de hecho las ¨²nicas sorpresas que se permiti¨® en la vida -cuando ya no cre¨ªa sino en la sorpresa final que le dieran el tiempo y el cuerpo- eran la escritura de esos textos que fueron tambi¨¦n su relaci¨®n con la vida, con las noticias, los comentarios, el rumor de las palabras...
Con ese humor del descre¨ªdo, pues, nos permiti¨® visitarle muchas veces para hablar de libros y de historias, y fuimos con ¨¦l a restaurantes donde degustaba con indecible felicidad manjares que ¨¦l repet¨ªa. Cuando al fin le pedimos tambi¨¦n que nos diera una entrevista, lo hizo a rega?adientes y finalmente acept¨® sentarse en la mesa de cristal del sal¨®n grande de su casa. De hecho, esa propia disposici¨®n de su sitio en el sal¨®n es una cr¨®nica del desarrollo de sus sucesivos problemas de salud: al principio recib¨ªa sentado en los butacones m¨¢s alejados de la gran estancia, y ya al final alternaba esa mesa mucho m¨¢s cercana a su cuarto... El esfuerzo de caminar se le hizo insuperable... Cuando ya finalmente nos abri¨® la posibilidad de aquella conversaci¨®n, le fuimos a ver a mediod¨ªa y ¨¦l se acerc¨® a la sala con la cara p¨¢lida, el dolor en el rostro; no pudo decir ni una sola palabra, y ese semblante suyo fue como el atisbo de una dram¨¢tica despedida. Hablamos otro d¨ªa, pero aquella visi¨®n marc¨® ya la percepci¨®n que el periodista tuvo de aquel hombre hondamente dolorido por la herida que ya ayer cumpli¨® el terrible presagio de la muerte.
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