Retrato del artista perverso
LA PRIMERA OCASI?N en que vi una imagen de Juan Garc¨ªa Ponce fue en una de las fotograf¨ªas que penden en los muros de la sala de sesiones del Centro Mexicano de Escritores, cuya beca disfrut¨® en 1957 y 1963. Delgado y de rasgos finos, con un cabello profundamente negro, viste un traje gris y una corbata oscura; tiene unos veinticinco a?os y quien lo viera por primera vez no tardar¨ªa en suponer que se trata de uno de los j¨®venes bien educados y arrogantes que presiden la vida social mexicana en los cincuenta. Sin embargo, en ¨¦l se encuentra ya el germen del conspirador. Como muchos de los creadores de su estirpe, Garc¨ªa Ponce es antes que nada un aventurero. Pero no un mero explorador, sino alguien capaz de internarse en la vasta soledad de los mares con tal de probarse y reconocerse.
A prop¨®sito del escritor mexicano Juan Garc¨ªa Ponce (1932-2003)
Su infatigable camino lo llevar¨¢, entonces, lo mismo a la pintura que a la literatura y la filosof¨ªa. Pocos escritores mexicanos pueden jactarse como ¨¦l de haber descubierto a tantos escritores y pintores: Musil, Klee, Mann, Balthus, Marcuse, Von Doderer, Leonora Carrington, Klossowski...
Refiri¨¦ndose a uno de sus autores favoritos, Thomas Mann, Garc¨ªa Ponce escribi¨® un retrato de s¨ª mismo: "Ser¨ªa ilusorio pretender que en este continuo descenso hacia las profundidades no hay una cierta simpat¨ªa por la oscuridad que el artista puede, quiz¨¢, empe?arse en ocultar sin lograrlo siempre, porque sus obras nos regresan, nos llevan, una y otra vez, al campo de lo oscuro. A trav¨¦s de su trato, nos acostumbramos a transitar, cuidadosamente protegidos por la bella forma, en lo oscuro, en la zona sagrada de lo prohibido, no porque se trate de ignorar su car¨¢cter negativo, sino porque el artista se complace en esa negatividad, porque en ¨¦l hay una innata simpat¨ªa por esos terrenos peligrosos que no se deben frecuentar desde el tiempo de la civilizaci¨®n, que son enemigos de la cultura y se mantienen fuera del orden".
Estas palabras parecen reflejar no s¨®lo la empresa personal de Garc¨ªa Ponce, sino tambi¨¦n la de sus compa?eros de generaci¨®n o, m¨¢s valdr¨ªa decir, de viaje. Como ¨¦l mismo se ha encargado de contar en una de sus novelas m¨¢s autobiogr¨¢ficas, Pasado presente, su grupo de amigos parec¨ªa contaminado, como ¨¦l, por una id¨¦ntica insatisfacci¨®n; parec¨ªan invadidos por un mismo vac¨ªo que los precipitaba hacia las tinieblas. Salvador Elizondo, Sergio Pitol, Juan Vicente Melo, In¨¦s Arredondo o su amigo Huberto Batis -de la generaci¨®n de la Casa del Lago- comparten esta misma obsesi¨®n y esta misma condena.
El siniestro destino que los amenaza a todos tampoco perdona a Garc¨ªa Ponce. Su errancia no ha hecho m¨¢s que comenzar cuando la enfermedad comienza a devorarlo. ?l, que tantas p¨¢ginas le dedicar¨ªa a la sensualidad y al movimiento, se ve de pronto atrapado en su propio cuerpo. La esclerosis m¨²ltiple lo condena a una silla de ruedas, pero no logra arrebatarle esa libertad que ha conquistado; si debe conformarse con vagar en el interior de su mente, no dudar¨¢ en hacerlo con tal de preservar ese esp¨ªritu que lo mantiene vivo y alerta. Su obra narrativa, mientras tanto, se multiplica, Garc¨ªa Ponce contin¨²a ampliando el universo para que nosotros, sus lectores, podamos habitarlo. Decenas de p¨¢ginas surgen de su mente y de sus labios: cuentos c¨¦lebres como El gato o La noche, decenas de novelas, Figura de paja, La presencia lejana, La caba?a, La invitaci¨®n, De anima, Inmaculada o los placeres de la inocencia y, desde luego, la que ser¨¢ su obra maestra y una de las obras m¨¢s ambiciosas e importantes de la literatura mexicana: Cr¨®nica de la intervenci¨®n.
Nada parece detenerlo. Han pasado ya m¨¢s de cuarenta a?os desde esa imagen capturada en los muros del Centro Mexicano de Escritores. Cuarenta a?os de errancia, de un viaje eterno que llev¨® a Garc¨ªa Ponce a navegar por mares inexplorados, a servirnos de gu¨ªa por el hades del conocimiento y la memoria, manteni¨¦ndose siempre en movimiento, siempre expectante, siempre insatisfecho y curioso. Sus lectores, sus disc¨ªpulos, aquellos que decidimos ponernos en sus manos para que nos ense?e a caminar y a ver, nunca podremos agradecerle el tama?o de su arrojo. El mejor deseo que podemos hacerle es que, donde quiera que est¨¦, contin¨²e su larga traves¨ªa mientras nosotros nos limitamos a seguirlo -a leerlo- aqu¨ª, unos pasos m¨¢s atr¨¢s.
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