Cuesti¨®n de estilo
El debilitamiento de los grandes proyectos ideol¨®gicos ha situado en primer plano la cuesti¨®n del estilo pol¨ªtico. Cuando las diferencias ideol¨®gicas se aten¨²an, las preferencias de los electores terminan fraguando por relaci¨®n con la manera de hacer la pol¨ªtica, cuya forma acaba siendo prioritaria frente a cualquier contenido. El aspecto m¨¢s banalizante de esta transformaci¨®n lo constituye la tendencia a formular sus elecciones a partir de criterios "est¨¦ticos": la simpat¨ªa, la proximidad, incluso el modo de hablar o vestir, es decir, en la dimensi¨®n de la representaci¨®n, que tiene una importancia central en un momento en que la pol¨ªtica consiste fundamentalmente en escenificar y gobernar es parecer. En este sentido ten¨ªa raz¨®n Aznar cuando, en su reciente entrevista en Le Monde, criticaba la sumisi¨®n de algunos pol¨ªticos a la exigencia de hacerse el simp¨¢tico, a la que ¨¦l personalmente nunca ha cedido, como es bien notorio.
Pero el estilo en pol¨ªtica tiene otra dimensi¨®n que merece ser tomada en serio: cuando el estilo es m¨¢s talante que cosm¨¦tica. Hay momentos en que la forma anuncia un contenido, el aspecto se convierte en el fondo de las cosas y uno comprende cu¨¢nta raz¨®n ten¨ªa Camus al afirmar que la pol¨ªtica es un acento. En este pa¨ªs las formas se han convertido en un asunto central sobre todo a partir de la experiencia de su degradaci¨®n en los ¨²ltimos a?os. Como cuando Fernando de los R¨ªos aseguraba que ser respetuoso era casi revolucionario, las exigencias de la mera educaci¨®n han vuelto a convertirse en una reivindicaci¨®n elemental tras el hast¨ªo que ha generado en la pol¨ªtica espa?ola un largo tiempo de desprecio a la oposici¨®n, monopolio de la Constituci¨®n, ausencia de di¨¢logo, desconsideraci¨®n de la voluntad popular y falta de respeto a la leg¨ªtima aspiraci¨®n ciudadana por saber la verdad acerca de los asuntos que le conciernen.
Estas actitudes no pod¨ªan mantenerse ilimitadamente, al menos si es cierto el principio de Giddens seg¨²n el cual los viejos mecanismos del poder no funcionan en una sociedad en la que los ciudadanos viven en el mismo entorno informativo que aquellos que los gobiernan. Las sociedades pluralistas excluyen la posibilidad de ser gobernadas de una forma autoritaria. Me gustar¨ªa creer que existe algo as¨ª como una astucia de las cosas, una selecci¨®n natural de los l¨ªderes que castiga a quien adopta una actitud que no est¨¢ a la altura de los problemas que deben resolverse y premia a quien les hace frente de la manera m¨¢s adecuada. Esto no es una cuesti¨®n propiamente ideol¨®gica o de programa, sino de car¨¢cter, que la gente suele acabar identificando y a partir de la cual formula su elecci¨®n. Y precisamente lo que se ven¨ªa echando en falta era un talante que combinara modestia, disposici¨®n al di¨¢logo y cercan¨ªa a los ciudadanos. Hay quien ofrecer¨¢ explicaciones m¨¢s coyunturales para los resultados de las ¨²ltimas elecciones, pero yo prefiero indicar que existen tambi¨¦n otras explicaciones m¨¢s l¨®gicas que se inscriben en la larga duraci¨®n de los procesos hist¨®ricos. Era algo que tarde o temprano ten¨ªa que traducirse electoralmente: en sociedades complejas los modelos y procedimientos para gobernar no pueden pretender una forma de unidad que anule la diversidad; la pol¨ªtica se convierte en una prestaci¨®n que resulta muy precaria en la sociedad contempor¨¢nea: moderar el conjunto, trabajar en orden a hacer compatible la diversidad ideol¨®gica, funcional, identitaria y de intereses. El modo autoritario fracasa porque infravalora la complejidad y la din¨¢mica de la sociedad.
El estilo adquiere una centralidad en la cultura pol¨ªtica porque la realidad se ha vuelto tan compleja que la gente no tiene m¨¢s remedio que confiar. Como dice Luhmann, confiar es la primera forma de reducir la complejidad. Cuando la incertidumbre es grande, los pol¨ªticos absorben la inseguridad que los ciudadanos no est¨¢n en condiciones de soportar. Hay formas siniestras de obtener confianza, como la del l¨ªder arrogante que continuamente alude a que sabe algo que nosotros no sabemos. Pero hay tambi¨¦n una versi¨®n democr¨¢tica de la confianza y que consiste en que cuando los asuntos son complicados el gobernante promueve la coordinaci¨®n para hacerles frente entre todos. Esa misma complejidad que obliga a los ciudadanos a confiar es la que impone en los gobernantes el estilo suave e integrador.
El problema no es caer bien a los electores o no caerles demasiado mal, sino tener las actitudes m¨¢s adecuadas para resolver los problemas que se plantean. Todo parece indicar que el nuevo estilo pol¨ªtico que se viene abriendo paso responde bien a la naturaleza de los problemas que habr¨¢ de gestionar. Los dif¨ªciles problemas que tienen que ver, por ejemplo, con el terrorismo y la seguridad requieren precisamente paciencia diplom¨¢tica, coordinaci¨®n de los servicios de inteligencia y una paciencia sostenida para tejer los escenarios de la multilateralidad. Y los conflictos relativos a la pol¨ªtica territorial exigen acostumbrarse a tratar los asuntos pol¨ªticos como cuestiones en torno a las cuales se puede discutir, pactar y negociar, no siempre como cuestiones de principio, lo que termina generando din¨¢micas centr¨ªfugas. En ambos casos, en el dif¨ªcil escenario internacional y en el espeso desencuentro dom¨¦stico, se trata de confiar la integraci¨®n de las sociedades a los procedimientos capaces de convocar y no tanto a las estrategias para imponer.
Todos los cambios de personal no son nada mientras no precipitan en procedimientos institucionales. Quienes han obtenido una confianza por su forma tienen la obligaci¨®n de convertirla en algo m¨¢s, de transformar la superficie en fondo, el estilo en contenido. Tal vez sea ¨¦sta la nueva forma de producci¨®n de ideolog¨ªa, acreditada en lo que se hace y no en lo que se profesa doctrinariamente.
Daniel Innerarity es profesor de Filosof¨ªa de la Universidad de Zaragoza.
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