El farol
Siguiendo el mapa de Texeira, Madrid se presenta a los ge¨®grafos como un bub¨®n surgido en la meseta de Castilla. Su dise?o no es ilustrado y franc¨¦s, sino angustiado y ruin, y por eso a los literatos no les cautiva tanto su arquitectura como sus contenidos, lo que V¨¦lez de Guevara llama el puchero humano. Para la vista de lince que a la distancia de Vallecas o Pinto traspase la polvareda alzada en la Corte por ciudadanos y carruajes, lo que se cuece en el Madrid de Cervantes, G¨®ngora y Tirso recuerda una olla con garbanzos. Entre los ingredientes de esta cazuela, que los escritores costumbristas desvelan, figuran los diversos oficios, agrupados en calles que constituyen barrios, y cada uno con un vocabulario que, por necesidades de la guerra entre las industrias, nace herm¨¦tico para los dem¨¢s vecinos y se vuelve jerga para los lectores.
Viven estos madrile?os en confrontaci¨®n verbal continua. Fueron graciosos con Lope, majos con don Ram¨®n de la Cruz y menestrales en las zarzuelas de Ricardo de Vega o L¨®pez Silva. En un escal¨®n m¨¢s alto, aunque sin abandonar la clase media, se sit¨²a el petimetre de los Borbones que fue corregidor con los Austrias, curioso con Mesonero Romanos y bur¨®crata con Larra. Todav¨ªa estos madrile?os consideran distinguido regalarse por navidades gallinas, pavos y otros frutos de la actividad agr¨ªcola y ganadera. Pero ¨¦sta se aleja poco a poco de la ciudad donde tuvo su sede y restringe su comparecencia a determinadas ferias o a la labia del vendedor ambulante. Una id¨ªlica estampa rural que se torna anacr¨®nica cuando por esos desmontes donde los abuelos cultivaron lechugas y honraron a San Isidro Labrador, campan los golfos de la inmigraci¨®n o el proletariado.
En el centro de la urbe, la Iglesia cat¨®lica adoctrina a los herederos de las familias alineadas en esos cub¨ªculos que son los pisos superpuestos: en el entresuelo se instala un comerciante, y el principal lo ocupa el funcionario, que estar¨¢ de servicio o ser¨¢ cesado por el Gobierno de turno. Hasta esos burgueses reunidos por P¨¦rez Gald¨®s en la camilla del cuarto de estar llega el preg¨®n del campesino. Con su oferta, se agasaja a las visitas de la tertulia vespertina: los pol¨ªticos relacionados con el jefe de la casa, el p¨¢rroco devoto del chocolate con soconusco, y el pretendiente de la ni?a, que estudia Leyes para superar el escalaf¨®n de su suegro. Una tarde la familia no recibe porque pasea por Recoletos o va al teatro a llorar con Echegaray o re¨ªrse con Vital Aza. O a descubrir su antecedente, y con ello su difusa identidad, en la revoltosa de una corrala castiza. Esa tarde la criada mete en su cuarto al tratante que la deshonra. Deja entonces el servicio dom¨¦stico y se coloca en pisos m¨¢s coquetos sufragados por diputados con porvenir, o canta en los caf¨¦s de camareras o, desesperada loba de los arrabales, se prostituye por cuatro perras para dar de comer al hijo natural que ha concebido en el marco de la novela er¨®tica de un Madrid canalla. Canalla o se?or, seg¨²n las normas de la propiedad horizontal, o absurdo, brillante y hambriento cuando toma la calle y se sabe sin ley.
Reescribiendo la historia, esa urbe en la que entran todos los forasteros queda abandonada por sus pobladores los d¨ªas de fiesta. O, sin rebasar su per¨ªmetro, lidia con la muerte junto a Max Estrella y Latino de Hispalis en la noche que desfigura las sombras -igual que las fisonom¨ªas en los espejos c¨®ncavos del callej¨®n del Gato-. Mas, por lo general, se ensimisma en su grandeza y no pide luz para retratarse. Porque, igual que el madrile?o baila el chotis en un ladrillo, Madrid se monta la capital en un rinc¨®n: en el caf¨¦ de La Colmena, en las pensiones de viajeros y estables de Tiempo de silencio, en el Piso bajo, de Ram¨®n G¨®mez de la Serna, en la columna de Umbral, o en el sotabanco donde El seductor, de Eduardo Zamacois, escribe cartas de amor a las analfabetas.
Tres siglos despu¨¦s de aquella met¨¢fora del puchero, la olla contin¨²a hirviendo. Corte y suburbio, alfombra y huerta, autopista y fangal, piso y corredor, soledad y vecindario sustancian este caldo. Pero m¨¢s all¨¢ del espacio y del tiempo, a Madrid lo define un farol: el que encandila al iluminado de la provincia a conquistar la capital de la gloria y el que desde dentro proyecta su sentido figurado -?qu¨¦ farol!- para desaconsejar la participaci¨®n del ingenuo en este guiso de especuladores.
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