La desgracia de Mickelson
Un doble 'bogey' en el 17 condena al último ganador del Masters y da la victoria al surafricano Retief Goosen
"?Y ganar un grande era esto?". Un minuto después de ganar el Open Británico, en julio de 2001, David Duval se sintió vacío. Toda su carrera profesional persiguiendo la victoria en un grande, agobiado por ser capaz de ser número uno del mundo -el último golfista que fue primero en el ranking antes del advenimiento definitivo de Tiger Woods-, por ser capaz de hacer una vuelta en 59 golpes, una haza?a memorable que sólo le valió para que los listos le dijeran "sí, pero aún no has ganado un grande", y cuando ganó al fin un grande
, sólo fue capaz de sentir ?y para esto tanto? Los meses siguientes fueron un tormento, un proceso de búsqueda interior. Rompió con su novia, rompió con su patrocinador, rompió con el golf, rompió con el mundo. En noviembre de 2003 decidió dejar de jugar. Volvió a competir esta semana, al terrible Shinnecock Hills, al apabullante 104? Open de Estados Unidos. El viernes por la noche, después de sendas rondas de 83 y 82 golpes, hizo las maletas. Se fue silbando. Feliz. "Mi momento favorito", dijo Duval, de 32 a?os, al fin reencontrado consigo mismo, "fue llegar al lugar en el que he estado esta semana y no sentir en ningún momento la necesidad de huir".
Phil Mickelson, el otro gran talento de la generación de Duval asombrado por la irrupción de Tiger Woods, que lo arrasó todo, tardó cuatro a?os más que Duval en ganar su primer grande. Lo hizo hace dos meses y medio, en Augusta, en el Masters. Y si Duval en la victoria fue fiel al lado sombrío de su personalidad, a su introversión, a la irremediable timidez que convierte en bendición la hipersensibilidad ocular que le obliga a llevar gafas de sol permanentemente, Mickelson, vestido con la chaqueta verde de Augusta tampoco pudo traicionarse a sí mismo, a la imagen tantos a?os trabajada de eterno optimista, a su retrato siempre sonriente, reflejo de una América blanca, rubia, feliz, familia, hijos, tradiciones, la América de Ronald Reagan, la América que ya no existe.
Pero Mickelson sí que existe. No es un fantasma. Después del Masters se sintió héroe de masas, gran esperanza blanca -coincidiendo con la racha seca de Tiger Woods- y se gustó. Quiere más. "Estoy deseando que lleguen los
grandes", dijo el hombre antes reputado por temblar en los momentos decisivos. "Estoy seguro de jugarlos a la perfección".
Y con ese espíritu, y su beatífica sonrisa de monaguillo, el zurdo de San Diego, se enfrenta desde el jueves a los monstruosos hoyos del Open de Estados Unidos. Sale al campo sonriendo, chocando cincos con los nudillos con los cientos de aficionados que se agolpan para intentar tocarle, y aunque su golf, sus deseos, su virtuosismo con los palos cortos, choque con los huracanes que sacuden Long Island, o con casos perdidos como el green del siete, puro cemento en cuesta, inclinado como un tobogán y la dispridad de opiniones le cueste un doble bogey, como le ocurrió el sábado, y aunque termine el día con dos bogeys consecutivos, como el sábado, aunque pierda el liderato del torneo más antiguo de Estados Unidos, tampoco pierde la fe en la virtud, en sí mismo.
Y así salió al campo ayer, a enfrentarse ya no a sus demonios sino al campo, al viento, a media docena de grandes jugadores que se interponían en el camino de su segundo grande: los surafricanos Retief Goosen, que le sacaba dos golpes, y Ernie Els, empatado con él a -3, su compatriota Fred Funk y el japonés Maruyama, en -2, el zurdo canadiense Mike Weir, al par, Sergio García, en +1, y, quizás, pero tan lejos, Tiger Woods, en +4.
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