El Pabell¨®n de Oro
"En el otro bolsillo, mi mano tropez¨® con el paquete de cigarrillos. Me puse a fumar. Me sent¨ªa con el esp¨ªritu de un hombre que, terminada su labor, echa un pitillo. Quer¨ªa vivir." No, no es el final en off de una pel¨ªcula de John Huston, ni es Bogart o el joven Mitchum quien lo dice. No. Se tratan de las palabras de un monje zen tartamudo al final de una novela del atormentado escritor japon¨¦s Yukio Mishima. Acababa de incendiar y destruir el cofre dorado de su pasi¨®n, su refugio frente a la vulgaridad del mundo, el espacio magn¨ªfico y luminoso de la belleza perfecta, el lugar atemporal en el que la serenidad se confund¨ªa con el fulgor de lo m¨¢s hermoso. Acababa de incendiar el templo y el Pabell¨®n de Oro del que tanto le hab¨ªa hablado su padre y en el que ¨¦l mismo ingres¨® como monje. Era en el Jap¨®n de la posguerra, era en el pa¨ªs de Maizuru, cerca de Kyoto.
Mizoguchi, el protagonista, hab¨ªa percibido el sentido de la belleza extrema en los relatos de su padre sobre aquel templo edificado en un promontorio que se adentraba a modo de cu?a en la bah¨ªa de Wakasa; hab¨ªa notado latir sus sentidos con los mil fulgores dorados del templo, del Pabell¨®n Dorado; sentido el fondo azul del mar que frisaba y contorneaba el edificio del templo principal, y temblado con la armon¨ªa de ¨¦ste con el paisaje natural del bosque en el que se produc¨ªa cada a?o la belleza de las cuatro estaciones. Era su pa¨ªs, el peque?o pa¨ªs, el paisito de su padre que ¨¦l hered¨® y lo hizo suyo.
Jap¨®n era eso -y a¨²n lo contiene-, tradici¨®n y peque?os nichos de afecto. El escritor y periodista Lafcadio Hearn (1850-1940, un tipo entre Irlanda y Grecia), escribi¨® sobre Jap¨®n (El pa¨ªs de los dioses) como Isak Dinesen lo hizo sobre el pa¨ªs de los negros (Lejos de ?frica o Memorias...). Con pasi¨®n y nostalgia. Cuando Hearn en su primera visita se adentra en el barrio japon¨¦s de Yokohama, le impresiona la limpidez de la atm¨®sfera. Y el azul oscuro intenso de los tejados, de las colgaduras de los escaparates, la liviandad de las casas de madera, las banderas y paneles de papel en que el azul se armonizaba con el blanco y el rojo, s¨®lo con esos dos colores (blanco puro sobre azul oscuro). Y, b¨¢sicamente, la arm¨®nica belleza que todo aquel conjunto, respetado por sus habitantes, compon¨ªa. Pa¨ªs.
Era y es el sentir sensible de una cultura refinada que muchos japoneses transmiten a los objetos, edificios y a la propia naturaleza. Pasa con el personaje de Yasunari Kawabata (Lo bello y lo triste) que se traslada de Tokio a Kyoto para -inicialmente- disfrutar de las innumerables campanas de sus templos al anunciar el paso de a?o, el verde l¨ªmpido del invierno en el monte Arashi o la incandescencia que el sol p¨²rpura crepuscular transmit¨ªa a las Colinas de Oriente. Son los elementos del pa¨ªs m¨¢s ¨ªntimo.
De eso sabemos algo tambi¨¦n aqu¨ª. Y, con menos refinamiento, nos hemos sentido arrebatados por el rumor intenso de las olas al chocar en Laga, o en el Pe?¨®n de Ogo?o y sus gaviotas; o al ver dibujarse la blancura gris¨¢cea de las Pe?as del Castillo sobre el verde ocre de las laderas y los acu¨ªferos al pie de Laguardia. Es la atm¨®sfera gris, azul y verde que Fernando de Am¨¢rica compone, como un Sorolla vasco, en su Mar y tierra (1921) de Bermeo. Es el paisito en el que nos refugiamos. El mundo puede resultarnos hostil. Es cuando decimos eso de "somos diferentes", ¨¦sta es "nuestra patria", debemos "decidir sobre ella". Debilidades y miedo a la vida.
El popular Rinzairoku japon¨¦s que ayuda al personaje de Mishima a salir de su destructivo ensimismamiento arranca con un "mira atr¨¢s, mira fuera". Y sigue: "?Si te cruzas con Buda, mata a Buda! ?Si te cruzas con un disc¨ªpulo de Buda, mata al disc¨ªpulo de Buda! ?Si te cruzas con tu padre y tu madre, mata a tu padre y a tu madre!... S¨®lo entonces evitar¨¢s las trabas de las cosas, y ser¨¢s libre..."
En fin, no es cosa desde luego de tomarlo al pie de la letra (Mishima se hizo el haraquiri), pero puede que tal vez resulte m¨¢s saludable que aquel aitaren etxea defendituko dut que tanta amargura nos ha tra¨ªdo y nos trae. Menos paisito, y mirar fuera con la pasi¨®n que miramos lo nuestro. Quiz¨¢ nos viniera bien... si queremos vivir.
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