En materia de legislaci¨®n y costumbres
1. Quiz¨¢ porque uno vive de lo que ha mamado de peque?o, siempre he pensado que la notar¨ªa es un buen observatorio de la realidad. De aquella realidad concreta que casi siempre llega con retraso a los peri¨®dicos. Hay noticias que tienen un lugar y una hora, y ¨¦stas, en los medios de comunicaci¨®n actuales, son carne de directo. Pero hay acontecimientos que son significantes en la medida en que hacen serie y que tardan mucho m¨¢s en emerger. Un amigo notario me cuenta que han vuelto los cap¨ªtulos matrimoniales. Esta vieja instituci¨®n jur¨ªdica -de gran tradici¨®n en Catalu?a- que regula las condiciones de los futuros matrimonios, con la intenci¨®n de garantizar la preservaci¨®n del patrimonio y ordenar la convivencia entre varias generaciones, perdi¨® virtualidad en el proceso de urbanizaci¨®n generalizada. Ahora vuelve, a cuenta de los divorcios.
La ciudadan¨ªa ha comprendido que, con la liberalizaci¨®n de las costumbres y con el aumento de la esperanza de vida, el matrimonio ya no es para toda la vida. Y la gente con posibles ha llegado a la conclusi¨®n de que es mejor establecer unas reglas del juego claras para que, cuando llegue la hora del adi¨®s, la tormenta sea lo m¨¢s suave posible y con pocos efectos colaterales para el patrimonio. De este modo, vuelven los cap¨ªtulos matrimoniales, con cl¨¢usulas especiales de divorcio que establecen claramente el reparto y los t¨¦rminos de la salida del matrimonio. En los medios conservadores -y las gentes con dinero, por regla general, pertenecen a ellos- es principio muy extendido la idea expresada por un veterano notario: "Mi mujer es muy importante, pero no es de la familia". Es m¨¢s, siempre he pensado que la divisi¨®n entre conservadores y liberales pasa por este punto: para el conservador es fundamental la sangre -los padres, los hijos-, el liberal cree por encima de todo en lo que ha escogido libremente -los c¨®nyuges. Los cap¨ªtulos matrimoniales permiten plantear un d¨ªa siguiente de la pareja lo m¨¢s ordenado posible.
Por este camino, no tardaremos en llegar a los matrimonios como contrato renovable. Un contrato por un n¨²mero determinado de a?os, al final del cual se podr¨ªa decidir si se renueva por otro periodo o si se siguen las cl¨¢usulas pactadas para su disoluci¨®n. Las instituciones jur¨ªdicas siempre acaban adapt¨¢ndose a la evoluci¨®n de las sociedades. Como muy bien saben los dem¨®grafos, los n¨²meros estad¨ªsticos de la bestia humana son indicadores de muchas cosas, y la duraci¨®n de los matrimonios parece destinada a ser inversamente proporcional al aumento de la esperanza de vida.
2. La sociedad abierta se caracteriza por un sistema legal que ofrece el m¨¢s amplio abanico de posibilidades a los ciudadanos para que escojan y realicen sus opciones de vida. En Espa?a, hemos vivido en muy poco tiempo el paso de una sociedad cerrada -sometida en materia de costumbres a las r¨ªgidas exigencias de la Iglesia cat¨®lica- a la sociedad abierta. Ha sido un proceso acelerado, en el que se ha ido plasmando jur¨ªdicamente una incesante ampliaci¨®n de las conductas socialmente aceptadas en materia de vida privada y costumbres. Naturalmente, la ley siempre llega despu¨¦s, cuando la realidad ya ha normalizado conductas que estaban legalmente prohibidas.
El Gobierno espa?ol acaba de legalizar los matrimonios homosexuales. Las encuestas dejan poco lugar a dudas. Es la certificaci¨®n de algo perfectamente asumido por la sociedad: las parejas del mismo sexo. Es un ciclo que empez¨® hace 30 a?os -aunque pueda parecer m¨¢s lejos, por lo mucho que el pa¨ªs ha cambiado- con la despenalizaci¨®n del adulterio, la ley del divorcio, y ha seguido hasta las parejas de hecho y el matrimonio sin distinci¨®n de sexo. Curiosamente, Espa?a, uno de los pa¨ªses europeos que lleg¨® m¨¢s tarde a la liberalizaci¨®n de las costumbres, ha cogido tanta carrerilla que ahora est¨¢ en primera l¨ªnea. Es el tercer pa¨ªs en reconocer los matrimonios homosexuales. Incluso el Partido Popular ha tenido que mover sus posiciones, en vigilias de su congreso, para no dar una imagen de partido demasiado rezagado respecto de la sociedad. En realidad, el retraso de Espa?a hab¨ªa sido un par¨¦ntesis impuesto por el nacionalcatolicismo franquista. Las sociedades tienen sus historias, sus fracturas, sus ritmos y sus tiempos.
La cuesti¨®n m¨¢s delicada, en la que la opini¨®n p¨²blica expresa posiciones menos decantadas, es la adopci¨®n de ni?os por parte de los matrimonios homosexuales. Lo excepcional siempre es dif¨ªcil de manejar frente a lo normal, y en especial para los ni?os. Los primeros hijos de divorciados tuvieron mayores dificultades para asumir su situaci¨®n que los de ahora, cuando el divorcio es algo ya completamente normalizado. Somos hijos de una formaci¨®n en materia psicol¨®gica muy articulada sobre dos arquetipos muy cerrados del padre y de la madre. No es, por tanto, un asunto que se pueda tomar fr¨ªvolamente. Pero no podemos obviar la fuerza del prejuicio. Los que prejuzgan sobre los peligros que puede tener para un ni?o la adopci¨®n por una pareja homosexual no parecen escandalizarse por los comportamientos de parejas heterosexuales que conducen a que haya ni?os con necesidad de ser adoptados. ?O el abandono, por ejemplo, no puede ser una causa de trauma m¨¢s importante que cualquier otra? Con ello me parece que se puede suscribir una esperanza: la felicidad o la desgracia de los hijos viene m¨¢s del afecto que le den sus tutores que de la condici¨®n sexual que ¨¦stos tengan. Y en materia de afecto los heterosexuales no tenemos ninguna exclusiva.
3. En el fondo, lo que Espa?a est¨¢ haciendo es completar legalmente el proceso social de deconstrucci¨®n del monopolio de la Iglesia cat¨®lica en materia de sexualidad y costumbres. Un paso m¨¢s en el proceso de secularizaci¨®n que alg¨²n d¨ªa -y ya quedan pocas excusas para seguirlo aplazando- deber¨¢ completarse con la denuncia de los acuerdos con la Santa Sede en que se sustanci¨®, ya en democracia, el concordato heredado del franquismo.
Las voces de protesta que llegan del obispado cat¨®lico cada vez que se da un paso m¨¢s en la liberalizaci¨®n, juegan a confundir la liberalizaci¨®n con la obligaci¨®n. Supongo que para mentalidades r¨ªgidas, acosadas permanentemente por la fantas¨ªa de la tentaci¨®n, es dif¨ªcil entender que no haya una sola manera -y adem¨¢s obligatoria- de hacer las cosas, y que la fascinaci¨®n por el pecado es tal que el solo hecho de que sea legal se confunde ya con su consumaci¨®n. Lo que hacen las leyes liberalizadoras es ofrecer una posibilidad m¨¢s. No obligan a nadie. Por tanto, la inquietud de los obispos carece de sentido salvo que crean que la carne de sus feligreses es tan d¨¦bil que no resistir¨¢n a la tentaci¨®n. Pero lo cierto es que no hay ninguna raz¨®n para que aquellos sobre quienes los obispos tienen jurisdicci¨®n espiritual se divorcien, o aborten, o contraigan matrimonio homosexual si no quieren. La actitud de los obispos hace pensar que tienen una penosa opini¨®n de su reba?o: temen que sus ovejas no sepan abstenerse de lo que la religi¨®n proh¨ªbe, pero la ley no.
La religi¨®n cat¨®lica goza de una serie de privilegios impropios de un pa¨ªs aconfesional y democr¨¢tico. La propia Uni¨®n Europea ha pedido explicaciones al Gobierno sobre las razones por las que la Iglesia cat¨®lica este exenta de pagar impuestos, algo que s¨®lo ocurre en Italia y en Polonia. Sin prisas, pero sin pausas, hay que hacer efectiva la laicizaci¨®n del Estado, sin olvidar que es un deber que obliga al Estado m¨¢s que a nadie. Porque una sociedad laica es aquella en la que el Estado ni se deja influir por las presiones de religi¨®n alguna, ni interviene lo m¨¢s m¨ªnimo en la actuaci¨®n de las religiones en su ¨¢mbito propio. Para llegar a este punto queda todav¨ªa alg¨²n camino que recorrer.
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