Madre (el drama padre)
Uno. Como todo hijo de vecino, Sergi Belbel tiene su ying y su yang. Luminoso y c¨¢lido en sus puestas en escena, parece inclinado en su faceta de dramaturgo a mostrar lo peor de cada casa con un sospechoso gusto por la sordidez y la crispaci¨®n sin apenas contrapunto. En sus montajes sabe ser claro y profundo, pero en obras como Forasters, reci¨¦n estrenada en el TNC, la complicaci¨®n gana por puntos a la complejidad. Forasters, su nueva entrega tras un silencio autoral de seis a?os, y su trabajo m¨¢s ambicioso, es un melodram¨®n familiar de estructura endiablada, un sorprendente cruce entre Buero (Historia de una escalera), Kolt¨¨s (Retorno al desierto) y Antonio Losada (Mi secreto). Tambi¨¦n enlaza con una tradici¨®n novelesca muy catalana, la que va de Mirall trencat a Ramona, ad¨¦u pasando por El dia que va morir Marilyn. La funci¨®n transcurre en un piso burgu¨¦s del Ensanche y narra la vida de tres generaciones a caballo de dos tiempos, los a?os sesenta del siglo XX y la actualidad. Como la obra salta del pasado al futuro y viceversa, cada actor encarna a dos personajes: Anna Lizar¨¢n es, simult¨¢neamente, la madre en los sesenta y la hija en el presente, mientras que la hija en los sesenta (Sara Rosa) pasa a ser la sobrina actual, y as¨ª doblan Jordi Banacolocha (abuelo-padre), Francesc Luchetti (padre-hijo), Ivan Labanda (hijo-nieto), etc¨¦tera. Luego el asunto se complica bastante m¨¢s, pero ya llegaremos a ello (o no). Tal vez esa historia podr¨ªa contarse de un modo m¨¢s ordenado, pero all¨¢ cada autor con sus experimentaciones. Para m¨ª, sin embargo, el principal problema es la duraci¨®n de la obra: tres horas, entreacto incluido. Es muy larga por sobredosis, por acumulaci¨®n. En la casa de Forasters ya no caben m¨¢s conflictos. El desamor, el racismo, la falta de comunicaci¨®n, la homosexualidad oculta, el c¨¢ncer (por partida doble), el peso del pasado, la violencia dom¨¦stica y todo lo que ustedes quieran. En la primera parte (a?os sesenta), la se?ora de la casa se est¨¢ muriendo. No soporta a su marido (un calzonazos casi autista, como suele ser preceptivo en este tipo de "retratos de la burgues¨ªa") ni a su hijo, por homosexual y mediocre, ni a su hija, porque quiere vivir a su aire, o sea, lo que ella no pudo o no supo hacer. Tampoco puede tragar al padre de su marido, un viejo racista, mezquino, infantilizado. Unos emigrantes se instalan en el piso superior; no se explica muy bien c¨®mo han ido a parar all¨ª, pero Belbel lo necesita o no habr¨ªa funci¨®n. Hay unas cuantas "exigencias del gui¨®n", como que el viejo (recordemos: un abuelo burgu¨¦s y catal¨¢n de los a?os sesenta) se pegue un chute de morfina para que la madre le increpe y los espectadores obtengan tambi¨¦n una sobredosis de informaci¨®n acerca de su pasado. Hay mucho jeringazo informativo con formato recriminatorio: que si hiciste esto, que si dejaste de hacer lo otro, que si volver¨¢s a hacerlo porque as¨ª est¨¢ escrito.
Dos. La temporada anterior, Belbel entendi¨® de maravilla la bonhom¨ªa de Eduardo de Filipo, pero poco hay en Forasters de sus lecciones de humanidad. Aqu¨ª casi todo es agrio, hosco, violento, pasado de vueltas. Cuando aparece el humor suele ser t¨®pico, como en las escenas del padre anciano con la criada suramericana (Patricia Arredondo). Predomina lo tr¨¢gico, lo desmesurado, lo irresoluble, y con pretensiones de gran diagn¨®stico social: somos lo que somos porque no hablamos las cosas y un destino aciago nos fuerza a repetirlas. En eso se insiste unas cuantas veces, casi siempre a voces. Los actores realizan un enorm¨ªsimo esfuerzo, pero en mi recuerdo pesan m¨¢s los gritos y los retortijones, marcados por la direcci¨®n del propio Belbel: forzosamente, pues, ha de destacar la sobriedad de Jordi Mart¨ªnez y Francesc Lucchetti. En cuanto a Jordi Banacolocha, un secundario de oro, parece no haberse despojado de las ma?as de viejo cascarrabias de S¨¢bado, domingo y lunes.
En la segunda parte, la principal obsesi¨®n de la hija (de nuevo Anna Lizar¨¢n), adem¨¢s de conseguir un poco de silencio para poder morirse, es que su sobrina no se l¨ªe con un extranjero y le pase lo mismo que le pas¨® a ella. En la agon¨ªa final coinciden los dos tiempos: la hija ya no sabe si es la madre o es la sobrina o la nieta, y a nosotros nos sucede un poco lo mismo. Al final hay un espectacular y literal juego de espejos que deja en mantillas al de La dama de Shangai, pero que requiere manual de instrucciones para no pillar una meningitis: "Tres mujeres y ocho miradas diferentes en dos cuerpos", acota Belbel, "parecen comprender, de golpe, un misterio hasta entonces impenetrable". C¨®mo me gustar¨ªa poder decir lo mismo.
Hablando de gustar, lo que m¨¢s me seduce de Forasters es el retrato de la se?ora, el gran personaje de la funci¨®n. En ese dibujo, complejo y rabioso, est¨¢ el mejor Belbel. Una bestia ego¨ªsta, feroz, castradora, desesperada por tener que palmar en plena juventud, incapacitada para mostrar afectos, pero terriblemente l¨²cida y con una furia vital inextinguible. Hay un tema muy bonito: la se?ora deposita sus restos de amor en el hijo peque?o de los emigrantes porque quiere creer en la posibilidad delirante de forjar un v¨ªnculo, de empezar de cero, y quererle y educarle como no supo hacer con los suyos, pero ya es demasiado tarde. Y hay otro par de escenas que tambi¨¦n me gustan mucho: la brutal conversaci¨®n de la madre con el hijo homosexual, y el precioso di¨¢logo, en la segunda parte, entre la hija moribunda y su hermano, unidos al fin, amansados por la inminencia de la muerte. A la hija, en comparaci¨®n con su arrasadora madre, quiz¨¢ le falte un poco m¨¢s de vuelo, un mejor trazado dram¨¢tico, pero la enorme Anna Lizar¨¢n est¨¢ que se sale en su doble papel: todo un tour de force de talento, entrega y fuerza actoral.
Ese par de mujeres, inconmensurablemente servidas por la actriz, son el doble polo de atracci¨®n de Forasters: el resto me interesa menos. S¨®lo por ese trabajazo y por ese generoso regalo de Belbel a una int¨¦rprete en la plenitud de sus poderes vale la pena ir al Nacional.
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