Locutorio Los Andes
La alegr¨ªa y el ¨¢nimo indispensables para encarar la vida diaria dependen de los peque?os detalles que se comparten con los seres que amas, de la sonrisa y las palabras de un hijo al momento de despertar, de la forma como se peina ante el espejo la mujer que durmi¨® contigo, de las bromas que s¨®lo pueden hacerte un padre o una madre que te conocen desde ni?o, etc¨¦tera. Pero si esos seres queridos no est¨¢n a tu lado, sino a miles de kil¨®metros de distancia, tal vez con uno o dos oc¨¦anos en medio, ?qu¨¦ te puede alimentar el coraz¨®n?, ?qu¨¦ puede hacer que te levantes el lunes con fuerza suficiente para una dura semana de trabajo, con ¨¢nimos para aguantar a un jefe que apenas te entiende o para sobrevivir a un clima inh¨®spito al que no estas acostumbrado? La respuesta puede hallarse en los nuevos negocios que aparecen sin cesar en las calles de las ciudades espa?olas: los locutorios.
Hay en la calle de Consell de Cent de Barcelona uno de estos locutorios, se llama Los Andes y es atendido por Edgar Bravo, un hombre peruano, algo gordito, muy amable y serio, que se mueve con destreza y rigor detr¨¢s de un mostrador decorado con una multitud de tarjetas telef¨®nicas, una balanza para pesar paquetes y una peque?a impresora que, mientras imprime los recibos de pago de la llamadas, lleva con su traqueteo electr¨®nico el pulso sentimental del local. Detr¨¢s del due?o, sobre una pared de color salm¨®n, una serie de relojes marcan la hora de Espa?a, de Colombia, de Per¨² y de Filipinas. El sitio tiene 10 cabinas telef¨®nicas, siete computadores y un cuarto de servicio en cuya puerta hay un letrero con la frase "no funciona", pero del cual no paran de entrar y salir los clientes. Las cabinas son apenas unas armazones de madera que sirven para repartir el espacio pero no para resguardar la intimidad personal. Si al problema log¨ªstico se le suma que la mayor¨ªa de los clientes, m¨¢s que hablar, expresan las emociones en voz alta, es f¨¢cil enterarse de las alegr¨ªas, llantos, buenas y malas noticias que van y vienen de un lado a otro del planeta.
Una mujer madura rega?a a su hijo por el mal uso que hace del dinero que le env¨ªa todos los meses, un hombre mayor pide cuentas y explica la mejor manera de pintar la casa que la mujer est¨¢ renovando con el fruto de su trabajo en Santa Coloma, una madre de apenas veinte a?os pregunta a la hermana si le compraron al hijo el regalo que hab¨ªa pedido y si el ni?o lo pas¨® bien en la fiesta que pidi¨® que le organizaran, una chica joven -casi adolescente- llora mientras habla con la madre, un hombre joven se muere por saber los ¨²ltimos chismes del barrio en que naci¨® y una familia entera saluda a la abuela mientras se pasan el tel¨¦fono unos a otros con gran algarab¨ªa. En los computadores, una chica sonr¨ªe frente a la webcam y env¨ªa mensajes lascivos al amante con el cual comunica; un hombre serio y ya cincuent¨®n redacta un documento a favor de la pol¨ªtica de Hugo Ch¨¢vez, el presidente de Venezuela; un muchacho busca afanosamente los resultados de la liga de f¨²tbol de su pa¨ªs, y un par de adolescentes chatean con su t¨ªa y se sienten felices al ver la muecas que les hace su sobrino desde el otro lado del Atl¨¢ntico.
Pero no s¨®lo para hacer llamadas o encontrarse con la familia en las salas de conversaci¨®n en Internet sirve el locutorio Los Andes. All¨ª se puede enviar dinero y regalos a los m¨¢s alejados rincones del mundo y, gracias a una cartelera de corcho que es parte fundamental de la decoraci¨®n del lugar, buscar trabajo o habitaci¨®n, ofrecer servicios o hacer convocatorias religiosas o pol¨ªticas. En Los Andes, con suerte y algo de buen pulso, incluso se puede ligar. Buena parte de los hombres j¨®venes y no tan j¨®venes que asoman por all¨ª, m¨¢s que ir a llamar a sus seres queridos, entran para aprovechar que la calidez y camarader¨ªa que impregnan el lugar hacen m¨¢s f¨¢cil establecer el primer contacto con la ansiada presa femenina. Refugio de soledades y nostalgias, el locutorio Los Andes es un sitios donde las quejas y los llantos suelen encontrar comprensi¨®n: si alguien solloza, los dem¨¢s lo miran solidarios porque la mayor¨ªa de ellos tambi¨¦n han dejado caer l¨¢grimas aferrados a una de aquellas bocinas telef¨®nicas o han rabiado y maldecido mientras ve¨ªan como el marcador del coste de llamada que hay en las cabinas no deten¨ªa el paso a pesar de que ellos estaban recibiendo la peor de las noticias.
Mientras un ruso habla a gritos, el due?o del local mira paternal e indulgente a sus numerosos clientes y un hombre de mirada perdida sigue sentado junto a m¨ª sin atreverse a hacer la llamada que lo impuls¨® a cruzar por la entrada, miro de nuevo a mi alrededor y entiendo que el locutorio Los Andes, m¨¢s que vender servicios de comunicaci¨®n y env¨ªo de dinero y paquetes, vende esperanzas, sue?os, ilusiones, afectos. En Los Andes, el inmigrante recupera las voces, las miradas, los gestos que necesita para seguir trabajando, para seguir ahorrando, para seguir viviendo. Lo que hace desde all¨ª no es una simple llamada ni una simple conexi¨®n a Internet, lo que realmente hace es un acto de comunicaci¨®n no s¨®lo con los dem¨¢s, sino con lo m¨¢s profundo y conmovedor de s¨ª mismo.
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