El cobarde heroico
El hidalgo Alonso Quijano no es valiente. As¨ª de rotundo, el escritor Arturo P¨¦rez-Reverte recorre la obra de Cervantes y demuestra c¨®mo la obsesi¨®n de la cobard¨ªa convierte a Don Quijote en un bravo caballero.
Don Quijote, o mejor dicho, el hidalgo Alonso Quijano, no es valiente. S¨®lo cree serlo. Ni siquiera el valor insensato que nace de su locura sobrevive al mundo real que se introduce, implacable, por los resquicios de su armadura anacr¨®nica y abollada. Todo ello, que el lector vislumbra en destellos r¨¢pidos a lo largo de la primera parte de la obra, resulta evidente en la segunda. S¨®lo cerca del final, en Catalu?a, nuestro h¨¦roe encuentra la aventura de verdad. La muerte de verdad. Sangre aut¨¦ntica, empezando por el bandolero al que mata Roque Guinart, ante cuyo valor, que s¨ª es real, calla y mira el h¨¦roe loco. Y ah¨ª empieza a encog¨¦rsele el coraje. Cuando el ataque de los bergantines turcos, ¨¦l sigue mirando. Oye ca?onazos, que no hab¨ªa o¨ªdo nunca, y de nuevo calla. Se espanta. En realidad, cuando poco despu¨¦s el bachiller Sans¨®n Carrasco vence a Don Quijote -lo mata, en cierto modo- no hace sino liquidar a un h¨¦roe agonizante.
Quien s¨ª fue valiente, sin fisuras, es Miguel de Cervantes. Y se nota. Cuando arremete con denuedo, Don Quijote no hace sino utilizar lo que le presta el coraz¨®n del hombre que lo alumbra. Cervantes era el joven de Lepanto, el soldado de Urbina honrado y pobre, el gallardo esclavo de Argel; el novelista genial que, pese a cuanto ¨¦l mismo afirma, sabe perfectamente que es falso que los libros de caballer¨ªas est¨¦n en su ¨¦poca dorada. Porque el Quijote no liquida nada. Seg¨²n nos hace notar Mart¨ªn de Riquer, cuando Cervantes escribe su obra, el g¨¦nero ya est¨¢ de capa ca¨ªda. Los pensadores serios, los moralistas, los erasmistas, llevan mucho tiempo repitiendo que los libros de caballer¨ªas son dep¨®sito de mentiras y vanidades. Su siglo ¨¢ureo ha sido el XVI, cuando eran le¨ªdos lo mismo por el emperador Carlos que por santa Teresa y viajaban hacia poniente en el equipaje de conquistadores que, ellos s¨ª, viv¨ªan aventuras desaforadas y bautizaban las nuevas tierras con nombres sacados de esos libros: Patagonia o California. Entre el ca?amazo de la parodia genial, por los vericuetos serenos de su prosa, Cervantes nos muestra que no est¨¢ tan lejos de todo eso como pretende. Ni siquiera, descubre el lector a poco que se fije, el autor se burla de todos los libros de caballer¨ªas. S¨®lo ataca a los malos. Otros los aprueba y subraya sus virtudes, sobre todo el elogio del valor, salv¨¢ndolos del expurgo de la librer¨ªa y de la hoguera.
Es un error creer que Cervantes desprecia la caballer¨ªa. El viejo soldado admira el hero¨ªsmo, y lo venera. Es la degeneraci¨®n del g¨¦nero lo que satiriza, y sobre todo la decadencia extranjerizante, pues siempre menciona con respeto las antiguas cr¨®nicas espa?olas. Y es cierto: lord Byron se equivoc¨® en su juicio quijotil. El soldado de Lepanto no ahuyent¨® con una sonrisa la caballer¨ªa espa?ola, sino que la puso en su lugar y en su tiempo. Hoy es dif¨ªcil, fuera de contexto, captar los ingeniosos matices de la parodia, que los lectores contempor¨¢neos entendidos captaron perfectamente. De ah¨ª el ¨¦xito comercial de la obra, aunque su prestigio literario a¨²n tardara un siglo en afirmarse. Como ha se?alado Francisco Rico, hasta el car¨¢cter grotesco de los arreos de Don Quijote es importante, pues el h¨¦roe anda suelto, a principios del siglo XVII, vestido con armadura de sus bisabuelos, de finales del XV. Arca¨ªsmo viviente, el ingenioso hidalgo sale a buscar aventuras vestido como un caballero de los tiempos de la guerra de Granada.
As¨ª, en el 'Quijote', Cervantes no se burla del valor caballeresco que su h¨¦roe anhela m¨¢s que posee, sino de la inadecuaci¨®n de ideal y realidad, del engarce de ese supuesto valor con el tiempo y mundo que moran ¨¦l y su personaje. Cervantes, record¨¦moslo, fue soldado; y su hermano Rodrigo, alf¨¦rez, hab¨ªa muerto peleando en Flandes en 1600. Nunca se insistir¨¢ demasiado sobre la necesidad de tener presente todo eso a la hora de leer el libro. El mismo Cervantes insiste en ello, d¨¢ndonos codazos de continuo. Est¨¢ orgulloso de su valor y sus heridas "en la m¨¢s alta ocasi¨®n que vieron los siglos", y aparte la menci¨®n directa en el pr¨®logo a la segunda parte, en los dos bellos y sentidos sonetos a los muertos de La Goleta -"primero que el valor falt¨® la vida"-, y en la casi autobiogr¨¢fica historia del cautivo, nos recuerda varias veces indirectamente, con orgullo, su comportamiento en la jornada de Lepanto y durante el cautiverio de Argel.
"Las feridas que se reciben en las batallas antes dan honra que las quitan", dice Don Quijote molido a palos por los yang¨¹eses. El soldado Miguel de Cervantes nos salta a la cara al volver cada p¨¢gina. El primer elogio a la milicia aparec¨ªa ya en el cap¨ªtulo 13 de la primera parte. M¨¢s tarde, en el discurso de las armas y las letras del cap¨ªtulo 37, donde sit¨²a la pluma por debajo de la espada, Don Quijote hace una conmovedora descripci¨®n del valor del soldado en el combate con galeras turcas, donde resulta dif¨ªcil no ver el retrato del autor y de sus camaradas. Y cuando, en el cap¨ªtulo 1 de la segunda parte, Cervantes lamenta por boca de Don Quijote la falta de caballeros andantes en el mundo, a quien o¨ªmos hablar no es al hidalgo loco, sino al soldado que a los veinticuatro a?os qued¨® manco peleando a bordo de la galera Marquesa. Por eso, cuando Don Quijote es valiente, Cervantes respeta el valor de su h¨¦roe de ficci¨®n: porque es el suyo propio. Rigurosamente cierto. El 10 de octubre de 1580, en Argel, al procederse al interrogatorio de once testigos para el famoso documento de fray Juan Gil, qued¨® probado, negro sobre blanco, el temple y el temperamento del veterano de Lepanto. A fin de cuentas, en una novela ocurre como en el amor, en la amistad o en la vida. Nadie pone lo que no tiene.
El oscuro funcionario que se gana la vida en un oficio ingrato, pateando caminos, durmiendo en ventas, posadas y c¨¢rceles, trabaja como recaudador: lo m¨¢s opuesto al hero¨ªsmo. Tiene nostalgia del soldado que en otro tiempo fue. En el siglo que empieza, la gloria sabe a cenizas. Sus compa?eros mutilados peleando contra el turco mendigan en la puerta de las iglesias, y los grandes aventureros del XVI han envejecido, murieron, se han matado entre ellos o fueron ahorcados por la justicia real. A Am¨¦rica van funcionarios y curas. A Cervantes ni siquiera le permiten probar fortuna all¨ª: "Busque por ac¨¢ en qu¨¦ se le haga merced" -sin sospecharlo, el rey Felipe II le hace un gran favor a la literatura, a Espa?a y al mundo-. Lepanto est¨¢ lejos, y sus h¨¦roes, olvidados. Juan de Austria, el ¨²ltimo Amad¨ªs, ha muerto. El poema es al mundo antiguo lo que la novela al moderno. El poema y su h¨¦roe mueren con H¨¦ctor y Aquiles, y nace la novela moderna. Se impone Ulises. Cuando los dioses abandonan al hombre, para sobrevivir hay que llamarse Nadie. D¨¢maso Alonso dec¨ªa siempre que Cervantes es un instrumento ciego creando el ¨²ltimo gran poema de la fe, y al mismo tiempo tiene los ojos abiertos para crear la primera y m¨¢xima gran novela moderna. Su lanza en ristre contra los molinos, que termina haci¨¦ndolo rodar por el suelo, es la misma de esa Espa?a ya imposible que va de Lepanto a la Invencible y de ah¨ª a Rocroi, para hundirse, con los viejos tercios destrozados por la artiller¨ªa francesa, entre las carcajadas de la nueva Europa.
Una de las virtudes extraordinarias del Quijote es que su autor nos suministra, p¨¢gina tras p¨¢gina, sutil¨ªsima informaci¨®n ¨²til para asomarnos al coraz¨®n de su principal personaje. Como buen monoman¨ªaco, el hidalgo es hombre sensato, prudente y entendido -cult¨ªsimo, a los simples ojos de Sancho- en todo menos en lo que afecta a su locura. Bueno, inteligente, de agudo esp¨ªritu, admirable conversador, s¨®lo denuncia su insania al creerse caballero y amoldar la realidad al ficticio mundo de las caballer¨ªas. Cervantes, con su inteligencia y su instinto fin¨ªsimo, lo subraya oponi¨¦ndole, en el personaje del caballero del Verde Gab¨¢n, un prototipo de hidalgo y caballero rural cabal. Tambi¨¦n sabemos que Don Quijote no es bueno en aritm¨¦tica -con Juan Haldudo, vecino de Quintanar, se equivoca al sumar-, que no tiene derecho al "don", como aclara Teresa Panza en el cap¨ªtulo 5 de la segunda parte, que es mediocre o s¨®lo razonable poeta; que goza de buenos dientes hasta la pedrada de los reba?os, que tiene un extraordinario concepto de s¨ª mismo, que no es un hidalgo pobre del todo, que su honradez es extrema, y que considera el valor, la dignidad y la firmeza virtudes principales del perfecto caballero y de s¨ª mismo, como expone en el magn¨ªfico alegato, el mejor salido de su boca, al final del cap¨ªtulo 45 de la primera parte. Cierto es que m¨¢s adelante, consciente de su fama y celoso de ella por causa del ru¨ªn Avellaneda, alardea un poco m¨¢s de la cuenta; e incluso, en delicioso quiebro que ya quisieran para s¨ª Unamuno o Pirandello, adem¨¢s de leer ¨¦l mismo el libro del que es protagonista, exagera el n¨²mero de ejemplares impreso sobre su propia vida: el bachiller Carrasco dice 12.000, y ¨¦l habla de 30.000. Tambi¨¦n sabemos, y esto es clave para considerar el valor real o supuesto de Don Quijote, que est¨¢ loco, pero no tiene un pelo de tonto. Y de loco, a veces, lo justo.
La imagen por excelencia del Quijote, los molinos, el valor y la locura, es vulgar y poco exacta. En numerosos pasajes del libro, el hidalgo muestra una lucidez extrema, como en el cap¨ªtulo 25 de la primera parte cuando habla de Dulcinea reconociendo que no es una princesa -"Para lo que yo le quiero, tanta filosof¨ªa sabe, y m¨¢s, que Arist¨®teles"-, y cuando reconoce su propia locura al decirle a Sancho: "No est¨¢s t¨² m¨¢s cuerdo que yo". Lo que hace inevitable que el lector, maravillado, se pregunte si Don Quijote est¨¢ loco, o se lo hace.
Al principio, el valor de Don Quijote es simple, sin fisuras. O lo parece. Su primer acto de valor se da cuando est¨¢ velando armas y le abre la cabeza al arriero en el patio de la venta -"Acorredme, se?ora m¨ªa"- y luego se enfrenta a los otros con "tanto br¨ªo y denuedo" y tal ¨¢nimo "que si lo acometieran todos los arrieros del mundo, no volviera el pie atr¨¢s". En el cap¨ªtulo siguiente se enfrenta a los mercaderes invit¨¢ndolos a entrar con ¨¦l en batalla "uno a uno, como pide la orden de caballer¨ªa, o todos juntos". Y arremete, cae y le sacuden. "No por culpa m¨ªa, sino de mi caballo, estoy aqu¨ª tendido". El tercer y m¨¢s grande acto de valor es el del cap¨ªtulo 8, el ataque a los molinos de viento -"Voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla"-; y despu¨¦s, derrotado, le dice a Sancho que no se queja del dolor porque es impropio de caballeros andantes "quejarse de herida alguna, aunque se le salgan las tripas por ella". Lo mismo puede decirse del ataque al reba?o de ovejas y carneros, a los que toma por un ej¨¦rcito, en medio del cual se mete "alanceando con coraje y denuedo". Incluso cuando en la aventura de los batanes Don Quijote tiene miedo y se encomienda a Dios, quiere acudir, y s¨®lo la argucia de Sancho se lo impide. Otro momento de claro valor es cuando se enfrentan a los yang¨¹eses: Sancho dice que son m¨¢s de veinte, y ellos uno y medio, y Don Quijote replica "Yo valgo por ciento", echa mano y acomete. Y lo mismo hace Sancho, "movido del ejemplo de su amo". Esa fe ciega de Sancho en el valor de Don Quijote se ir¨¢ resquebrajando tambi¨¦n a lo largo de la historia.
Lo mismo ocurre con el lector. En toda la primera parte, el valor de Don Quijote es casi inmutable; pero a medida que progresa la historia, y autor y lector conocen mejor al personaje, se pone de manifiesto que Cervantes considera el valor idealista de su personaje, aparte de poco s¨®lido, in¨²til y equivocado tanto en la victoria como en la derrota. A cada paso nos recuerda la imitaci¨®n grotesca del h¨¦roe que no es; como cuando, tras enfrentarlo nada menos que a trece enemigos en la aventura de los mercaderes, lo humilla ante la compasi¨®n de los amos que piden al mozo de mulas que no le pegue m¨¢s al pobre loco. Rasgo humano en libro cruel donde la caridad, excepto la de la buena Maritornes y pocos m¨¢s, no resulta abundante. Y a¨²n as¨ª, Don Quijote sigue empe?ado en imitar al h¨¦roe que pretende ser, hasta en la desgracia y sobre todo en ella -parad¨®jicamente cada molimiento refuerza su ilusi¨®n-, como advertimos en la extrema comicidad de la queja caballeril del cap¨ªtulo siguiente, cuando se revuelca por tierra imitando a Valdovinos: "?D¨®nde est¨¢s, se?ora m¨ªa / que no te duele mi mal?".
No es tampoco, el de Don Quijote, un valor inspirado por la religi¨®n y creer a Dios de su parte, aspecto nada balad¨ª en la ¨¦poca. Cervantes es cat¨®lico correcto, pero no practicante en exceso. Esto se transmite a su personaje, sobre todo en la primera parte. En ella Don Quijote se encomienda menos a Dios que a Dulcinea, y no resulta hombre de muchos rezos. Sabemos que es amigo del cura de su lugar y que ¨¦ste lo tiene por hombre de bien, pero no es sujeto que se entretenga demasiado en la oraci¨®n. Ni en la primera ni en la segunda parte va a misa, y en la primera s¨®lo reza en una ocasi¨®n -y porque tiene miedo- encomend¨¢ndose a Dios cuando la aventura de los batanes; pues la segunda vez, en el cap¨ªtulo 26, lo hace por imitar a Amad¨ªs y a los caballeros enamorados. No es por devoci¨®n.
En la segunda parte del 'Quijote', el hidalgo no se encomienda a Dios hasta el episodio del le¨®n, y tambi¨¦n poco despu¨¦s, cuando la pelea del rebuzno entre los dos pueblos -al verse en peligro y huir-, quiz¨¢ porque Cervantes es consciente de que en la primera parte lo hizo rezar poco. Don Quijote ni siquiera lleva rosario, seg¨²n propia confesi¨®n, hasta que en la segunda parte, contradiciendo eso mismo, el autor le coloca uno. Ah¨ª s¨ª aparecen ya m¨¢s alusiones religiosas; es evidente que entre ambas entregas del Quijote alguien le ha dado un toque a Cervantes, y ¨¦ste cree oportuno dejarlo claro. A Dios lo nombra dos veces en los tres primeros cap¨ªtulos de la segunda parte. Hay otras menciones piadosas aqu¨ª y all¨¢, y varias veces el autor se tienta la ropa con la Inquisici¨®n: Sancho y Don Quijote hacen claras declaraciones de fe cat¨®lica, y al final hasta Sancho acaba predicando santidad e insistiendo en que su amo es cat¨®lico y escrupuloso cristiano. En el cap¨ªtulo 22 de esta segunda parte vemos a Don Quijote arrodillarse por primera vez y rezar de verdad; y en el 29, santiguarse. Pero a¨²n as¨ª, Cervantes se permite por boca de Don Quijote una diatriba contra el eclesi¨¢stico de los duques, en representaci¨®n de los curas que se meten a consejeros pol¨ªticos, y no llega a partirle la cabeza, seg¨²n propias palabras, porque es sacerdote. Con ese motivo, por cierto, hace nuestro h¨¦roe una bella profesi¨®n de fe de caballero andante, y plantea una interesant¨ªsima y significativa comparaci¨®n entre virtud religiosa y virtud caballeresca: "Voy por la angosta senda de la caballer¨ªa andante".
Hay en el 'Quijote' dos episodios ad- mirables de valor probado de caballero a caballero. Ah¨ª no cabe duda alguna. Los combates con el caballero de los espejos y con el caballero de la Blanca Luna, Don Quijote los afronta de igual a igual, con valor fr¨ªo e indiscutible, lo mismo que el otro episodio -le¨®n desenjaulado aparte, pues ¨¦ste es menos un acto de valor que un capricho insensato- en que Don Quijote lucha de verdad, en serio, como un valiente. Se trata, adem¨¢s, del ¨²nico duelo real en toda la obra: el combate con el vizca¨ªno, que arranca en el cap¨ªtulo 8, donde Don Quijote arremete a su enemigo "con determinaci¨®n de quitarle la vida", y all¨ª los deja un trecho Cervantes a ambos, espadas en alto. ?sta es la verdadera pelea a vida o muerte del hidalgo, y entra en ella con valor indiscutible y perfecto. Adem¨¢s, vence casi en buena lid.
Pero a medida que nos acercamos a la segunda parte, las cosas cambian. Don Quijote, cuyo ¨®ptimo concepto de s¨ª mismo -cree, adem¨¢s, que las damas se mueren por sus pedazos- es abrumador, duda, y eso empieza a inquietar al lector avisado. Respecto a la realidad, en la primera parte ya tenemos barruntos de que no est¨¢ tan loco como parece, y que su cordura llega al extremo de saber perfectamente que Dulcinea es una labradora. Pero en la segunda parte las cosas cambian mucho. All¨ª, por ejemplo, Don Quijote ya no confunde las ventas con castillos, aunque Cervantes lo afirme. No ocurre ni una sola vez. Tambi¨¦n Don Quijote es m¨¢s ret¨®rico, m¨¢s reflexivo, m¨¢s sabio. Como Sancho, resulta consciente de su fama y de la importancia cobrada ante el lector. Ahora lleva dinero, o lo lleva su escudero, y paga con generosidad. Tanta, que esta tercera salida le sale al hidalgo manchego, azotes de Sancho incluidos, por un ojo de la cara. Menos mal que el duque les entrega doscientos escudos de oro. Por lo menos esta vez los infames duques pagan algo.
Tambi¨¦n el valor se diluye a menudo. Ahora Don Quijote se muestra cuerd¨ªsimo a veces, como cuando no ataca a los ocupantes del carro. Y despu¨¦s, incluso con agravio, es prudente, reflexiona y al final no act¨²a. A¨²n es valiente absoluto en ocasiones, como cuando el episodio del le¨®n-"?Leoncitos a m¨ª?"-, o ante el jabal¨ª con la duquesa; pero las cosas son muy diferentes ahora. Al principio, Don Quijote estaba seguro de su valor -"Yo soy aquel para quien est¨¢n guardados los peligros, las haza?as, los valerosos hechos"-, y el propio Cervantes, ir¨®nico sin duda, sosten¨ªa que los mazos de batanes "pusieran pavor a cualquier otro coraz¨®n que no fuera el de Don Quijote". La aventura de los batanes es decisiva para penetrar la verdadera naturaleza del valor de nuestro h¨¦roe: el deseo de poseer un valor del que realmente carece, pero cuya obsesi¨®n lo convierte en valiente. Cuando Sancho dice "pues no hay quien nos vea, menos habr¨¢ quien nos note de cobardes", Don Quijote, a pesar de todo, asustado como est¨¢, quiere acudir en mitad de la noche. "A m¨ª ning¨²n peligro me pone miedo", afirma. A partir de ah¨ª, a medida que pasamos las p¨¢ginas y ocurren m¨¢s cosas, esa firmeza se resquebraja poco a poco, surgen m¨¢s dudas y contradicciones.
El valor de Don Quijote no responde sino a la obligaci¨®n de tenerlo, y eso lo fuerza a ser fiel al caballero que ha inventado para s¨ª mismo. En realidad esa valent¨ªa es tan ambigua como el personaje y como toda la obra. Es precisamente la cautela y la iron¨ªa con las que Cervantes cuenta su historia, sin definir nunca nada del todo, lo que transmite al lector la emoci¨®n de que el valor del personaje es real, o lo parece, pero que siempre se halla sujeto a los avatares de la vida. Valor, s¨ª, pero no de cart¨®n piedra, sino humano e imprevisible. Mart¨ªn de Riquer ha subrayado, entre otros, la importancia de que s¨®lo haya muertes violentas en la segunda parte: la de Claudia Jer¨®nima que acaba de matar a su burlador don Vicente Torrellas y la del bandolero disconforme al que Roque Guinart abre la cabeza de un espadazo. Sangre de verdad, mientras Don Quijote mira y calla. Y en los siguientes cap¨ªtulos a¨²n sigue mirando y callando. Las aventuras de Guinart, las de la galera que se enfrenta a los corsarios, son aut¨¦nticas. Las suyas, no.
La actitud de Sancho respecto al valor de su amo y el suyo propio es tambi¨¦n reveladora. En ¨¦l tenemos el contrapunto del h¨¦roe. En principio es cobarde y no ve la necesidad de fingir valor. Cuando el episodio del le¨®n, se va lejos a aguardar el desenlace. Tambi¨¦n huye del jabal¨ª de los duques. Cuando la carreta de la Muerte se niega en redondo a arriesgarse, y m¨¢s porque el propio Don Quijote tampoco se involucra a fondo. Pero es capaz del valor interesado cuando pelea por los despojos del barbero en la venta; y Don Quijote se enorgullece tanto de lo bien que defiende sus posesiones, que hasta llega a pensar en armarlo caballero. Otras veces, las m¨¢s, Sancho muestra el enternecedor coraje de quien debe cumplir con su obligaci¨®n: el valor real, popular, que no busca gloria; como cuando le gastan la broma del ataque nocturno a la ¨ªnsula: pod¨ªa haberse escondido, pero se deja armar y llevar al combate. Y ya en la primera parte, cuando la ri?a con los desalmados yang¨¹eses, sigue a Don Quijote cuando ¨¦ste los acomete, "movido del ejemplo de su amo". En su medida, a veces se contagia de la honrada dignidad del hidalgo.
Es mentira que Sancho encarne el materialismo frente al idealismo de quien lo gu¨ªa. Sancho es tan ingenuo y tonto, que pese a conocer a Don Quijote "desde su nacimiento", se traga cuanto dice ¨¦ste, o casi. Su fe es inquebrantable al principio. Pasar¨¢ once cap¨ªtulos junto al hidalgo antes de hablar por primera vez de regresar a la aldea. Su inocencia resulta comparable a la del amo, aunque luego se va maliciando hasta el punto de que llega a faltarle al respeto y a enga?arlo, y hasta le pone las manos encima. Aun as¨ª, los verdaderos Sanchos, los materialistas, son Sans¨®n Carrasco, el barbero, los duques, el cura. El buen escudero, leal siempre que puede, oscila entre ambos mundos, y a menudo queda atrapado por el fant¨¢stico de su se?or. Aunque, a veces, Don Quijote le pega cuando ve que se burla de ¨¦l-en lo de los batanes, el propio hidalgo se ha re¨ªdo antes de s¨ª mismo, cosa infrecuente en la historia-, y el escudero vuelve a burlarse cuando el yelmo de Mambrino. En el cap¨ªtulo 52 de la primera parte, Sancho defiende a su amo a golpes. Este cap¨ªtulo es significativo por la crueldad que todos los presentes, hasta los amigos, muestran hacia Don Quijote. S¨®lo Sancho es noble aqu¨ª. Tampoco podemos dejar de lado el orgullo del asendereado escudero cuando describe a su mujer las hermosuras de su oficio; o cuando, embriagado de aventura, valeroso al fin y al cabo, incita al amo a salir de nuevo.
La dignidad y el valor de Sancho tambi¨¦n evolucionan en la pluma de Cervantes, no s¨®lo porque el autor perfila y mejora al personaje, sino porque se le pega el ingenio del amo y se contagia de su ansia de gloria y su locura. Seg¨²n el propio Cervantes, en el cap¨ªtulo 46 de la primera parte Sancho ya est¨¢ tambi¨¦n medio loco. Y m¨¢s adelante, aunque conoce el enga?o del encantamiento de Don Quijote, sigue ofuscado y no lo interpreta. Esa locura y aquel valor cuajar¨¢n espl¨¦ndidamente en la segunda parte, cuando Sancho, pese a sus numerosas profesiones pac¨ªficas como tras los yang¨¹eses o la carreta, ahora, siendo gobernador de la ¨ªnsula, se resigna a ser heroico -"?rmenme norabuena"-, honrado como su amo hasta el final, pues deja el gobierno con s¨®lo un poco de cebada para el rucio y medio queso y medio pan para ¨¦l, y a¨²n lo que lleva lo comparte con los mendigos del siguiente cap¨ªtulo.
Es cierto que hay mayor vileza sanchopanzesca en la segunda parte; pero tambi¨¦n es verdad que los momentos de respeto y de amor a Don Quijote son m¨¢s vivos. Antes s¨®lo era r¨²stico y tonto, con ciertos resabios p¨ªcaros. Ahora tiene m¨¢s vueltas y revueltas para lo bueno y para lo malo. Su cinismo con las tres labradoras, cuando lo de los requesones o cuando los azotes, su desprecio al amo cuando se hallan ante los duques, su frecuente insolencia, est¨¢n desprovistos de ingenuidad, como lo est¨¢ su censura de Don Quijote ante el vecino Tom¨¦ Cecial, que suena a traici¨®n aunque luego la temple sacando a relucir el cari?o que le tiene; o cuando, llegados al colmo, en el cap¨ªtulo 60, le pone la mano encima a su amo. Sin embargo, la lealtad del escudero se mantiene inquebrantable en las crisis. "No es loco sino atrevido", afirma en el cap¨ªtulo 17. Y cinco cap¨ªtulos m¨¢s tarde, Sancho admira y alienta a su amo cuando entra en la cueva de Montesinos con el m¨¢s bello exhorto que le dirige en todo el libro. Y cuando el combate con Tosilos, lo anima orgulloso con el magn¨ªfico exhorto: "?Dios te gu¨ªe, nata y flor de los andantes caballeros!".
Las dudas sobre el valor de Don Quijote se instalan desde muy pronto en el lector avisado. Ya se advierten grietas en la coraza del h¨¦roe cuando hace ante Juan Haldudo y el muchacho azotado un juramento que nunca cumplir¨¢: lo intenta sin mucho entusiasmo m¨¢s tarde, y lo olvida por completo en la tercera salida. Cuando el manteo de Sancho, Don Quijote se abstiene de intervenir mientras su escudero es escarnecido. Y luego, en el cap¨ªtulo 44 de la primera parte, cuando el incidente de la venta con los clientes atacando al ventero, mientras la hija y Maritornes piden ayuda, Don Quijote se muestra por primera vez pasivo y cobarde. La excusa puede ser no batirse con gente baja, pero ah¨ª el mismo Cervantes menciona directamente "la cobard¨ªa de Don Quijote". Por primera vez, el h¨¦roe cae mal hasta al propio autor. Ocho cap¨ªtulos m¨¢s tarde, cuando Sancho recomienda de nuevo volver a la aldea, el hidalgo tiene un claro momento de resignaci¨®n y de cordura: "Bien dices, Sancho". Precisamente ese proceso vivo del valor quijotesco, sujeto a la transformaci¨®n que la vida y el tiempo imponen, depara al lector esa inesperada sorpresa, la quiebra de lo que al principio parec¨ªa m¨¢s firme y seguro: el valor del h¨¦roe. Don Quijote va perdiendo fuerza y confianza en s¨ª mismo, y asume, a ratos, la verdad que se impone sobre sus propias fuerzas y coraje.
En la segunda parte, en la batalla de los dos pueblos vecinos por la historia del rebuzno, ya no es que Don Quijote no intervenga, sino que directamente huye y abandona a Sancho en el campo de batalla, cosa que ¨¦ste le reprochar¨¢ varias veces. Es su m¨¢s infame aventura, pues huye para salvar la vida temi¨¦ndose un arcabuzazo, y reza mientras huye. Antes hab¨ªa ca¨ªdo honrosamente por tierra, varias veces; pero ahora, aunque sigue a caballo, el lector se averg¨¹enza. Y el propio Cervantes proclama: "cuando el valiente huye, la supercher¨ªa est¨¢ descubierta". Incluso Don Quijote tiene necesidad de justificarse con Sancho, diciendo que "la valent¨ªa que no se basa en la prudencia se llama temeridad", y que retirarse no es lo mismo que huir. Pero para el lector, Don Quijote nunca ser¨¢ el mismo. Es m¨¢s humano y menos heroico. Al final su valor es m¨¢s de maneras que de hechos, como cuando arroja el guante para defender el honor de la hija de la due?a do?a Rodr¨ªguez y se dispone a enfrentarse al lacayo Tosilos. Al caballero andante le hemos perdido el respeto: hasta Sancho se amotina y lo sujeta al final, cuando lo de los azotes. Y as¨ª, Don Quijote termina dudando de sus aventuras y de s¨ª mismo. Con tales ambig¨¹edades y contradicciones, adem¨¢s de humanizar al personaje y marcar su locura, Cervantes prepara la derrota, el final, la ca¨ªda del h¨¦roe. La fuerza de voluntad que sostiene la ficci¨®n de un valor inexistente empieza a resquebrajarse, y el mito se desvanece entre rel¨¢mpagos de lucidez del hombre derrotado.
En el cap¨ªtulo 29 de la segunda parte, cuando el episodio de los pescadores, Don Quijote confiesa abiertamente, por primera vez, su impotencia. Se rinde, y lo dice. El hidalgo est¨¢ tocado de muerte; ello se manifiesta con m¨¢s claridad a partir del cap¨ªtulo siguiente, cuando queda de manifiesto que algo se enrarece entre amo y criado. Sancho ya no piensa en volver a casa con su amo, sino en desertar. Cada vez son mayores sus ruines ma?as y trampas, mientras el ¨¢nimo de Don Quijote se torna melanc¨®lico. Junto a los duques, durante el episodio del jabal¨ª o a lomos de Clavile?o, se cree valiente de nuevo; pero tal seguridad se desvanecer¨¢ poco despu¨¦s, frente a los toros, donde el h¨¦roe hace el rid¨ªculo y es consciente de ello. Y para colmo y sonrojo del lector, hasta lo vemos adulando al bandolero Roque Guinart, en el cap¨ªtulo 60.
Todo ello, sutilmente, va anuncian-do el triste final de Barcelona. All¨ª, en el mar, Don Quijote, que nunca hab¨ªa estado a bordo de una galera, "se estremeci¨® y encogi¨® de hombros y perdi¨® la color del rostro". Por fin, cuando aparece la guerra de verdad y el h¨¦roe encuentra la ocasi¨®n que busc¨® toda su vida, Don Quijote permanece inactivo y casi ausente de las p¨¢ginas. Tiene miedo. No es su mundo. Se calla y mira, desplazado, inseguro. Con estos galeotes regidos por gente de mar y guerra no saca a relucir el argumento de la libertad; sombra de lo que fue, los deja con sus cadenas. Ahora hay guerra de verdad, y ¨¦l mira de lejos, rebasado, h¨¦roe de cart¨®n piedra frente a la realidad, buf¨®n que ha pasado a segundo plano con la historia de la morisca. Hasta don Antonio se burla del hidalgo. Y cuando, acabada la acci¨®n, Don Quijote farolea diciendo que ser¨ªa mejor lo pusieran a ¨¦l en Berber¨ªa con su caballo y sus armas, nadie le hace caso. Tanto los personajes que lo rodean como el lector son conscientes de que su arrojo es imaginario, y que junto a hombres valientes de verdad no tiene peso alguno. Ahora ni siquiera hace gracia con sus locuras. El final se intuye. Cervantes, despiadado a ratos con el valor falso de su personaje, a¨²n le dedicar¨¢ alguna otra humillaci¨®n, adem¨¢s de una cruel iron¨ªa en el episodio de los cerdos: "a los dos temerosos, a lo menos, al uno, que al otro, ya se sabe su valent¨ªa".
Al fin, cuando Don Quijote es vencido por el caballero de la Blanca Luna -la revancha de Sans¨®n Carrasco, que se la tiene jurada- el infeliz hidalgo se quita la m¨¢scara libresca. Lo que dice lo expone sin arca¨ªsmos ni parodias cervantinas, con lenguaje claro y de su tiempo. El h¨¦roe loco, perdida la fe en la quimera de s¨ª mismo, se hab¨ªa desvanecido mucho antes de rodar por tierra. Sin embargo, el genio de Cervantes obra el milagro de infundirle, en pleno desastre, otra suerte de nobleza y valor que nos subyuga a¨²n con m¨¢s fuerza. Cuando, con la lanza del caballero de la Blanca Luna sobre la celada, el hidalgo descarta renegar de Dulcinea y responde, sereno: "aprieta la lanza, caballero, y qu¨ªtame la vida, pues me has quitado la honra", ese valor s¨ª se lo cree el lector, porque proviene del cansancio, el crep¨²sculo y el fracaso. Ahora s¨ª que nuestro h¨¦roe es digno adalid, cumplido hidalgo, valiente al fin, a dos dedos de la muerte que cree inevitable. En esta hora suprema, da igual que el de la Blanca Luna apriete el hierro, o no. El hombre cuerdo que se extinguir¨¢ en la aldea manchega, diez cap¨ªtulos m¨¢s tarde, se llamar¨¢ Alonso Quijano, en efecto. Pero Don Quijote de la Mancha, el de la Triste Figura, muere como siempre se so?¨®, heroico al fin, en la playa de Barcelona. Y el lector, contagiado de la sonrisa melanc¨®lica de Cervantes, asiente, aprobador, ante el cad¨¢ver del caballero valiente.
Las mil caras de Don Quijote Por Francisco Calvo Serraller
Por dos veces, en la segunda parte del Quijote, Miguel de Cervantes se refiere a un legendario pintor, llamado Orbaneja, "pintor de ?beda", que estaba tan corto de facultades art¨ªsticas que ¨¦l mismo se defin¨ªa como autor de "lo que saliere". "Tal vez", apostillaba Cervantes por boca de Don Quijote, "pintaba un gallo, de tal suerte y tan mal parecido que era menester que con letras g¨®ticas escribiese junto a ¨¦l: '?ste es gallo". Aunque esta primera menci¨®n graciosa al tal Orbaneja fue utilizada para reconocer autocr¨ªticamente Cervantes la, a su juicio, err¨®nea inserci¨®n de la novela corta El curioso impertinente dentro de la primera parte de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, vuelve a citarlo m¨¢s adelante, esta vez con la intenci¨®n de ridiculizar la versi¨®n ap¨®crifa de Avellaneda. En cualquier caso, fue aguda la ocurrencia cervantina de ridiculizar a los artistas o escritores que han de explicar al pie lo que son incapaces de comunicar con la imagen y la palabra solas. Tuvo adem¨¢s su correlato contempor¨¢neo al usar como signo distintivo personal la f¨®rmula de "¨¦ste es gallo" el gran pintor mexicano Alberto Gironella.
De todas formas, cabe preguntarse si no hay algo de las malas artes del m¨ªtico pintor ubetense en gran parte de las ilustraciones que han acompa?ado las m¨²ltiples ediciones internacionales del Quijote o de gran parte de lo mucho que las haza?as del Caballero de la Triste Figura han inspirado a pintores y artesanos de los ¨²ltimos cuatro siglos, porque no es f¨¢cil plasmar el genio de esta obra maestra de la novela moderna en otro medio art¨ªstico.
Muy pocas obras literarias han suscitado tantas im¨¢genes como las inspiradas en el Quijote; si bien, sobre todo, a partir de la segunda mitad del siglo XVII y en el extranjero. As¨ª, aunque hubo dos ediciones portuguesas con portada ilustrada anteriores, se considera la francesa de 1618 como la primera verdaderamente tal, aunque hubo que esperar hasta la traducci¨®n holandesa de 1657 para encontrarse con un conjunto de 24 estampas, firmadas por el artista Jacob Savery (1617-1666), el cual tuvo el m¨¦rito de incitar la profusi¨®n posterior de ediciones ilustradas, como las publicadas en Bruselas y en Amberes por Frederik Boutatts.
La estampaci¨®n de libros ilustrados con grabados tard¨® en obtener aprecio art¨ªstico. Fue en la Inglaterra del siglo XVIII el pa¨ªs en el que ilustraron el ya celeb¨¦rrimo relato cervantino artistas de renombre, como William Hogarth (16971764), John Vanderbank (1694-1739) o Francis Hayman (1708-1776). En Francia ocurri¨® otro tanto; si bien, en este caso, quiz¨¢ debido a la moda espa?ola surgida al instalarse en la corte espa?ola, tras la guerra de Sucesi¨®n, la nueva dinast¨ªa borb¨®nica en la persona de Felipe V, lo que explica la muy internacionalmente imitada edici¨®n a partir de los dibujos de Charles-Antoine Coypel (1696-1751), pero tambi¨¦n que aparezca implicado circunstancialmente en el empe?o alg¨²n nombre de artistas hoy famoso, como Fran?ois Boucher (1703-1770) o Jean-Honor¨¦ Fragonard (17321806). En la Espa?a borb¨®nica, tambi¨¦n el siglo XVIII fue realmente el primer momento memorable en esta labor de la ilustraci¨®n del Quijote no s¨®lo por la espl¨¦ndida edici¨®n de 1780 del impresor Joaqu¨ªn Ibarra y la supervisi¨®n de la Real Academia Espa?ola, que logr¨® reunir a renombrados talentos art¨ªsticos como Jos¨¦ del Castillo, Antonio Carnicero, Juan Pedro Arnal o Gregorio Ferro, sino por las posteriores, como la de 1782, ilustrada por Antonio e Isidro Carnicero; la de la Real Academia de la Historia en 1797-1798, con dibujos de Agust¨ªn Navarro, Jos¨¦ Camar¨®n y Luis Paret y Alc¨¢zar, o la que promovi¨®, entre 1798 y 1800, el impresor Gabriel de Sancha, hijo del reputado Antonio de Sancha, que cont¨® para la ocasi¨®n con profusi¨®n de originales del propio Paret y de Francisco de Alc¨¢ntara. El pintor franc¨¦s Miguel ?ngel Houasse (1680-1730) pint¨® un cuadro sobre este tema, La aventura de Don Quijote, junto a otros muchos de inspiraci¨®n popular que adelantan el esp¨ªritu de la Ilustraci¨®n.
De todas formas, la gran ¨¦poca de recreaci¨®n pl¨¢stica del Quijote es la de los siglos XIX y XX. La novela de Cervantes, justamente considerada como la primera novela moderna, suscit¨® el inter¨¦s de toda clase de artistas, grandes, medianos o modestos. En este sentido, es de destacar que el rom¨¢ntico Eug¨¨ne Delacroix (1798-1863) o el realista Honor¨¦ Daumier (1808-1879) realizaran cuadros inspirados en el Quijote. A partir del siglo XIX se multiplican los artistas importantes que ponen lo mejor de su talento en el empe?o, como los tambi¨¦n franceses Gustave Dor¨¦, Celestin Nanteuil o Boulanger, el brit¨¢nico Leslie o los espa?oles Gisbert, Balaca, Jim¨¦nez Aranda, Mu?oz Degrain, Urrabieta Vierge, Moreno Carbonero, Manuel Benedito, Gonzalo Bilbao, Jos¨¦ Mar¨ªa Sert o Ignacio Zuloaga.
En el vanguardista siglo XX no cedi¨® la pasi¨®n art¨ªstica por el Quijote, como se demuestra con la sola menci¨®n de algunos de los muchos artistas espa?oles c¨¦lebres que se han ocupado de la insigne novela de Cervantes, entre los que se cuentan Salvador Dal¨ª, Miquel Barcel¨®, Antonio Saura o Eduardo Arroyo. En cierta manera, es l¨®gico que en la ¨¦poca de la desliteraturizaci¨®n de la pintura se aguzase parad¨®jicamente la inspiraci¨®n pl¨¢stica, porque, mediante la libertad frente al texto, se provoca un mayor desaf¨ªo creador. En este sentido, los artistas contempor¨¢neos han llevado a cabo versiones m¨¢s personales, y, por tanto, m¨¢s sorprendentes y originales, porque ya no son t¨ªmidas vi?etas, sino audaces interpretaciones visionarias. Se puede decir que todos ellos rinden un tard¨ªo homenaje al vituperado Orbaneja, porque lo que a ellos les sale son genialidades en paralelo, parezca gallo o lo que fuere.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.