Faltar en Navidad
La Navidad es el momento del a?o m¨¢s emotivo para estar con los vivos y con los muertos. En estos d¨ªas de reuniones familiares las ausencias cobran una relevancia tan intensa que su vac¨ªo llena las comidas, las cenas, los l¨¢nguidos ratos por las calles fr¨ªas y los sof¨¢s. Al contrario que la compa?¨ªa de los familiares vivos, el recuerdo iridiscente de los desaparecidos contiene el dolor de la falta de sus cuerpos. Sus voces no r¨ªen junto a las de los dem¨¢s, se a?ora abrazar sus cinturas mientras enjuagan platos en el fregadero.
Madrid es una ciudad de luto cuyo dolor reverbera con fuerza en la primera Navidad sin los fallecidos el once de marzo. El Rey comenz¨® su discurso de Nochebuena solidariz¨¢ndose con las familias a las que les sobra una silla en sus mesas, cuyas terrazas permanecen apagadas de luces y espumillones. Sin embargo, a pesar de las muestras de solidaridad y los gestos de apoyo, en estas semanas de reuniones y fiestas los que echan en falta a un ser querido se sienten m¨¢s solos que nunca.
Perder a un familiar no te aleja ¨²nicamente de la persona amada, sino que te distancia del resto del mundo. Uno transita por la vida en una frecuencia de dolor con la que no sintoniza la gente que quiso levemente al fallecido. Ajeno a la poblaci¨®n que, o desconoce su herida o es incapaz de asumir la dimensi¨®n de la tristeza, el hu¨¦rfano o el viudo, o esa otra persona a la que le falta un hijo o a un hermano, encara una existencia ¨¢rida e incomprensible. La vida, tras servir una tragedia, se transforma ante los ojos de los dolientes en un artefacto traicionero e indescifrable, en un proyecto hostil por el que es dif¨ªcil volver a sentir aprecio, confianza, ilusi¨®n.
El fin de un a?o y el comienzo del siguiente, el ritual del paso del tiempo, subraya la imposibilidad del retorno en un instante en que el pasado se reivindica como el lugar m¨¢s preciado. Por otro lado, el estreno de un a?o nuevo no deja de recordarnos que somos, y ya de una manera creciente e irremediable, un recuerdo, pues estamos plenamente habitados por la memoria de quien nos falta.
Se deval¨²a la vida ante nuestros ojos, pero tambi¨¦n nos vaciamos de contenido nosotros mismos. Y en este cataclismo de valores y proyectos, en este estado en el que los d¨ªas son carbonilla y nuestra existencia un plan mutilado, se alza nuestro muerto como un dios, como un foco absoluto que encierra el sumo dolor y la m¨¢xima alegr¨ªa. El recuerdo alberga la contradicci¨®n de la paz y del tormento, no siempre es f¨¢cil abordarlo por la cara que ofrece consuelo y no por la faz hirviente.
De la misma forma que la vida cambia su concepci¨®n y se transforma en un elemento ajeno e ilegible, el propio ser querido, tan conocido y tratable, se convierte hoy es un esp¨ªritu que se manifiesta con latigazos de dolor y abanicos de placer. La amargura y el confort del recuerdo del amado es ingobernable. Lo es para las personas cuya herida es reciente. Pero este tiempo absurdo seguir¨¢ fluyendo y nos arrastrar¨¢ a un lugar lejano al olor de las s¨¢banas quietas. La l¨®gica y las experiencias de otras gentes que perdieron a familiares prometen un momento en el que las voces no estar¨¢n permanentemente quebradas, en el que los ojos no se incendiar¨¢n a cada instante. Pero uno teme que ese narc¨®tico emocional se llame olvido y qui¨¦n desea perder enfoque de lo m¨¢s querido, no resulta tan beneficioso el trueque de dolor por amnesia.
La pena por muerte es irresoluble. No existe compensaci¨®n ni alivio absoluto. Sin ant¨ªdoto hay que avanzar por los d¨ªas, incluyendo estas lacerantes fechas. Continuar siendo inquilinos de esta vida aunque nos resulte despreciable y mezquina.
Estas semanas el cristiano encontrar¨¢ misas y salmos, figuras y velas, la presencia constante de un catolicismo que promete el celestial reencuentro. Los que no crean en Dios, en el m¨¢s all¨¢, en la compensaci¨®n ultraterrenal a esta injusticia, tambi¨¦n tratar¨¢n estos d¨ªas con las fiestas ajenas y las celebraciones religiosas. Vivir¨¢n unos momentos de desubicaci¨®n f¨ªsica y espiritual, sin encajar en los planes de este mundo ni en los del pr¨®ximo. Pero existe un consuelo independiente de la religi¨®n y de los anest¨¦sicos de esta vida: la propia defunci¨®n, sin m¨¢s, sin promesas extraexistenciales ni para¨ªsos. Pensar que no siempre mediar¨¢ entre el muerto y nosotros la distancia sideral que separa la vida y la muerte, que nos queda el destino com¨²n de faltar un d¨ªa en Navidad.
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