El lenguaje del valor
Conoc¨ª a Susan Sontag una asoleada tarde de julio de 1963 en Nueva York. Mi editor norteamericano, Roger Straus (desaparecido en 2004), me invit¨® a comer al hotel Stanhope, en la Quinta Avenida. Por ser d¨ªa de calor, el hotel hab¨ªa dispuesto un caf¨¦ al aire libre en la acera frente al Museo Metropolitano. Busqu¨¦ la cabeza blanca y rizada de Straus, un hombre seductor, con un toque de dandy neoyorquino de los a?os treinta, una risa dome?ada y una mirada traviesa. Al terminar la Segunda Guerra Mundial, Roger hab¨ªa adquirido la firma Farrar, Straus y se hab¨ªa distinguido, rara avis, por la atenci¨®n prestada a autores extranjeros. La nueva literatura italiana era su terreno preferido (Moravia, Silone, Morante, Pavese, Levi), pero su inter¨¦s por Latinoam¨¦rica fue inici¨¢tico. Fue Straus quien rescat¨® del anonimato a la chilena Mar¨ªa Luisa Bombal y redescubri¨® para la lengua inglesa al brasile?o Machado de Asis, adem¨¢s de encargarse de las ediciones populares de Alejo Carpentier.
No hay gran literatura que no se refiera al sufrimiento y que no est¨¦ dispuesta, como literatura, a asistirnos, a apoyarnos ante el dolor
Ahora entraba yo a la legi¨®n literaria de Straus, pero ¨¦l, aquel caluroso d¨ªa de verano, me preparaba una singular sorpresa: conocer a Susan Sontag, que jam¨¢s pertenecer¨ªa a legi¨®n alguna, pues era due?a de una individualidad que, pronto lo supe, era el ancla profunda y poderosa de su enorme capacidad para llegar con entereza intelectual a los dominios compartidos: la comunidad, la sociedad, la polis, los otros.
Parec¨ªa una hero¨ªna b¨ªblica. Muy alta. Muy morena. Larga cabellera negra. Sonrisa como un regalo -que no una concesi¨®n- de su fundamental seriedad. Ojos negros y perpetuamente interrogantes. Y el cerebro m¨¢s r¨¢pido e intransigente que me ha cabido, en vida, conocer. No fue casual que su primera pregunta, al sentarme con ella y Straus, fue: "?Qu¨¦ opinas de la relaci¨®n entre Hegel y Feuerbach?". Esto, que en otra persona hubiera infundido pavor a quien lo escuchase, no dej¨®, en efecto, de alarmarme, si no me hubiese dado cuenta en el acto que Susan Sontag planteaba toda la relaci¨®n de amistad a partir del respeto y el desaf¨ªo a la inteligencia del otro. No se trataba, en realidad, de hablar de dos fil¨®sofos alemanes, sino de establecer de inmediato el nivel de la amistad como una forma de la inteligencia. O viceversa.
Que ese inmenso talento de Susan Sontag no se deten¨ªa en la raz¨®n, sino que comprend¨ªa al coraz¨®n, lo llegu¨¦ a entender a lo largo de una amistad que, si no fue todo lo frecuente que yo hubiese deseado, siempre fue estelar, un verdadero collar de discretas joyas llamadas imaginaci¨®n, informaci¨®n, curiosidad, calor humano y, sobre todo, la convicci¨®n profunda de que la literatura es el aposento de una sensibilidad verbal sin la cual desertamos el don mayor de los seres humanos: comunicarnos con palabras. Porque cuando mueren las palabra, sobreviene la "selva salvaje" de la violencia, la ignorancia y la guerra de todos contra todos.
No minimizo la producci¨®n literaria de Sontag si recuerdo que este humanismo verbal propio de su perfil la pinta de cuerpo entero. Susan estuvo presente en Vietnam para denunciar el error de una guerra y en Sarajevo para averiguar el horror de otra. Su batalla pol¨ªtica final la dio contra el Gobierno de George W. Bush y los peligros de una pol¨ªtica externa producto de la ignorancia, la soberbia y el peligro de suprimir, en los propios EE UU, las libertades p¨²blicas. Fue la primera y m¨¢s fuerte de los intelectuales del norte contra la pandilla de la Casa Blanca y las teor¨ªas suicidas del unilateralismo y la guerra preventiva.
La inteligencia ciudadana de Susan Sontag hubiese bastado para acreditar su importancia moral. Ello no bastar¨ªa, sin embargo, para olvidar que, ante todo, Susan fue una de las mayores voces intelectuales de Am¨¦rica y del mundo. Y seguramente, una de las m¨¢s renovadoras. Su gran aporte consisti¨® en revelar el valor de lo popular, la importancia de lo que parecer¨ªa menos importante, el cine, la moda, la cursiler¨ªa, el camp, la relevancia de lo marginal, exc¨¦ntrico, perecedero, las obras del tiempo en su sentido m¨¢s radical. Cuando la eternidad se mueve, la llamamos tiempo, escribi¨® Plat¨®n. Ese movimiento del tiempo, la certeza de que la inmortalidad no se sabe inmortal y de que nuestras vidas se disminuyen si dejan pasar, con aire solemne, las mil y una diversiones de la vida cotidiana, son temas que le dieron una originalidad necesaria a obras como Contra la interpretaci¨®n y La voluntad radical.
Sontag, dentro de la caverna de Plat¨®n, ve¨ªa la proyecci¨®n del cine de Fassbinder y de Ichikawa, del arte de Warhol y de los ensayos de Barthes.
Pero hubo un momento en el que Susan Sontag entr¨® de lleno en temas que claman nuestra atenci¨®n y no la obtienen, entre otros motivos, porque carecen de atractivo est¨¦tico. La enfermedad en general. Y el sida en particular. Met¨¢foras del mal que quisi¨¦ramos ocultar en sombra y nombrar en silencio, Sontag las llev¨® a la luz p¨²blica, a la reflexi¨®n humanista, a la revelaci¨®n. Consciente de que el dolor requiere un lenguaje, Sontag le dio las palabras indispensables a las enfermedades silenciadas, tr¨¢tese de la tuberculosis ayer o del sida hoy.
Lo hizo con el valor y el tacto con que esta admirable mujer empleaba el lenguaje. Su mayor orgullo literario era ser novelista. El benefactor, Estuche de muerte, Yo, etc¨¦tera, El amante del volc¨¢n y En Am¨¦rica son obras de extrema fidelidad al credo de Sontag: la literatura es la reserva primaria de la sensibilidad.
Tuve muchos momentos de amistad con ella. Como cojurados en el Festival Cinematogr¨¢fico de Venecia del a?o 1967, cuando disputamos preferencias est¨¦ticas, ella favorable a Godard, Moravia a Pasolini y Juan Goytisolo y yo -montoneros hisp¨¢nicos- a favor del, finalmente, premiado Bu?uel. En las playas del Lido, Susan ten¨ªa por lectura ligera, de vacaciones, a Henry James. En los caf¨¦s de Manhattan, descubri¨® antes que nadie en Am¨¦rica la gran novela de Italo Calvino Si una noche de invierno un viajero y me confi¨® -alegr¨ªa compartida- que "¨¦sa es la novela que me hubiese gustado escribir". Este sentimiento de la admiraci¨®n y la sorpresa -la capacidad de descubrir y querer lo desconocido, prueba de juventud permanente- era habitual en ella y nos llevaba a sus amigos a leer lo que, sin ella, acaso hubiese pasado desapercibido. Recuerdo as¨ª su contagiosa lectura de Sebald, de Nadas, de Manea, de Kuzniewicz. El redescubrimiento de Rulfo, cuyo Pedro P¨¢ramo prolog¨®.
La invit¨¦ a participar en las conferencias acerca de la geograf¨ªa de la novela en El Colegio Nacional de M¨¦xico donde, rodeada del entusiasmo del p¨²blico y del amistoso calor de Juan Goytisolo, Jos¨¦ Saramago, Sealtiel Alatriste y J. M. Coetzee, Sontag hizo un relato magistral de c¨®mo puso en escena, en medio de los horrores de la guerra de Sarajevo, la obra de Samuel Beckett Esperando a Godot, y c¨®mo, en una ciudad asediada, un teatro del asedio devolv¨ªa a los espectadores ese otro nombre de la acci¨®n que llamamos "esperanza". La vi por ¨²ltima vez en Montreal el mes de marzo del 2004. Recuperada de dos batallas contra el c¨¢ncer, me dijo sonriendo: "Como en el b¨¦isbol, la tercera es la vencida. Three strikes and your are out".
La "vencida" lleg¨® con la Navidad del 2004. La noticia de su muerte me retrotrae a ese di¨¢logo reciente en Montreal, cuando Susan culmin¨® nuestra conversaci¨®n sobre agendas de nuestro tiempo con una rotunda afirmaci¨®n: "La condici¨®n femenina, el acceso de la mujer a la dignidad, al trabajo, a la ley, a la plena personalidad, ser¨¢ el tema central del siglo XXI".
Record¨¦, escuch¨¢ndola, vi¨¦ndola transformada por la enfermedad, a la joven de 18 a?os que se atrevi¨® a pedirle una entrevista a Thomas Mann en Los ?ngeles y, ya frente a ¨¦l, no supo qu¨¦ decir. La admiraci¨®n la rindi¨®. Pero acaso un d¨ªa, Susan record¨® al Settembrini de La monta?a m¨¢gica cuando nos dice que no hay gran literatura que no se refiera al sufrimiento y que no est¨¦ dispuesta, como literatura, a asistirnos, a apoyarnos ante el dolor.
Y acaso recuerdo para siempre algo que le debo al accidente del cine: la imagen de la ni?a Susan interpretando el papel de la fiera Pearl Ch¨¢vez -ya de grande, Jennifer Jones- en la pel¨ªcula Duelo al sol. Filmada en la Arizona de su infancia, la obra de King Vidor preserva para siempre la mirada melanc¨®lica de una ni?a morena, de cabellera larga con flores en el pelo.
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