Yo quise matar a Franco
Todo estaba ya preparado para mi viaje a Espa?a. Los explosivos y detonadores s¨®lo esperaban ser recogidos, y ya ten¨ªa mi billete reservado en el tren nocturno a Toulouse. Al acabar nuestras cervezas atravesamos la Place d'Italie hasta la Rue Bobilot y un callej¨®n estrecho y olvidado con viviendas destartaladas.
Tratando de asegurarnos de que no nos segu¨ªan, Salva dio unos golpes pactados en la ventana cerrada de un bajo y, cuando se abri¨® la puerta, entramos a toda prisa en un sombr¨ªo corredor. El mobiliario espartano de la habitaci¨®n indicaba que all¨ª no viv¨ªa nadie: era un almac¨¦n de intendencia donde pod¨ªan guardarse con cierto grado de seguridad y facilidad de acceso armas, explosivos, documentos falsos y toda la parafernalia de la clandestinidad.
Si iba desarmado no podr¨ªan aplicarme la curiosa ley de fugas espa?ola, que permit¨ªa a las autoridades disparar a cualquiera con la excusa de "tratar de escapar a la detenci¨®n"
Los rostros se cerraban en torno a m¨ª gritando amenazadores que yo era un anarquista venido para matar y lisiar al feliz y pac¨ªfico pueblo de Espa?a. Representaban una escena
Ya hab¨ªa tres personas all¨ª. Dos estaban sentadas: Octavio Alberola y Antonio Ros Moreno. El tercero, al que llamaban El Qu¨ªmico, estaba frente al fregadero, midiendo y pesando productos con guantes de goma. Octavio hizo caf¨¦ y nos sentamos a la mesa a charlar hasta que El Qu¨ªmico tuvo todo preparado.
Ten¨ªa sed y fui al fregadero a por agua. Me iba a llevar el vaso a los labios cuando El Qu¨ªmico se volvi¨® y vio lo que estaba haciendo. Octavio y ¨¦l me gritaron que parase, se lanzaron sobre m¨ª y me quitaron el vaso de las manos con cuidado, explic¨¢ndome que se hab¨ªa usado para medir ¨¢cido sulf¨²rico. Temblando, me ech¨¦ atr¨¢s para apoyarme en el aparador y encender un cigarrillo. Lo cual provoc¨® otra reacci¨®n igualmente volc¨¢nica de El Qu¨ªmico, pues, como explic¨®, el aparador estaba lleno de detonadores y en su parte inferior guardaba productos altamente inflamables. Abochornado por mi error, me retir¨¦ a la mesa y fui muy cauto a partir de ese momento, preguntando antes de hacer cualquier movimiento imprevisto.
El Qu¨ªmico coloc¨® en la mesa cinco porciones de lo que parec¨ªan grandes barras de tofe escoc¨¦s casero; unos cuantos tubitos de aluminio, algunos con cables rojos sobresaliendo; cinco botellitas medicinales de 250 mililitros, de color marr¨®n oscuro, llenas de l¨ªquido; cinco tapones de reserva para las mismas, y una bolsa de lo que parec¨ªa az¨²car y era en realidad clorato de potasa.
A trav¨¦s de Salva me explic¨® que cada porci¨®n conten¨ªa 200 gramos de explosivo pl¨¢stico y que los tubos eran detonadores. Los que ten¨ªan cables eran el¨¦ctricos y detonaban con pilas, mientras que los sencillos lo hac¨ªan por la alt¨ªsima temperatura producida por la reacci¨®n del ¨¢cido sulf¨²rico con una mezcla de clorato de sodio y az¨²car. Las botellas conten¨ªan ¨¢cido sulf¨²rico, y los tapones extra se hab¨ªan modificado especialmente para cambiarlos por los originales cuando los explosivos estuvieran listos para ser cebados y colocados.
Alberola explic¨® los detalles de la operaci¨®n mientras Salva traduc¨ªa. Mi tarea era entregar los explosivos al contacto junto con una carta, dirigida a m¨ª, que deb¨ªa recoger en las oficinas de American Express en Madrid, y en la que se explicar¨ªan los pormenores del asunto.
Recoger esa carta en Madrid demostr¨® ser un fallo garrafal de toda la operaci¨®n.
La cita deb¨ªa tener lugar en Madrid, en la plaza de La Moncloa, en la acera opuesta al Ministerio del Aire, en la intersecci¨®n entre las calles de Mel¨¦ndez Vald¨¦s y Princesa. La hora, entre las siete y las ocho de la tarde, cualquier d¨ªa entre el 11 y el 14 de agosto. El contacto me identificar¨ªa por un pa?uelo atado a una de mis manos. Se acercar¨ªa y me dir¨ªa, en espa?ol: "?Qu¨¦ tal?", a lo que yo responder¨ªa: "Me duele la mano".
Yo no hablaba espa?ol, as¨ª que, para evitar el incordio de olvidar mis frases y entregar los explosivos al primer espa?ol cordial que me encontrara, me las escribieron junto con las instrucciones. ?ste fue el segundo gran error. Una vez que el contacto se hubiera identificado correctamente deb¨ªa entregarle el paquete con el material, as¨ª como la carta, para despu¨¦s marcharme de inmediato y no hablar m¨¢s con ¨¦l. Si el contacto dec¨ªa algo, yo s¨®lo deb¨ªa responder: "Soy alem¨¢n", y darle a entender que no hablaba ingl¨¦s.
C¨®mo cruzar la frontera era asunto m¨ªo. Alberola me dio un sobre con 350 francos nuevos, que era una cantidad respetable entonces, as¨ª que pod¨ªa elegir entre tomar el tren o un avi¨®n desde Toulouse. En cualquier caso, me convenc¨ª de que el m¨¦todo m¨¢s seguro era hacer dedo.
Alberola puso una pistola autom¨¢tica en la mesa y me pregunt¨® si quer¨ªa un arma. Ver la pistola me record¨® de repente que aquello no se parec¨ªa a entrar en una delegaci¨®n regional del Gobierno brit¨¢nico o en el consulado de un dictador bananero en la seguridad relativa de mi pa¨ªs. Aquello era la vida real, y la muerte -la m¨ªa o la de otro- era una posibilidad real. Alberola y Salva me aconsejaron no tomar el arma con el argumento de que si me deten¨ªan pod¨ªa tener la tentaci¨®n de usarla, lo cual habr¨ªa sido suicida. Adem¨¢s, si iba desarmado no podr¨ªan aplicarme la curiosa ley de fugas espa?ola, que permit¨ªa a las autoridades disparar a cualquiera con la excusa de "tratar de escapar a la detenci¨®n". Decid¨ª no cogerla.
Desde el laboratorio fuimos en coche al piso de otro compa?ero, donde cenamos y discutimos los detalles de mi viaje. Se acercaba la hora de mi tren a Toulouse, as¨ª que envolv¨ª con cuidado los explosivos en mi saco de dormir, hice mi maleta y me llevaron a la estaci¨®n.
A las diez y media de la noche est¨¢bamos en un and¨¦n atestado, a punto de subir al tren bajo el enorme techo de cristal de la estaci¨®n. (...)
Mala uva en la Puerta del Sol
Me empujaron a trav¨¦s de la muchedumbre y me arrojaron sin ceremonias al asiento trasero del taxi que hab¨ªa evitado antes. Era, como sospechaba, un coche de polic¨ªa camuflado. Garc¨ªa Gelabert se sent¨® delante con el conductor. Mi mente zumbaba: parec¨ªan saber un mont¨®n sobre m¨ª, mi nombre y mis ideas pol¨ªticas... Desde luego, ten¨ªan mi pasaporte, pero ?c¨®mo hab¨ªan sabido lo de la carta? Lo ¨²nico que pod¨ªa hacer era ganar tiempo y tratar de prepararme psicol¨®gicamente para lo que me tuvieran reservado. (...)
Interrogatorio
Empujado por detr¨¢s y arrastrado por delante, me sacaron del taxi. Mir¨¦ al cielo por -eso cre¨ªa- ¨²ltima vez y los tres pisos de ventanas con barrotes que miraban al interior del patio. Siempre esposado, me arrojaron por una puerta custodiada por dos polic¨ªas armados, uniformados e impasibles, y me escoltaron, en silencio pero con determinaci¨®n, por tramos de escalera y pasillos sinuosos hasta la sala de operaciones de la Brigada Regional de Investigaci¨®n Social de la Jefatura Superior de Polic¨ªa.
La atm¨®sfera era cl¨ªnica. Me recordaba a un hospital o a una cl¨ªnica dental. Mientras atraves¨¢bamos pasillos muy iluminados pasamos junto a peque?as estancias de consulta con las puertas abiertas o con ventanas reforzadas, a trav¨¦s de las cuales pude vislumbrar a gente sentada en una mesa frente a hombres pulcramente vestidos, con camisas de impoluta blancura y trajes de corte impecable. A algunos les gritaban, y otro estaba recibiendo una paliza de lado a lado del cuarto. Pod¨ªa o¨ªr el alt¨ªsimo sonido de las voces. Una de ellas me pareci¨® estadounidense, y me pregunt¨¦ si habr¨ªan detenido a la pareja de la pensi¨®n de Barcelona, pero nadie se refiri¨® a ellos.
Esos sonidos e im¨¢genes quedaron grabados en mi mente mientras me conduc¨ªan a mi n¨¦mesis. Llegamos a una habitaci¨®n hiperiluminada al final de una enorme estancia abierta, pintada en beis, que ocupaba todo el piso superior. Una ventana daba a la ruidosa Puerta del Sol, la otra se abr¨ªa sobre el patio. Era extra?o o¨ªr los ruidos normales de la ciudad col¨¢ndose por las ventanas abiertas mientras yo habitaba un universo paralelo.
Hombres y mujeres polic¨ªas de paisano se juntaban en peque?os grupos o se sentaban a las mesas que divid¨ªan el espacio en intervalos regulares. Me arrastraron entre ellos: algunos miraban al vac¨ªo, otros se mostraban curiosos, y otros m¨¢s, agresivos. Hab¨ªa ficheros grises a lo largo de una de las paredes. Sobre ellos yac¨ªan montones de carpetas, papeles y libros polvorientos y desechados.
El espacio era mucho mayor que cualquier otro que hubi¨¦semos atravesado. En una esquina hab¨ªa un cuarto m¨¢s peque?o con otra mesa y sillas de tubo. En la pared opuesta se abr¨ªan a otras dependencias dos amplias ventanas rectangulares. Resultaron ser espejos camuflados por los que se pod¨ªa observar a los sospechosos durante los interrogatorios.
Me echaron encima de una silla mientras los inspectores vaciaban el contenido de mis bolsillos: algunas pesetas, francos franceses, un pa?uelo usado, un paquete de tabaco y una caja de cerillas. Gelabert se sent¨® en su mesa y se dirigi¨® a m¨ª en intachable ingl¨¦s.
-Vaya, vaya, se?or Christie. ?Qu¨¦ tenemos aqu¨ª?
Vaciaron el contenido de mi mochila sobre el suelo y empezaron a examinarlo. Primero descubrieron la bolsa con la mezcla de clorato de potasa y az¨²car. Gelabert lo prob¨® con el dedo e hizo un gesto.
-?Qu¨¦ es esto? -pregunt¨® en ingl¨¦s-. No es az¨²car.
Respond¨ª d¨¦bilmente que lo hab¨ªa comprado en Francia, pero a¨²n no lo hab¨ªa usado, pese al hecho de que el paquete estuviera abierto.
En la mochila hab¨ªa dos libros que hab¨ªa comprado en Par¨ªs. Uno de ellos, el C¨¢ndido de Voltaire, lo confiscaron triunfalmente, puede que suponiendo que tambi¨¦n era explosivo a su manera. El otro me lo dejaron: era la edici¨®n de Olympia Press de Justine, del marqu¨¦s de Sade.
Se hab¨ªa corrido el rumor de mi arresto, y la estancia exterior se estaba llenando de curiosos y mirones, algunos en uniforme, aunque la mayor¨ªa de paisano, todos esforz¨¢ndose para ver al terrorista extranjero en carne y hueso. Deb¨ªa de haber unos quince o veinte rondando antes de que un hombre alto entrara en el lugar y les ordenara salir. Era un poco cheposo y su rostro pod¨ªa haber sido pintado por Vel¨¢zquez. Intu¨ª, por c¨®mo se comportaban todos ante ¨¦l, que era el comisario jefe de la BPS, Saturnino Yag¨¹e Gonz¨¢lez, el funcionario a cargo de mi caso.
Era un hombre alto, un grande de Espa?a de mediana edad con el aire de quien espera ser obedecido; autoritario, de complexi¨®n cetrina y con el pelo moteado de canas. Se quit¨® su chaqueta de buen corte y se sent¨® a la mesa frente a m¨ª, sac¨® la pistola autom¨¢tica de la funda de su hombro y la puso en la mesa, entre nosotros dos, mientras proced¨ªa a arremangarse. El tambor del arma me apuntaba ominosamente. Me pareci¨® que me estaba desafiando a cogerla. No dijo nada, pero sus ojos eran dardos que iban sin parar de los agentes que registraban mi mochila a m¨ª.
Finalmente, los que registraban llegaron al saco de dormir. (...)
Sab¨ªan mucho m¨¢s sobre m¨ª que yo sobre ellos. Sab¨ªan que iba a recoger la carta, lo cual significaba que, probablemente, tambi¨¦n sab¨ªan que llevaba explosivos. Estaba claro que ten¨ªa que recomponer mi historia con lo que seguramente ya sab¨ªan, pero era algo de lo que yo no ten¨ªa ni la menor idea. Ten¨ªa que aderezarlo con la verdad tanto como pudiera y al tiempo minimizar lo mucho que revelaba de m¨ª mismo y lo poco que sab¨ªa de la organizaci¨®n. Si hubiera sido mayor y m¨¢s sabio no habr¨ªa dicho nada.
Mi cutre saco naranja estaba sobre el suelo en toda su extensi¨®n mientras lo exploraban con los dedos. Al pie del mismo descubrieron la silueta de los paquetes incriminadores y los extrajeron triunfales. Los desenvolvieron, y pusieron sobre la mesa, frente a m¨ª, los cinco paquetes de 200 gramos de explosivo pl¨¢stico. Todos los ojos se volvieron hacia m¨ª. Intent¨¦ disimular con una mirada tipo "?qu¨¦ demonios es eso y qu¨¦ hace en mi saco de dormir?". No funcion¨®.
El 'poli malo' y el 'poli peor'
Dos agentes empezaron entonces la rutina del poli malo y el poli peor. Una versi¨®n curiosa, pues yo pensaba que al menos uno de ellos tendr¨ªa que ser el poli bueno. Me arrancaban mechones de cabello y me empujaban hacia atr¨¢s hasta que la silla se balanceaba sobre sus patas traseras en un ¨¢ngulo de 45 grados. Uno me manten¨ªa en esa posici¨®n mientras el otro me cruzaba la cara.
Los rostros se cerraban en torno a m¨ª gritando amenazadores, en espa?ol y en ingl¨¦s, que yo era un anarquista venido para matar y lisiar al feliz y pac¨ªfico pueblo de Espa?a. Representaban una escena. (...)
Tras unos pocos minutos de tratamiento rudo, el jefe de la BPS, el comisario general Eduardo Blanco, entr¨® en el cuarto. Probablemente hab¨ªa estado vi¨¦ndolo todo desde detr¨¢s de uno de los espejos. Los otros se levantaron de improviso, pero le saludaron casi casualmente. Se sent¨® a la mesa junto a Saturnino Yag¨¹e, el comisario jefe. Parec¨ªa contento de s¨ª mismo, su sonrisa exudaba un gozo sensual de poder. Sab¨ªa que mi arresto le hab¨ªa ganado unos cuantos puntos. De hecho, poco despu¨¦s ascendi¨® a la cima de la DGS con rango de general.
Blanco era un hombrecillo pulcro con labios finos y exang¨¹es, cabello gris, cara an¨¦mica con papada y ojos adormilados que brillaban como los de una serpiente tras sus gruesas gafas amarillentas. Ten¨ªa una notable semejanza con Franco. Todos la ten¨ªan. Era m¨¢s Goya que El Greco, con el aire de quien est¨¢ acostumbrado a ejercer el poder absoluto tanto sobre sus subordinados como sobre sus prisioneros. Con una cabezada, Blanco se present¨® a s¨ª mismo y a su colega. Su voz graznaba como un gozne sin engrasar y al hablar adelantaba la cabeza como un p¨¢jaro inquisitivo. Su rostro era una m¨¢scara inescrutable. (...)
Era el primer d¨ªa de mi aprendizaje de las t¨¦cnicas de interrogatorio de la dictadura espa?ola, y me iban a dar una clase magistral sobre el tema los descendientes del Santo Oficio de la Inquisici¨®n. (...)
Blanco y Yag¨¹e eran profesionales de la polic¨ªa secreta. No hubo ninguna agresi¨®n clara en esta primera confrontaci¨®n; eso se lo dejaban a sus peones. Ambos se dirig¨ªan a m¨ª como "Stuart". Yag¨¹e, cuyo ingl¨¦s era bueno, comenz¨® preguntando qu¨¦ ten¨ªa planeado hacer con el pl¨¢stico, ahora en la mesa, frente a nosotros, como tabletas del tofe de la abuela.
Me encontraba ante un dilema. Tarde o temprano hablar¨ªa. Los gestos heroicos de desaf¨ªo parec¨ªan inapropiados. ?Iba a decir la verdad, al menos sobre aquello que no pod¨ªa negar? ?Iba a callar o soltar¨ªa lo que a m¨ª me pareciera una historia plausible? Me hab¨ªan dado una peque?¨ªsima muestra de lo que me esperaba si permanec¨ªa en silencio. Tanto decir la verdad como seguir mudo parec¨ªan posiciones contraproducentes, dada la evidencia que hab¨ªa frente a mis ojos. Tambi¨¦n exist¨ªa la posibilidad de que esto les permitiera incriminarme, como a Delgado y Granado, en otras explosiones recientes ocurridas en Madrid.
La BPS ten¨ªa los explosivos y adem¨¢s la carta acusadora recogida en la oficina de American Express. No estaba seguro, pero pod¨ªa presumir que conten¨ªa los detalles del plan de atentado contra Franco, adem¨¢s de la nota con direcciones, fechas y horas, y el c¨®digo con el que reconocer a mi contacto en la cita.
Estaba claro que mi detenci¨®n no hab¨ªa sido cuesti¨®n de azar o de "alguien que dijera mentiras sobre m¨ª", como en el caso de Joseph K. en El proceso, de Kafka. La mentira veros¨ªmil parec¨ªa la mejor opci¨®n. (...) Esto es lo que cont¨¦:
Yo era miembro de las juventudes del Partido Laborista en Glasgow. Mencion¨¦ a un profesor amigo, David, que me traslad¨® a Londres y al que le pregunt¨¦ si pod¨ªa recomendarme alg¨²n sitio para quedarme mientras encontraba trabajo. David me dio la direcci¨®n de una mujer que conoc¨ªa en Notting Hill Gate y que podr¨ªa acogerme, Margaret Hart. M¨¢s tarde, cuando le dije a Margaret que me iba a Par¨ªs, ella me dio la direcci¨®n de un tal Germinal Garc¨ªa, en cuya casa pas¨¦ tres noches. ?l a su vez me present¨® a otro hombre que me pidi¨® que entregara en Madrid un paquete con propaganda antifranquista, a cambio de lo cual recib¨ª 350 francos nuevos. Les dije que hab¨ªa hecho dedo de Par¨ªs a Perpi?¨¢n y que hab¨ªa llegado a Espa?a el 8 de agosto. S¨®lo al llegar a Barcelona me di cuenta de que el paquete conten¨ªa explosivos, lo cual me puso en una situaci¨®n insostenible. Pod¨ªa deshacerme del muerto y volver a Gran Breta?a, pero cualquier transe¨²nte pod¨ªa dar con los explosivos y tener un fatal accidente. Entregar los explosivos a la polic¨ªa era otra posibilidad, pero eso me habr¨ªa supuesto un mont¨®n de tr¨¢mites complicados y, probablemente, que no me creyeran. La otra opci¨®n era entregarlos y salir del pa¨ªs de inmediato. Decid¨ª seguir camino a Madrid.
Blanco y Yag¨¹e
Blanco y Yag¨¹e eran artistas y cient¨ªficos de las t¨¦cnicas de interrogatorio. Comprend¨ªan la psicolog¨ªa, la fisiolog¨ªa y la naturaleza humanas. Me miraban de cerca, observando cada movimiento y cada reacci¨®n. Escuchaban atentos al principio y sin tomar notas ni hacer comentarios o preguntas, salvo cuando me extraviaba, me confund¨ªa o perd¨ªa el hilo de mis pensamientos y empezaba a farfullar. Entonces, Yag¨¹e me hac¨ªa retroceder pregunt¨¢ndome que hice despu¨¦s o por qu¨¦ hice tal o cual cosa.
?sa era la parte f¨¢cil. Tras contar mi historia con todos los meandros en que me hab¨ªa metido al ir invent¨¢ndola, me dieron un caf¨¦ y un cigarrillo. Entonces viraron a un tipo de interrogatorio m¨¢s serio. Blanco orden¨® que salieran todos de la oficina, aparte de los hombres que registraban mis pertenencias en el suelo.
Volvieron a mi historia, punto por punto, esta vez tomando notas y preguntando lo mismo una y otra vez. Lo que m¨¢s me desconcertaba era que nunca pon¨ªan en duda mi relato de los hechos ni me hac¨ªan ver sus espacios vac¨ªos y sus contradicciones. Mi memoria era un cubo de basura de detalles inconsecuentes y mal recordados, pero daba la sensaci¨®n de que ellos sab¨ªan lo que era real y lo que era ficticio. Sus preguntas implicaban que lo conoc¨ªan todo sobre mi misi¨®n: c¨®mo me hab¨ªan reclutado, d¨®nde me hab¨ªan dado los explosivos y todos los movimientos anteriores a mi detenci¨®n. El interrogatorio parec¨ªa un mero formalismo. El hechizo de su infalibilidad se rompi¨® cuando Yag¨¹e dijo que me hab¨ªan entrenado en "una escuela terrorista cercana a Toulouse", una ciudad por la que hab¨ªa pasado brevemente y sin detenerme. De todos modos, segu¨ªa sin saber cu¨¢nto conoc¨ªan realmente.
Cuando estaba pill¨¢ndole el tranquillo a mi historia, convenci¨¦ndome a m¨ª mismo en el proceso, se oyeron detr¨¢s de m¨ª unas respiraciones agudas. Los polic¨ªas hab¨ªan rasgado el forro de mi chaqueta de pana descubriendo los detonadores junto a las instrucciones y direcciones de la cita en Madrid. Blanco no mostr¨® la menor comprensi¨®n:
-?ste es un asunto muy serio, ?sabe?
Claro que lo sab¨ªa.
Lo que yo hab¨ªa hecho, me dijo, la ley espa?ola lo denominaba "bandidaje y terrorismo", un cargo que ca¨ªa bajo jurisdicci¨®n militar y de inmediato significaba la pena de muerte por garrote vil.
Stuart Christie
'Franco me hizo terrorista. Memorias del anarquista que intent¨® matar al dictador'. Temas de Hoy. En el verano de 1964, y con 18 a?os reci¨¦n cumplidos, Stuart Christie viaj¨® a Espa?a cargado de explosivos, como parte de una misi¨®n para matar a Franco organizada por Defensa Interior, un ala radical de la CNT. Fue arrestado por la Brigada Pol¨ªtico Social y sentenciado a 20 a?os de prisi¨®n en Carabanchel. Actualmente vive en Hastings, al sur de Inglaterra.
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