Los ¨²ltimos maharaj¨¢s
La independencia de India, en 1947, dio el golpe de gracia a los ¨²ltimos maharaj¨¢s, 562 hombres que reinaban sobre un tercio del territorio. Esta historia recoge la vida y pasiones de estos pr¨ªncipes, sus caprichos y excentricidades.
El 28 enero de 1908, una espa?ola de 17 a?os, sentada a lomos de un elefante lujosamente enjaezado, hizo su entrada en una peque?a ciudad del norte de India. El pueblo entero estaba en la calle lanzando v¨ªtores a su paso, rindiendo un c¨¢lido homenaje a su nueva princesa, de tez tan blanca como las nieves del Himalaya. Podr¨ªa parecer un cuento de hadas, pero en realidad as¨ª fue la boda de la andaluza Anita Delgado con el riqu¨ªsimo maharaj¨¢ de Kapurtala. Y fue el principio de una historia de amor -y traici¨®n- que se desgran¨® durante casi dos d¨¦cadas.
He seguido los pasos de Anita Delgado por las rutas de India y de Europa, reconstruyendo con todo lujo de detalles, para mi libro Pasi¨®n india, los secretos de su relaci¨®n, que culmin¨® en uno de los esc¨¢ndalos m¨¢s sonados de la India inglesa. Zambullirme en aquella ¨¦poca fabulosa, decadente e irrepetible, y explorar el mundo de los ¨²ltimos maharaj¨¢s, 562 hombres que a principios del siglo XX reinaban sobre un tercio del territorio de India, ha supuesto una inagotable fuente de sorpresas y de diversi¨®n. Kipling dijo que la providencia los hab¨ªa creado para ofrecer un espect¨¢culo al mundo. ?Y qu¨¦ espect¨¢culo! Con sus harenes de Las mil y una noches, sus bacanales er¨®ticas, sus pasiones por las joyas y los palacios, el flamenco y las cacer¨ªas de tigre, los caballos y los Rolls-Royce, esos hombres eran legendariamente caprichosos porque se cre¨ªan de origen divino, porque los ingleses les proteg¨ªan y porque el pueblo les adoraba. Unos eran cultos; otros, encantadores y seductores; otros, crueles o asc¨¦ticos; otros, un poco locos; pero, eso s¨ª, todos exc¨¦ntricos. Para ellos, la extravagancia era una forma de refinamiento.
Dieciocho a?os mayor que Anita Delgado, el maharaj¨¢ de Kapurtala se cri¨® en el har¨¦n, rodeado de sirvientas y ni?eras en un ambiente de confort y lujo inimaginable para cualquier ni?o europeo. Le bastaba ense?ar el pie y un criado le calzaba. Levantaba un dedo y otro acud¨ªa a peinarle. Nunca alzaba la voz porque no era necesario. Una mirada bastaba para transmitir un deseo, inmediatamente interpretado como una orden. Hasta los sirvientes m¨¢s ancianos se postraban ante el ni?o, toc¨¢ndole los pies en signo de veneraci¨®n. Su salud era seguida con la mayor atenci¨®n. Una criada recog¨ªa diariamente el orinal del peque?o y escudri?aba las deposiciones con una mirada atenta. Si encontraba algo raro, le trataba inmediatamente con hierbas medicinales, y si era m¨¢s grave, llamaba al m¨¦dico oficial.
A los ocho a?os empez¨® a engordar, quiz¨¢ porque somatizaba los problemas que supon¨ªa crecer con un pie en un mundo feudal y otro en el siglo XX. De sus tutores ingleses recib¨ªa clases de f¨ªsica y qu¨ªmica, mientras que de los indios aprend¨ªa posturas del Kamasutra. Al principio, nadie se alarm¨® por su sobrepeso; al contrario, el orondo heredero era decididamente un muchacho hermoso. Pero m¨¢s tarde, cuando a los 10 a?os cruz¨® la frontera de los 100 kilos, cundi¨® el p¨¢nico entre los miembros de la corte, que ya le hab¨ªan elegido una primera mujer.
Su primera boda, con una joven india de alta cuna llamada Harbans Kaur, se celebr¨® cuando ambos alcanzaron la meritoria edad de 14 a?os. Para entonces hab¨ªa logrado estabilizar su peso en 130 kilos, lo que alivi¨®, aunque s¨®lo fuese moment¨¢neamente, a sus tutores y al m¨¦dico.
El maharaj¨¢ no vio el rostro de su amada hasta despu¨¦s de la ceremonia de la boda, y lo hizo a trav¨¦s de un espejito: "Me qued¨¦ mirando esos ojos negros, los m¨¢s bonitos que hab¨ªa visto jam¨¢s. Luego sonre¨ª, y ella me devolvi¨® la sonrisa", dej¨® escrito en su diario. Lo que no qued¨® reflejado en ning¨²n diario fue la reacci¨®n de su joven esposa al descubrir el rostro inflado de su imberbe marido, la triple papada, los ojos alica¨ªdos, la tripa descomunal. Ning¨²n diario contar¨ªa en detalle lo que debi¨® de ser su primera impresi¨®n, y luego su primera noche de amor, ella sumisa y asustada, ¨¦l inexperto y peligrosamente obeso. Lo que s¨ª trascendi¨® es que no consumaron el acto. De modo que a la preocupaci¨®n que la corte y la familia hab¨ªan sentido por la obesidad del maharaj¨¢ iba a suceder ahora una profunda inquietud por su vida sexual (y por el porvenir de la dinast¨ªa).
El rumor de que el maharaj¨¢ era incapaz de engendrar circulaba con insidia. Nadie dudaba de su gusto por las mujeres. Varias criadas hab¨ªan contado c¨®mo desde peque?o hab¨ªa intentado acercarse a ellas y, al no dejarse, hab¨ªa intentado comprarlas. Tambi¨¦n era notoria su afici¨®n por las nautch-girls, bailarinas profesionales que acud¨ªan de Lahore, considerada la capital del vicio y del jolgorio. Contratadas para distraer a los soberanos, estaban tambi¨¦n a su disposici¨®n para todo tipo de favores sexuales. No eran prostitutas en el sentido estricto, eran m¨¢s bien el equivalente a las geishas japonesas. Expertas en el arte de satisfacer al hombre, de saber hablarle, de hacerle sentirse a gusto y de entretenerle, eran las encargadas de iniciar a los muchachos en el arte del sexo, as¨ª como en el uso de anticonceptivos. ?stos variaban del coitus interruptus, que llamaban "el salto hacia atr¨¢s", a supositorios que conten¨ªan "caldo de alhel¨ª y miel", y hasta frotarse el pene con alquitr¨¢n, lo que deb¨ªa de ser contundente. Estas bailarinas-cortesanas tambi¨¦n perfeccionaban las ense?anzas del Kamasutra. Les ense?aban que la mujer-gacela, de senos firmes, anchas caderas, nalgas redondas y yoni peque?o (casi 15 cent¨ªmetros), es muy compatible en el amor con el hombre-liebre, sensible "a las cosquillas en los muslos, en las manos, bajo la planta de los pies y en el pubis". El hombre-semental, a quien le gustan las mujeres robustas y las comidas copiosas, lo hace de maravilla con la mujer-yegua, de muslos rellenos y fuertes, cuyo sexo huele a s¨¦samo y cuya "casa de kama tiene una profundidad de nueve dedos".
La familia del obeso maharaj¨¢ confiaba en que las bailarinas podr¨ªan hacer que el maharaj¨¢ funcionase. Pero el resultado era siempre el mismo: el chico ten¨ªa dificultad en copular a causa de su barriga, que ahogaba y aprisionaba el pene aunque ¨¦ste estuviera en erecci¨®n. A la espera de encontrar una soluci¨®n al problema, mandaban intervenir a una cortesana, cuya ¨²nica y exclusiva misi¨®n era cuidar la calidad del semen real, porque de ello depend¨ªa la buena calidad de los hijos y, en consecuencia, la buena calidad del gobierno que acabar¨ªan asumiendo, de manera que vigilar el semen era, en las cortes de los maharaj¨¢s, cuesti¨®n de Estado. En India siempre se ha pensado que la abstinencia provoca una acumulaci¨®n excesiva de esperma, y que ¨¦ste puede cortarse, exactamente igual que la leche o la mantequilla. Por eso, esta concubina se presentaba peri¨®dicamente ante el pr¨ªncipe para recoger, mediante h¨¢biles manipulaciones, su semen en un trapito de algod¨®n que luego quemaba en el jard¨ªn del palacio en presencia de un funcionario que ostentaba el pomposo t¨ªtulo de guardi¨¢n de las Deyecciones Reales.
Otro guardi¨¢n, el de los elefantes, fue la pieza clave para solucionar el problema sexual del maharaj¨¢. El hombre declar¨® que los paquidermos no se reproduc¨ªan en cautividad no porque fueran t¨ªmidos, sino porque necesitaban una postura y un ¨¢ngulo especiales que no pod¨ªan conseguir ni en el zool¨®gico ni en las cuadras. Se le hab¨ªa ocurrido un truco. Hab¨ªa construido un peque?o mont¨ªculo de tierra y piedra en el bosque detr¨¢s del palacio. All¨ª, las elefantas se tumbaban y la pendiente facilitaba mucho el trabajo del macho. El resultado hab¨ªa sido espectacular. Los bramidos que rasgaban las tranquilas noches de Kapurtala eran buena prueba de ello, como lo era el mayor n¨²mero de cr¨ªas que nac¨ªan.
La declaraci¨®n del guardi¨¢n devolvi¨® la esperanza a la corte. ?C¨®mo aplicar su idea al caso del maharaj¨¢? La respuesta la dio el ingeniero brit¨¢nico J. S. Elmore, que dise?¨® y construy¨® una cama inclinada, hecha de metal y de madera con un colch¨®n el¨¢stico, inspirada en la idea del guardi¨¢n de elefantes. Las m¨¢s bellas cortesanas probaron el invento con el maharaj¨¢, y la sonrisa de satisfacci¨®n que esgrim¨ªan quienes esperaban en uno de los salones del palacio a que terminase la prueba lo dec¨ªa todo. ?Qu¨¦ ¨¦xito! El pr¨ªncipe consigui¨® copular? ?varias veces!
Nueve meses despu¨¦s de aquel glorioso d¨ªa en la historia de Kapurtala, la joven esposa daba a luz a su primer reto?o. Luego el maharaj¨¢ no par¨®: en los a?os sucesivos tuvo cuatro hijos con otras cuatro esposas, sin contar con los que tuvo con sus concubinas. ?stas se sent¨ªan en general felices en el har¨¦n porque escapaban as¨ª a una vida de miseria en el campo, y porque ten¨ªan la seguridad de que, aun dejando de estar en la lista de favoritas, nunca les faltar¨ªa de nada, ni a ellas ni a sus hijos, porque as¨ª lo mandaba la tradici¨®n. A lo que se ve¨ªa obligado el maharaj¨¢ para controlar la demograf¨ªa del har¨¦n era a someterlas a una ligadura de trompas a partir del segundo hijo. Sus ministros, que eran hombres sofisticados, se ve¨ªan a veces en la obligaci¨®n de abandonar sus tareas al servicio del Estado para buscarle mujeres. "He estado en Cachemira y he tra¨ªdo dos chicas para su alteza", dec¨ªa uno de ellos en una carta. "El problema es que nunca te libras de la sospecha por parte del raj¨¢ de que uno mismo tambi¨¦n las haya disfrutado".
Pero las extravagancias del maharaj¨¢ de Kapurtala eran menudencias comparadas con las de sus colegas, algunos de los cuales se hicieron muy amigos de Anita Delgado. El nizam de Hyderabad se enamor¨® locamente de la espa?ola. Le hizo suntuosos regalos, que viniendo de ¨¦l ten¨ªan un valor especial porque, a pesar de ser considerado el hombre m¨¢s rico del mundo, era de una proverbial taca?er¨ªa. ?Al final de su vida, remendaba ¨¦l mismo sus calcetines! Pero el se?or indiscutido de los placeres de la carne era un buen amigo del maharaj¨¢, y adem¨¢s vecino suyo. Con sus 130 kilos y los bigotes erguidos como dos cuernos, el maharaj¨¢ de Patiala era conocido por su enorme apetito respecto a la comida (era capaz de zamparse tres pollos seguidos) y al amor (su har¨¦n lleg¨® a contar 350 esposas y concubinas). Era un hombre que ard¨ªa con pasi¨®n animal, un hombre que en una ocasi¨®n no dud¨® en ordenar una incursi¨®n armada en las tierras de su primo el raj¨¢ de Nabha para raptar a una chica rubia y de ojos azules que hab¨ªa avistado cuando cazaba. Ni ¨¦l mismo sab¨ªa el n¨²mero de hijos que ten¨ªa. Un visitante a Patiala cont¨® un d¨ªa 53 cochecitos de ni?os aparcados frente a su palacio. Lo mismo suced¨ªa en Kapurtala, a una escala menor.
Los maharaj¨¢s de Patiala y Kapurtala acabaron haci¨¦ndose muy famosos en Europa: por ser sijs, por ser monarcas de dos Estados de Punjab y por tener fuerte personalidad y presencia. La prensa alud¨ªa a una supuesta rivalidad entre ambos, pero dicha rivalidad nunca existi¨®. A pesar de sus similitudes, eran personajes muy distintos. El n¨²mero de concubinas del de Kapurtala nunca se acerc¨® al de Patiala. ?ste era mucho m¨¢s rico, m¨¢s ostentoso y m¨¢s guerrero. Era fan¨¢tico del polo; Kapurtala lo era del tenis. El estilo de Patiala era el de un monarca oriental; Kapurtala quer¨ªa parecerse m¨¢s a un rey de Francia y se hizo un palacio inspirado en Versalles.
Las aptitudes para el sexo que el maharaj¨¢ de Patiala manifest¨® desde ni?o dejaban perplejos a los timoratos funcionarios ingleses. Coleccionaba mujeres como quien colecciona trofeos de caza, a diferencia de su colega de Kapurtala, que era enamoradizo y capaz de ser fiel durante un cierto tiempo. Adem¨¢s disfrutaba con la compa?¨ªa de mujeres atractivas e inteligentes, y procuraba mantener siempre la amistad aun despu¨¦s de haberse acabado la relaci¨®n sentimental.
Al de Patiala s¨®lo le interesaba el sexo. Durante los t¨®rridos veranos invitaba a sus amigos a ba?arse en su gigantesca piscina y les gratificaba con la presencia en el agua de j¨®venes bellezas con el pecho desnudo, vestidas con un simple pareo de algod¨®n. Bloques de hielo refrescaban el agua, y el monarca nadaba feliz, subiendo de vez en cuando al borde de la piscina para sorber un trago de whisky o tocar un pecho al azar.
En lo que ambos pr¨ªncipes colaboraban -porque lo necesitaban para su ritmo de vida- era en conseguir todo tipo de afrodisiacos. Aparte de saber cu¨¢les eran los mejunjes m¨¢s eficaces y las sustancias susceptibles de prolongar la erecci¨®n, tambi¨¦n les interesaba descubrir si exist¨ªa alguna manera de devolver la juventud a una amante entrada en a?os para que siguiera atray¨¦ndoles como el primer d¨ªa. Gracias al contacto proporcionado por su amigo el maharaj¨¢ de Kapurtala, el de Patiala contrat¨® a unos m¨¦dicos franceses, entre los que se encontraba el doctor Joseph Dor¨¦, de la Facultad de Medicina de Par¨ªs. ?l se encargaba de las operaciones m¨¢s serias, incluyendo las ginecol¨®gicas, a las que el maharaj¨¢, dato curioso, le gustaba asistir. De modo que convirti¨® un ala de su palacio en un laboratorio cuyas probetas y tamices produjeron una ex¨®tica colecci¨®n de perfumes, lociones y filtros. Pero no era suficiente para multiplicar el vigor sexual que necesitaba. Al final, los m¨¦dicos franceses trajeron una m¨¢quina de radiaciones. Sometieron al pr¨ªncipe a un tratamiento de radio, garantiz¨¢ndole que aumentar¨ªa "el poder espermatog¨¦nico, la capacidad de los test¨ªculos y la estimulaci¨®n del centro de erecci¨®n". Pero no era la p¨¦rdida de calidad de su esperma lo que aflig¨ªa al maharaj¨¢ de Patiala, sino otro mal que afectaba a muchos de sus colegas: el aburrimiento y un monumental egocentrismo. Cuando, a?os m¨¢s tarde, un periodista le pregunt¨®: "Alteza, ?por qu¨¦ no industrializa Patiala?", el maharaj¨¢, como si le hubieran hecho una pregunta est¨²pida, respondi¨®: "Porque entonces ser¨¢ imposible conseguir cocineros y sirvientes. Todos se pasar¨ªan a la industria. ?Ser¨ªa un desastre!".
Generalmente, cuanto m¨¢s ricos y poderosos, m¨¢s exc¨¦ntricos se mostraban. Un pr¨ªncipe de un Estado del sur, gran cazador de tigres, acusado de utilizar beb¨¦s como cebo, se disculp¨® con el argumento de que no hab¨ªa fallado un solo tigre en toda su vida, lo que era cierto. El maharaj¨¢ de Gwalior mand¨® traer una gr¨²a especial para izar sobre el tejado de su palacio al m¨¢s pesado de sus elefantes, con el resultado de que el tejado se hundi¨® y el animal acab¨® herido. Aleg¨® que hab¨ªa decidido comprobar la solidez del tejado de su palacio porque hab¨ªa comprado en Venecia un candelabro gigantesco para rivalizar con los que colgaban de los techos del palacio de Buckingham. Ese mismo maharaj¨¢ era tan aficionado a los trenes que hab¨ªa mandado fabricar uno en miniatura cuyas locomotoras y vagones circulaban sobre una red de rieles de plata maciza entre la cocina y la inmensa mesa de comedor de su palacio. El cuadro de mandos estaba instalado en el lugar donde se sentaba. Manipulando manivelas, palancas, botones y sirenas, el maharaj¨¢ regulaba el tr¨¢fico de los trenes que transportaban bebidas, comida, cigarros o dulces. Los vagones-cisterna, llenos de whisky o de vino, se deten¨ªan ante el comensal que hubiera pedido una copa. La fama de ese tren lleg¨® hasta Inglaterra, cuando una noche, durante un banquete ofrecido a la reina Mar¨ªa, a causa de un cortocircuito en el cuadro de mandos las locomotoras se lanzaron desbocadas por el comedor, salpicando vino y jerez, proyectando pinchos de queso con espinacas y pollo al curry sobre los trajes de las se?oras y los uniformes de los caballeros. Fue el accidente de ferrocarril m¨¢s absurdo de la historia.
Las extravagancias no ten¨ªan l¨ªmite. Un maharaj¨¢ de Rajast¨¢n llevaba todos sus asuntos, incluidos los consejos de ministros y los juicios, desde el cuarto de ba?o porque era el lugar m¨¢s fresco de palacio. Otro se excitaba sexualmente con los gemidos de las parturientas. El maharaj¨¢ Jay Singh de Alwar, que compraba los Hispano-Suiza de tres en tres, los mandaba enterrar ceremoniosamente en las colinas alrededor de su palacio a medida que se iba cansando de ellos.
En el olimpo de las extravagancias, las del nabab de Junagadh, un peque?o Estado al norte de Bombay, destacaban sobre las dem¨¢s. El pr¨ªncipe ten¨ªa pasi¨®n por los perros, de los que lleg¨® a tener 500. Hab¨ªa instalado a sus favoritos en apartamentos con electricidad, donde eran servidos por criados a sueldo. Un veterinario ingl¨¦s con especialidad canina dirig¨ªa un hospital ¨²nicamente para atenderles. Los que no ten¨ªan la suerte de salir con vida de la cl¨ªnica eran honrados con funerales al son de la Marcha f¨²nebre de Chopin. El nabab salt¨® a la fama nacional cuando se le ocurri¨® celebrar el matrimonio de su perra Roshanara con su labrador preferido, llamado Bobby, en el transcurso de una grandiosa ceremonia a la que invit¨® a pr¨ªncipes y dignatarios, incluido el virrey brit¨¢nico, quien declin¨® la invitaci¨®n "con gran pesar". Cincuenta mil personas se api?aron a lo largo del cortejo nupcial. El perro iba vestido de seda y llevaba pulseras de oro, mientras la novia, perfumada como una mujercita, luc¨ªa joyas con pedrer¨ªa. Durante el banquete sentaron a la feliz pareja a la derecha del nabab y luego fueron conducidos a uno de los apartamentos para que consumaran all¨ª su uni¨®n.
A principios del siglo XX, conseguir casarse con una europea se convirti¨® en una excentricidad m¨¢s. Para todos esos pr¨ªncipes, expertos en el arte de amar, la mujer blanca era el m¨¢s preciado de los trofeos porque encarnaba todo el misterio, la emoci¨®n y el placer que ofrec¨ªa Occidente, un mundo nuevo del que de alguna manera deseaban apropiarse. Tambi¨¦n porque era el m¨¢s dif¨ªcil de obtener. Poseer una mujer blanca era considerado un s¨ªmbolo exterior de gran lujo y ex¨®tico esplendor.
Cuando el maharaj¨¢ de Kapurtala se enamor¨® de Anita Delgado hab¨ªa dejado de ser obeso y luc¨ªa la imponente silueta con la que se dio a conocer en toda Europa. Tambi¨¦n se hab¨ªan atemperado sus ardores sexuales y mostraba una decidida inclinaci¨®n por la monogamia. Pero su boda, una de las primeras entre un pr¨ªncipe indio y una europea, fue considerada una afrenta tanto por los brit¨¢nicos como por su familia. Sus otras mujeres no entend¨ªan por qu¨¦ la espa?ola no estaba obligada a vivir en el har¨¦n. Por otra parte, los brit¨¢nicos estaban desconcertados. La s¨²bita pasi¨®n por mujeres blancas amenazaba con trastornar el orden social de la Inglaterra victoriana. La uni¨®n entre europeas y pr¨ªncipes indios implicaba el reconocimiento de una igualdad f¨ªsica y emocional que cuestionaba la jerarqu¨ªa racial y de clase del imperio. Aparte de ser considerada una aberraci¨®n moral, la mezcla de razas pod¨ªa crear una clase de anglo-indios capaces en el futuro de desafiar al poder brit¨¢nico. Algo parecido les hab¨ªa sucedido en Am¨¦rica con la emergencia de una clase de colonos que hab¨ªa socavado el gobierno de los ingleses, para su gran humillaci¨®n. No estaban dispuestos a que ocurriese lo mismo en India, la joya de la corona.
El problema es que no sab¨ªan muy bien c¨®mo lidiar con ese ej¨¦rcito de manicuras, bailarinas, colegialas y mujeres europeas y americanas de dudosos antecedentes que seduc¨ªan a los pr¨ªncipes de su imperio. Tratar de impedir esas uniones era un poco como poner puertas al campo. A Anita le hicieron la vida imposible, neg¨¢ndose a reconocer la validez de su matrimonio. Pero ella era tan seductora y tan distinta al resto de las mujeres, ya fuesen indias o europeas, que hasta los brit¨¢nicos que la denostaban ard¨ªan en ganas de conocerla. Su marido la apoy¨® siempre, lo que le vali¨® serios enfrentamientos con las autoridades brit¨¢nicas. El maharaj¨¢ no dud¨®, en m¨²ltiples ocasiones, en recordarle al virrey que hubo un tiempo, al principio de la colonizaci¨®n, en que los ingleses no viv¨ªan como una minor¨ªa encerrada en sus cuarteles, sus fuertes y sus palacios, horrorizados ante la idea de mezclarse con los dem¨¢s. Eran hombres que llegaban a un pa¨ªs que arrastraba una civilizaci¨®n vieja de 10.000 a?os, refinada y tolerante en las costumbres; fruto de una intensa mezcla de culturas, etnias y religiones. Una civilizaci¨®n que les hab¨ªa ense?ado la higiene y el amor. ?Acaso las indias no comparaban a los soldados brit¨¢nicos con gallitos de pueblo a causa de su brusquedad sexual? Gracias a las mujeres indias, los ingleses pudieron dar rienda suelta a las fantas¨ªas er¨®ticas m¨¢s sofisticadas. ?C¨®mo le gustaba repetirle al virrey la historia de sir David Ochterlony, m¨¢xima autoridad brit¨¢nica en Delhi en tiempos del imperio mogol, que recib¨ªa tumbado en el div¨¢n, fumando un narguil¨¦, tocado de un gorro mogol, vestido con un fald¨®n de seda y siendo abanicado por criados con plumas de pavo real! Todas las noches, sus 13 mujeres le segu¨ªan en procesi¨®n por toda la ciudad, cada una montada en su propio elefante. Aquellos ingleses, que hab¨ªan venido a conquistar, se hab¨ªan dejado conquistar por India.
El maharaj¨¢ de Kapurtala siempre crey¨® que ambos mundos eran complementarios, que se necesitaban el uno al otro y que tarde o temprano acabar¨ªan fundi¨¦ndose. Dedic¨® toda su vida a colmar el abismo que separaba a Oriente de Occidente, y en el que ¨¦l y su mujer Anita estaban atrapados. Fue el monarca que m¨¢s tiempo rein¨®: 55 a?os. Muri¨® cuando India acababa de alcanzar la independencia. A su funeral acudieron m¨¢s de un mill¨®n de personas. Olvidadas las excentricidades, ven¨ªan a honrar la memoria de un pr¨ªncipe abierto y progresista que dot¨® a su reino de escuelas, hospitales y tribunales de justicia, y que siempre vel¨® por el buen entendimiento entre las distintas comunidades religiosas y ¨¦tnicas. El imborrable recuerdo que dej¨® entre su pueblo perdura hasta hoy. Muchos otros pr¨ªncipes fueron hombres justos y buenos gobernantes, lo que explicar¨ªa que en mil a?os de historia ni un solo maharaj¨¢ fuese asesinado por sus s¨²bditos. Desde nuestra ¨¦poca globalizada y violenta, los gloriosos d¨ªas del esplendor de los maharaj¨¢s parecen tan lejanos como los de los emperadores mogoles. Siempre permanecer¨¢ el brillo de su recuerdo, como las joyas que guardaban en cofres de s¨¢ndalo y que siguen centelleando, a pesar del polvo y la decrepitud, en el firmamento de la historia.
El libro 'Pasi¨®n india' (Seix Barral), escrito por Javier Moro, en el que se recoge la historia de los maharaj¨¢s, sale a la venta esta semana.
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