El monstruo azul
Parece ser que muchos campesinos japoneses nunca aceptaron que las destrucciones de Hiroshima y Nagasaki fueran obra del hombre. Para ellos resultaba inconcebible una autor¨ªa de este tipo, puesto que, desde siempre, devastaciones tan extremas eran monopolio exclusivo de los dioses. ?nicamente ¨¦stos, al juzgar y castigar, pod¨ªan desatar una violencia infinitamente m¨¢s poderosa que la que los hombres, con sus guerras y peleas, se pod¨ªan permitir. Y aquella incredulidad campesina estaba ciertamente justificada, puesto que, en efecto, hasta el siglo XX las grandes cat¨¢strofes escapaban a la mano del hombre y s¨®lo la tecnolog¨ªa exterminadora moderna, con su culminaci¨®n en la bomba at¨®mica, hab¨ªa quebrado el supuesto monopolio divino.
Nosotros nos hemos ido acostumbrando a la idea de que el hombre puede causar el fin del hombre. Pero hasta hace unas pocas d¨¦cadas esta posibilidad no era contemplada por ning¨²n mito o cultura. Para eso ten¨ªamos a los dioses, nuestro dique frente al tiempo y a la muerte y, asimismo, el brazo ejecutor de lo demasiado incomprensible. Apenas hay tradiciones en las que est¨¦ ausente el ¨¢nimo aniquilador de un dios que, dolido con nuestros pecados o simplemente harto de nosotros, no se lance a la aniquilaci¨®n de los hombres. En las nuestras, esta actitud se repite en la Biblia y, del lado griego, est¨¢ presente en las furias relampagueantes de Zeus. Sin embargo, tambi¨¦n en las otras civilizaciones encontramos, casi sin excepciones, la figura del dios devastador que se venga de los humanos. Ha sido durante milenios la mejor manera de explicar lo inexplicable.
Hubo, no obstante, tambi¨¦n, en los d¨ªas inmediatos a la destrucci¨®n de Hiroshima, ciudadanos japoneses cultos e incr¨¦dulos con respecto a los viejos dioses que se negaron a aceptar la informaci¨®n que les llegaba con el argumento de que el hombre era incapaz de un acto como aqu¨¦l. Seg¨²n los testimonios, este escepticismo era a veces de ¨ªndole t¨¦cnica, por desconocimiento de la reci¨¦n experimentada bomba, y a veces de car¨¢cter moral, dado que lo humano dif¨ªcilmente pod¨ªa provocar una acci¨®n tan inhumana. En consecuencia se trataba, a la fuerza, de la naturaleza, causante ¨²nica del desastre.
Asimismo, esta actitud, como la de los campesinos, era comprensible, puesto que, descartados los dioses, el pensamiento ilustrado moderno hab¨ªa se?alado hacia la naturaleza para entender tanto los bienes como los males. Era m¨¢s l¨®gico racionalmente pensar en una naturaleza exterminadora que en una humanidad que acariciaba su propio apocalipsis. Expulsado dios del escenario quedaba ahora, en el lugar de la desolaci¨®n, la firma de la naturaleza, aunque disfrazada a menudo con la m¨¢scara de una divinidad negativa.
Cuando nos esforzamos por buscar precedentes al cataclismo en el sureste asi¨¢tico debemos remitirnos obligadamente, al menos respecto a Europa, a la destrucci¨®n de Lisboa el d¨ªa 1 de noviembre de 1755. Muchos hechos coinciden: la brutalidad del terremoto, el efecto mort¨ªfero del maremoto, la circunstancia de producirse en pleno d¨ªa, con la consiguiente proliferaci¨®n de testigos presenciales. Nosotros vivimos bajo el impacto de las im¨¢genes procedentes de Asia. En la segunda mitad del siglo XVIII y aun a principios del XIX varias generaciones de escritores quedaron marcados por un acontecimiento que rompi¨® la feliz consigna Todo est¨¢ bien. (La Academia de Berl¨ªn propuso como tema de estudio para aquel a?o 1755 "analizar el sistema de Pope contenido en la proposici¨®n Todo est¨¢ bien").
Gran parte de estos escritores, la mayor¨ªa agn¨®sticos o expl¨ªcitamente ateos, recurrieron a distintos disfraces del dios negativo para interpretar lo acaecido en Lisboa. Voltaire dio la pauta en El poema sobre el desastre de Lisboa, publicado un a?o despu¨¦s del terremoto y en el que, con una rabia in¨¦dita en su obra, indaga en el trasfondo de una violencia de la naturaleza que se confunde con la ra¨ªz del mal. Tras las huellas de Voltaire, pero mucho m¨¢s radical, Sade acudir¨¢ tambi¨¦n al suceso lisboeta para apoyar su hip¨®tesis de un dios monstruoso y, d¨¦cadas m¨¢s tarde, Leopardi, recordando todav¨ªa aquel hecho, aludir¨¢ a la existencia de un cosmos patol¨®gico. Parad¨®jicamente fue Rousseau quien, defendiendo el derecho a la esperanza, dirigi¨® una carta a Voltaire en la que combat¨ªa su pesimismo y le recriminaba que su "metaf¨ªsica del mal" era un lujo que los pobres no pod¨ªan permitirse.
Rousseau ten¨ªa raz¨®n, pero su raz¨®n no bastaba para abrazar el horizonte de incertidumbre abierto tras la cat¨¢strofe de Lisboa. Ahora ocurre algo semejante cuando tratamos de calibrar nuestra aproximaci¨®n a la tragedia asi¨¢tica. Lo evidentemente acertado, en primera instancia, es una prolongaci¨®n del pragmatismo rousseauniano: los pobres, los supervivientes, no pueden permitirse lujos metaf¨ªsicos. Pero, incluso para ellos, es necesario buscar una explicaci¨®n, aunque ¨¦sta sea brumosa y oscura, pues de lo contrario la indefensi¨®n es absoluta. Ishava Sevanthi, una ni?a de ocho a?os de Sri Lanka, superviviente del maremoto, dibuja monstruos azules en su cuaderno mientras a¨²n siente terror por aquel monstruo azul que de repente seg¨® la vida a su alrededor. Ha encontrado una explicaci¨®n que le sirve y que quiz¨¢ pueda salvarle en el futuro.
Nosotros, los espectadores del drama en todo el mundo, tambi¨¦n inconscientemente hemos hallado una a trav¨¦s de una palabra: tsunami. Hemos aprendido que tsunami significa "ola gigantesca", pero empleamos este t¨¦rmino y no su traducci¨®n, o el id¨®neo "maremoto", porque as¨ª, en cierto modo, demonizamos -es decir, deificamos- el fen¨®meno, lo conjuramos y, lo que es m¨¢s importante, nos sentimos, quiz¨¢ por primera vez en nuestras vidas, unidos como humanos frente a lo irreparable. Decimos tsunami y pensamos en un asesino masivo; escribimos tsunami como si tuvi¨¦ramos ya al protagonista del mal y poner, as¨ª, a salvaguarda una idea ben¨¦fica de naturaleza. Obviamente no ignoramos todos los an¨¢lisis que nos proporcionan los cient¨ªficos acerca de los movimientos del planeta. Pero el tsunami, recogido minuciosamente en estos an¨¢lisis, va m¨¢s all¨¢ de ellos para convertirse en una especie de deidad negativa con las sugerencias terror¨ªficas y grotescas que acostumbran a poseer estas deidades.
No podemos culparnos por acudir a esta explicaci¨®n sim-b¨®lica porque no debemos culparnos de su descarnada causa. En este sentido no comparto en absoluto cierta difusa culpabilidad por la que, invirtiendo los t¨¦rminos de lo acontecido en Hiroshima, algunas voces responsabilizan al "hombre" de algo que, por desgracia o por fortuna, le desborda por completo. Por m¨¢s que sea cierto que, como ya le recordaba Rousseau a Voltaire, la codicia y estulticia humanas aumentan la resonancia de los grandes cataclismos, la tragedia de Asia se enra¨ªza en un poder tan descomunal que los peque?os poderes de los hombres palidecen enteramente ante ¨¦l.
El tsunami, en medio del horror, tiene la virtud de colocarnos frente a un espejo in¨¦dito para mirarnos y ver, no la culpa de los hombres (ya culpables de demasiadas cosas) ni la culpa de Dios (para tranquilidad de san Agust¨ªn este "mal existe", exista o no Dios), sino nuestra fragilidad. Y esto quiz¨¢ llegue a ser una lecci¨®n esperanzadora, puesto que es al sentirse fr¨¢gil cuando el hombre es capaz de olvidar la arrogancia para recuperar su aut¨¦ntica fortaleza.
Nunca nos libraremos del monstruo azul. En realidad, aunque lo hubi¨¦ramos olvidado, nunca nos habr¨ªamos librado. Pero es muy probable que, transcurridos unos a?os -pocos o muchos-, Ishava Sevanthi mire de nuevo hacia all¨¢ y vea ¨²nicamente la belleza del mar.
Rafael Argullol es escritor y fil¨®sofo.
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