Deber¨ªan llover l¨¢grimas...
Por lo tanto almuerzo en una constelaci¨®n de peque?os restaurantes en torno al sitio en el que escribo, algunos con terrazas min¨²sculas, de dos o tres mesas, en la acera, sillas met¨¢licas, una sombrilla que nos protege de las palomas. Me gusta comer solo alzando la cabeza hacia el televisor, junto al techo, o leer el peri¨®dico con noticias de cr¨ªmenes que cojo encima del arc¨®n congelador. El barrio es feo y modesto, unos metros cuadrados de provincia en medio de la ciudad, hay por ejemplo un hombre que trabaja por turnos y en sus d¨ªas libres cruza la calle para tomarse una copa, con albornoz y zapatillas. Algunos de los autom¨®viles, estacionados hace siglos, se cubren de ¨®xido y de hojas, con los neum¨¢ticos vac¨ªos y uno de los faros roto. A dos pasos del lugar donde trabajo uno de ellos se va reduciendo a las llantas, se deshace; justo abajo, en la direcci¨®n de Conde de Redondo, comienza el v¨ªa crucis de las mujeres de la vida y de los travestis opulentos, con las nalgas al aire y pelucas de pl¨¢stico, sin hablar de la complicada jerarqu¨ªa de chulos que marca territorios y vigila las esquinas. Pensiones baratas de media hora. Un carrusel de clientes que bajan dos dedos del cristal de la ventanilla negociando precios: todo pat¨¦tico, burdo, violento, en los espacios entre las farolas donde se juntan sombras y cubos de basura. El escaparate de la florer¨ªa, cerrada, parece llenarse de coronas f¨²nebres. En el peque?o restaurante todos alzamos la cabeza a la vez, masticando, hacia las im¨¢genes del techo. Una viuda con una orqu¨ªdea de tela en la chaqueta deja, pasmada, que gotee la cuchara de sopa. Lleva u?as color naranja, fosforescentes. Y yo dejo que gotee la cuchara de sopa, pasmado ante las u?as: Dios m¨ªo, c¨®mo me siguen sorprendiendo las personas. Los dedos de la viuda, gordos, tocan la orqu¨ªdea con un esmero de antenas, se aseguran de su presencia, descansan. Vive aqu¨ª cerca, en un bajo, de vez en cuando se santigua. Por la ventana abierta, una miniatura de la Venus de Milo en la c¨®moda. Lo min¨²sculo de esta vida me conmueve: el cuidado que a¨²n dedica a su aspecto
Y yo dejo que gotee la cuchara de sopa, pasmado ante las u?as: Dios m¨ªo, c¨®mo me siguen sorprendiendo las personas
(polvo de arroz, carm¨ªn)
y la tarjeta de la consulta del hospital, que asoma de su bolso al coger el monedero
(?de qu¨¦ estar¨¢ enferma?)
me dan ganas de acompa?arla a ver al m¨¦dico y hacerme cargo de ella. ?Ser¨¢ mi vida mejor, ser¨¢ mi vida, igualmente peque?a, m¨¢s importante, ser¨¢ mejor? La viuda sale despacio del restaurante y el perfume la acompa?a en su ropa, detr¨¢s de ella, fiel como un perrito invisible. La estela del perfume que no la acompa?a se demora flotando entre nosotros, azucarada y densa. Con la partida de la viuda, el restaurante se ha vuelto vulgar, an¨®nimo. Siento la falta de la orqu¨ªdea. Siento la falta de muchas orqu¨ªdeas a lo largo de mi vida, de muchos perfumes. Las amigas de mis abuelas, por ejemplo, rodeadas de nubes arom¨¢ticas, cogiendo la taza de t¨¦ con una solemnidad eucar¨ªstica. Las marcas rojas de sus bocas en las servilletas, en el filtro de los cigarrillos, en los pa?uelitos. Siento la falta de pa?uelitos con iniciales, aunque una muchacha mulata, tomando caf¨¦ en la barra, me desordene el pasado: la armon¨ªa secreta entre sus gestos y sus caderas ahuyenta a las amigas de mis abuelas hacia el s¨®tano de los recuerdos sin inter¨¦s, donde el profesor de Dibujo Geom¨¦trico insiste, con una furia cuyo raz¨®n no consigo entender
-Voy a suspenderte, bandido
mientras yo masco chicles desafiantes. El profesor parece bailar sobre sus piernecitas cort¨ªsimas
-Escupe eso, maleducado
y sigo mascando, mir¨¢ndolo a los ojos, dispuesto a apu?alarlo con el tiral¨ªneas. Qu¨¦ estupidez el instituto: hicieron lo posible por transformarme en un secretario de Estado en germen o en un gestor de empresas, reuniendo en m¨ª un montoncito de lugares comunes majestuosos. Fracasaron y por lo tanto almuerzo, con prisa, en una constelaci¨®n de peque?os restaurantes con terrazas min¨²sculas: la viuda de la orqu¨ªdea avanza con dificultad hacia su casa: deber¨ªan llover l¨¢grimas cuando el coraz¨®n pesa mucho. La muchacha mulata ha acabado su caf¨¦, se ha ido. Es decir: sigui¨® dentro de m¨ª despu¨¦s de irse, meneando el cuello y sacudiendo el pelo. Un anillo de fantas¨ªa, con una piedra enorme, daba a sus ademanes un aire episcopal. ?Por qu¨¦ demonios la Iglesia cat¨®lica no ordena a las mujeres? D¨¦me la bendici¨®n, se?ora, porque he pecado. En cuanto ella piensa que dentro de unos a?os se volver¨¢ igualita a la viuda de la orqu¨ªdea, con su andar trabajoso: no le faltar¨¢ ni la tarjeta de la consulta, la prisa de las enfermeras, las largas esperas, estos comprimidos despu¨¦s de la cena, estas gotas antes y ahora preste atenci¨®n, no lo mezcle todo, no se equivoque. La pobre aturdida en la farmacia, con miedo a que el dinero no le alcance. Pide que le f¨ªen:
-Pasar¨¦ por aqu¨ª a fin de mes
y el farmac¨¦utico, desde el mostrador, sin creer en la promesa. Usan bata en su af¨¢n de parecer m¨¢s limpios
(no parecen m¨¢s limpios)
se impacientan. ?Cu¨¢nto dar¨¢n, en las casas de empe?o, por un anillo de fantas¨ªa con una piedra enorme, por una armon¨ªa perdida entre los gestos y las caderas? El profesor de Dibujo Geom¨¦trico
-Te voy a suspender, bandido
se muri¨® de golpe
(tac)
de diabetes y debe de estar ocup¨¢ndose de suspender a los santitos del cielo, lleno de amenazas rid¨ªculas. Mis padres, preocupados, me buscaron un profesor particular de Dibujo: c¨®mo habr¨¢n sufrido con mis indiferencias acad¨¦micas. El profesor particular no me ense?¨® nada: lo ¨²nico que yo o¨ªa era el piano en el piso de arriba. Perspectivas tenebrosas:
-Ser escritor es ideal para morirse de hambre.
Lamentaciones:
-?Por qu¨¦ no eres como los dem¨¢s?
Advertencias:
-Si sigues as¨ª, no saldr¨¢s de la habitaci¨®n durante las vacaciones de Navidad.
Quer¨ªan lo que consideraban que era mi felicidad, creo yo. Quisieron, y quisieron bien, pero no sirvi¨® de nada. La viuda de la orqu¨ªdea lleg¨® finalmente a la puerta de su casa y mir¨® hacia atr¨¢s, con toda la tristeza del mundo en su cara envejecida: palabra de honor de que deber¨ªan llover l¨¢grimas cuando el coraz¨®n pesa mucho.
Traducci¨®n de Mario Merlino.
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