Como pantera dormida
Callejeo por una capital venerada y decadente
Por la alegr¨ªa, la belleza del mundo penetra en nuestra alma. Por el dolor entra en el cuerpo. Por la desdicha, sin embargo, se establece un v¨ªnculo. En cualquiera que haya estado en la desdicha durante un tiempo muy prolongado se crea una complicidad con la propia desdicha. Es tal vez ¨¦se el primer pensamiento que se tiene a la altura del famoso Coppelia, al contemplar la enorme fila de cubanos y cubanas que esperan su copita de helado; el de la vinculaci¨®n que ha creado el cubano medio a su desdicha, a la extraordinaria y nost¨¢lgica manera en que la ha integrado en su vida normal. Esa sencilla sorpresa, la de que la perfecta imagen de la desdicha puede ser sencillamente una cola de cubanos que esperan, no se tiene hasta llegar a La Habana.
Desde ese mismo cruce de Coppelia, el de la calle 23 y L, se yergue el grandioso hotel Habana Libre, donde Castro y el Che tuvieron varios encuentros decisivos durante la revoluci¨®n de 1959, en el que hoy tan s¨®lo pueden hospedarse los turistas. Existe el s¨ªmbolo, pero est¨¢ vedado a quien lo venera; nuevamente la desdicha. Alrededor del s¨ªmbolo, la vida bulle en la calle 23, a medida que bajamos desde el barrio residencial del Vedado hacia el Malec¨®n. La vida bulle con lo que de m¨¢s urgente e inmediato posee: el hambre y el sexo. Todo se nos ofrece desde la guasa, banalizado, con una banalidad que esconde una desdicha sorda, asumida, decepcionada. El hecho de que esa desdicha se enmarque en la explosi¨®n de la vida la hace todav¨ªa m¨¢s palpable, y el turista, por mucho que haya tratado de mimetizarse, es descubierto y se acercan a ¨¦l. Es un amigo y un enemigo a la vez; se le toma como a un ser desvalido y poco inteligente, al mismo tiempo que se le venera por lo que ha visto. Es, a la vez, un idiota y una criatura m¨¢gica, como los grifos, las n¨¢yades, las sirenas; puede tomar un avi¨®n y marcharse, puede comprar, puede ver y decir, todo est¨¢ a su disposici¨®n, pero no lo sabe, por eso se le desprecia en el fondo; el turista es un ni?o tonto y rico que desconoce el tama?o de su tesoro.
Paseo abierto
En los mercadillos de recuerdos de la 23, con ese otro s¨ªmbolo del hotel Nacional a la izquierda, concentraci¨®n esta vez de la opulencia desmesurada y american¨ªsima de los a?os treinta, la revoluci¨®n se apaga en su sencillo mostrarse como imagen. Se est¨¦ donde se est¨¦, el Che Guevara vigila con su cara de p¨®ster, divinizado, juvenil, es todav¨ªa hermosa su rabia, todav¨ªa emocionante, y cuando llegamos al Malec¨®n, ese paseo abierto de ocho kil¨®metros que bordea la ciudad, algo nos rebela contra esa revoluci¨®n que naci¨® de una forma tan pura, tan virginal, y que languidece ahora de una manera tan asumida. No hay peor decadencia que la de una mujer que fue devastadoramente hermosa en su juventud.
La afici¨®n de los habaneros al paseo por el Malec¨®n convierte la ciudad en pueblo. La vida se ralentiza y se hace saludo. Todas las ciudades poseen un espacio en el que parece que nadie tiene nada que hacer, y el de La Habana es el Malec¨®n. La vida all¨ª es blanda y muelle, pero a la vez todo huele y sabe de una manera desmesurada. Los ancianos y las santeras miran sin hablar, sentados frente a las puertas desvencijadas de mansiones que una vez fueron opulentas, antiguos como peces f¨®siles, con esa cualidad que tanto los grandes actores como los hombres de campo poseen; esa incontestable presencia abisal.
Callejeo hacia el norte
Desde all¨ª se entra en uno de los barrios m¨¢s vivos de La Habana, Centrohabana. Desde el octavo piso de uno de los pocos edificios altos de este barrio, el novelista Pedro Juan Guti¨¦rrez rese?a esa vida disparatada de los negros cubanos, de las putas, de los ni?os, de la miseria y del amor, de la m¨²sica, de las infidelidades referidas a gritos de un balc¨®n a otro, de la alegr¨ªa en la desgracia, de los perros vagabundos, de los turistas et¨ªlicos, de los Cadillac que hacen de esta ciudad un todo org¨¢nico e irrepetible en el que la vida est¨¢ permanentemente expuesta, con toda la rotundidad tanto de su fealdad como de su belleza. Callejeando hacia el norte, el barrio chino se esconde all¨ª, con su ser de gueto, absurdo y fascinante como s¨®lo puede llegar a ser lo oriental en mitad del Caribe.
De vuelta al Malec¨®n, una amplia curva dibuja el fuerte del Morro en la distancia y la entrada a La Habana Vieja. Es el origen de la ciudad, cuando a mediados del siglo XVI este lugar era todav¨ªa un puerto continuamente asediado por piratas y corsarios franceses. As¨ª lo recuerda la misma plaza de armas y la rotundidad de los muros. El exceso de celo ha convertido esta zona de la ciudad en un conglomerado absurdo de lo t¨ªpico, en una parodia de s¨ª misma repetida hasta la n¨¢usea, imposible de cruzar sin escuchar al menos diez veces Guantanamera ante el asedio omnipresente del mojito y del puro Cohiba, o de ver media docena de grupos de n¨®rdicos acangrejados con camisetas del Che.
La Habana, sin embargo, permanece intacta. Su enigma no es el sufrimiento, sino la desdicha. Por encima de su circo tur¨ªstico, el alma cubana se mantiene encerrada en s¨ª misma, a la expectativa. Es una pantera que duerme y cuya aparente abulia promete un despertar violento, real. Un criterio para lo real es que es duro y rugoso. Uno encuentra algunas alegr¨ªas en ello, pero no placer. Lo que es agradable es enso?aci¨®n, y as¨ª cruzan algunos esta isla, en un estado de enso?aci¨®n alternado de club Tropicana y playa de Varadero, ba?ados en mojitos y en caderas ajenas. Lo superficial se integra y se diluye en lo real de la misma manera que los ideales divinizados de la revoluci¨®n se integran en su mucho m¨¢s mediocre situaci¨®n de miseria digna, pero Cuba, y ese coraz¨®n de Cuba, La Habana, siguen siendo inexpugnables. Tal vez los cubanos sobrelleven que su pa¨ªs se haya acabado convirtiendo en algo imaginario, en algo falso, pero el deseo que tienen de verlo dignificado de nuevo no es algo imaginario. Y ¨¦se es el sue?o de la pantera dormida.
Andr¨¦s Barba (Madrid, 1975) es autor de Ahora tocad m¨²sica de baile (Anagrama).
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