Ladrones de cenizas
Los ladrones de cad¨¢veres han existido siempre, pero dudo que nunca abundaran ni gozaran de tanto cr¨¦dito y eco como en estos tiempos, en que los medios de comunicaci¨®n, sin comprobaci¨®n ni criterio, propagan y aventan cuanto los ladrones inventan, cuentan y venden. ?stos suelen ser individuos secundarios, megal¨®manos y por consiguiente acomplejados, que se respetan poco y proclives a pensar que su contacto con gente m¨¢s famosa, o de m¨¢s talento, los ennoblece y aun los asemeja a ella. Son los que emplean t¨¦rminos como "grandes figuras", "primeros espadas" o "firmas de categor¨ªa", o bien esa expresi¨®n detestable, "de la talla de", seguida de una ristra de nombres. Son muy conscientes de las jerarqu¨ªas, como todos los subalternos y subordinados. Y ven el cielo abierto cuando alguien muere. La ventaja de traficar con cad¨¢veres es que ya no pueden desmentirnos. Los hay que acechan como tricoteuses, a ver qu¨¦ les trae la guillotina del tiempo.
Ante el fallecimiento de alguien notable, los peri¨®dicos se llenan de necrol¨®gicas y evocaciones. Algunas parecen sentidas y algunas son objetivas, pero en nuestro pa¨ªs escasean ambas clases. La mayor¨ªa deber¨ªan llevar por t¨ªtulo "Fulano y yo", o m¨¢s bien "Yo y Fulano". El autor se dirige al muerto en segunda persona y lo llama invariablemente por su nombre de pila -una modalidad que por fuerza resulta falsa, porque el muerto ya no lee ni atiende-, y exhibe su propio dolor m¨¢s que otra cosa: "Miren cu¨¢n desgarrado estoy", viene a decirnos, "yo lo am¨¦ y lo admir¨¦ m¨¢s que nadie". En otras ocasiones, el necr¨®logo enumera lo que ¨¦l hizo por el difunto, lo mucho que ¨¦ste se lo agradeci¨® y los elogios que le dispens¨®: "Yo lo defend¨ª cuando tantos lo atacaban", viene a contarnos, cuando no "Yo lo descubr¨ª, yo lo lanc¨¦, cu¨¢nto nos admir¨¢bamos rec¨ªprocamente, en cu¨¢nta estima me ten¨ªa, casi que fui fundamental en su vida". No es eso infrecuente entre quienes de verdad lo trataron y hasta es probable que lo quisieran bien, a su modo especular: "Si tan gran hombre o mujer me profesan amistad, grandeza he de tener yo tambi¨¦n; luego en realidad pertenecemos a la misma casta y somos pares".
Luego est¨¢n quienes fabulan o directamente mienten. Ya empiezan a hacerlo, a veces, sin que la celebridad est¨¦ en la tumba. En m¨¢s de una ocasi¨®n me he visto en la situaci¨®n de comentarle a alg¨²n escritor conocido m¨ªo que, en tal o cual viaje, me hab¨ªa encontrado con su gran amigo Mengano, quien le enviaba un abrazo fuerte, y toparme con la respuesta: "?Mengano? No tengo ni idea de qui¨¦n es, y adem¨¢s en ese sitio s¨®lo he estado una vez, har¨¢ quince a?os, y ni siguiera pernoct¨¦ all¨ª". Y tambi¨¦n me ha sucedido leer un art¨ªculo en el que el autor afirmaba haber "intimado" con alg¨²n ¨ªdolo extranjero, o haber mantenido con ¨¦l una relaci¨®n personal de m¨¢s de veinte a?os, cuando por casualidad yo sab¨ªa -por haber conocido al intimante o al intimado- que esas dos personas se hab¨ªan saludado de refil¨®n vez y media en el transcurso de tanto tiempo.
Con semejantes desenga?os, suelo tomarme a beneficio de inventario los cien mil relatos y an¨¦cdotas que corren sobre los famosos finados, y que hoy son una plaga. No digamos los ataques p¨®stumos, que a menudo son meras calumnias y difamaciones sin contestaci¨®n posible por parte de los acusados. El trato con los muertos ofrece innumerables ventajas: es gente que no se enfada, no protesta, no desmiente, no nos afea nuestra conducta, una delicia de gente mansa. Por eso sorprende tanto que los medios de comunicaci¨®n no est¨¦n prevenidos contra tanto testimonio retrospectivo y casi siempre escandaloso, incluidos los de muchos bi¨®grafos pretendidamente serios y exhaustivos. ?stos visitan e interrogan a cuantos conocieron -o lo aseguran- al ilustre difunto, desde la viuda o el viudo hasta el m¨¢s remoto sobrino-nieto, que lo vio una vez con cuatro a?os. No saben, u olvidan deliberadamente porque conviene a sus prop¨®sitos, que el mayor privilegio que todos tenemos -a veces la mayor venganza- es contar la historia a nuestra manera, sobre todo si es uno el ¨²ltimo. Dan por buenos y ver¨ªdicos los relatos de quienes acaso guardaban al muerto rencores sin fin si no odio, despecho o acumulados agravios; tambi¨¦n los de quienes son simples mit¨®manos, seres fantasiosos que acaban crey¨¦ndose sus invenciones o adornos. Pocas cosas gustan tanto como "hacerse el enterado", haber presenciado en exclusiva hechos ins¨®litos, "poseer la clave" de algo o estar al tanto de secretos. Y tal vez as¨ª se explica que, con tanta falta de comprobaci¨®n y tanta credulidad interesada, a la larga no quede personaje notable que en su vida personal no haya resultado ser un monstruo de crueldad o ego¨ªsmo, un tirano, un aprovechado, un trastornado sexual o un robaperas. O que no debiera su grandeza a la usurpaci¨®n de las ideas de alg¨²n desgraciado, que a veces es la principal fuente de informaci¨®n sobre las fechor¨ªas egregias. Y qu¨¦ menos, ?no?, que cobr¨¢rselas a sus calladas cenizas.
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