El p¨®ster
La idea de tapar las obras de una fachada con una enorme tela decorada es ya algo habitual en nuestras ciudades. Uno intuye que detr¨¢s de ese enorme tel¨®n, del que inmediatamente, como es l¨®gico, se apodera la publicidad, suceden trabajos cuya visi¨®n resultar¨ªa, acaso, poco amable. As¨ª, la ciudad se viste con gigantescos p¨®steres cuya calidad importa s¨®lo relativamente ya que todos advertimos su provisionalidad. La cualidad principal de la idea es, por tanto, su presunta transitoriedad: aquello, sea feo o maravilloso, no va a permanecer eternamente. Esos telones son lo contrario a un monumento.
Esta pr¨¢ctica contempor¨¢nea tiene sus detractores, entre los que no me cuento: el superp¨®ster es una forma m¨¢s o menos airosa de se?alar que la ciudad est¨¢ viva, que se hacen obras, se reparan fachadas, se mejora la vida de los que habitan el edificio y de quienes lo contemplar¨¢n. Su agresividad es notoria en cualquier caso: es imposible no reparar en ellos mientras existen. Ha habido casos en los que, una vez retirado, hasta se puede recordar con cierta nostalgia un tel¨®n simp¨¢tico si lo que ha aparecido debajo resulta vulgar y decepcionante. Tras un llamativo tel¨®n parece l¨®gico esperar una mayor sorpresa: no siempre es as¨ª, los edificios modernos suelen ser bastante aburridos.
En uno de estos edificios anodinos y mon¨®tonos, junto a mi casa, ha aparecido un monumental p¨®ster que tapa los nueve pisos del edificio con el sugerente dibujo de unos j¨®venes tenistas -entre los que se reconoce a los espa?oles m¨¢s famosos- dispuestos a comerse el mundo. El impacto del tel¨®n, que goza de una espl¨¦ndida perspectiva y est¨¢ patrocinado por una conocid¨ªsima multinacional deportiva, es monumental: todo lo dem¨¢s pasa desapercibido. Una sentencia rotunda rubrica: "No han cambiado las normas, han desaparecido".
El mensaje no s¨®lo es muy adecuado al automovilista que circula, a bastante velocidad, por la zona, sino que, efectivamente, aniquila cualquier indicaci¨®n de tr¨¢fico. Ning¨²n conductor podr¨¢ dejar de pensar en el cartel -y en esa jaculatoria publicitaria en favor del individualismo salvaje- durante un rato: tal es su efecto incluso en un lugar donde los sem¨¢foros funcionan a todo trapo. En la acera, bajo el tel¨®n, los peatones nos sentimos rid¨ªculas hormigas: en eso las normas no han desaparecido, si bien ahora las instrucciones para andar por la vida las ofrece, incluso en tiempos de solemnes c¨®nclaves y ceremonias eclesiales, la religi¨®n publicitaria.
Que las normas no existen est¨¢ claro en la h¨¢bil picaresca que generan estos inmensos p¨®steres ciudadanos: la publicidad se cuela por todas las rendijas de las leyes. Conozco una comunidad de vecinos a la que han ofrecido buen dinero por colocar un enorme tel¨®n en la fachada aunque no haya obras. Un negocio redondo para los vecinos: hago un anuncio con mi fachada y pago los gastos de mantenimiento del piso, impuestos incluidos, de un a?o al menos. M¨¢s f¨¢cil imposible. No es un caso aislado: la telonitis prolifera, cualquier business se justifica por s¨ª mismo y nunca habr¨¢ suficientes inspectores para controlar qu¨¦ sucede debajo de aquel reclamo. El ¨²nico inconveniente conocido del invento es que por los andamios de la instalaci¨®n publicitaria trepan con facilidad los cacos: est¨¢ comprobado. La picaresca se autorreproduce.
El edificio-anuncio es el equivalente al individuo-cartel publicitario. No todos sirven: lo que cuenta es la capacidad de visibilidad, hay que estar en el lugar adecuado en el momento justo. Los deportistas son un monumento a la marca, el patrocinio estimula sus capacidades y les da vida: la gente les admira. "Las normas no han cambiado, han desaparecido": la publicidad las dicta y crea las se?as de identidad colectivas. Las ciudades sin anuncios ya no parecen, siquiera, ciudades.
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