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Reportaje:

Expreso de medianoche en Lima

De verdad que usted se llama as¨ª? Me preguntaron al presentar mi pasaporte en la aduana de entrada a Per¨².

-S¨ª, claro, respond¨ª, tranquila.

-?Seguro que se llama Isabel G¨®mez Benito? -me insisti¨® la agente de polic¨ªa despacio, y par¨¢ndose en cada uno de mis nombres-. ?No tiene usted ning¨²n segundo nombre u otra cosa? -insisti¨®, parapetada por un cristal de protecci¨®n, al tiempo que me devolv¨ªa la documentaci¨®n y confrontaba papeles.

-Me llamo as¨ª, tal y como dice mi pasaporte -repet¨ª tranquila seg¨²n me dejaba pasar e intentaba orientarme en el aeropuerto para recoger mi macuto y empezar mis vacaciones de Semana Santa.

-Se?orita, disculpe, ?puede acompa?arnos? Necesitamos aclarar algo de su pasaporte, un peque?o problema -dijo uno de los agentes de civil que, seg¨²n tiraba de mi equipaje, esperaba detr¨¢s m¨ªo. Acababa de aterrizar en Lima; viajaba sola, de vaqueros, mochila, con intenci¨®n de visitar Cuzco y Machu Picchu, y no ten¨ªa nada que ocultar. Sin problema, sin miedo, pensando en resolver cualquier tr¨¢mite burocr¨¢tico, les acompa?¨¦.

Viv¨ª 12 d¨ªas largos, hacinada y sin libertad, en una c¨¢rcel sobre la que hay denuncias de la ONU por haber puesto cristal machacado en la comida a las presas pol¨ªticas

Mi delito, descubrir¨ªa m¨¢s tarde, llamarme (nombre y dos apellidos) exactamente igual que alguien buscado por la justicia de Per¨² desde hac¨ªa 10 a?os por un tema de drogas. Mi intenci¨®n era s¨®lo pasar una noche en Lima y volar a Cuzco al d¨ªa siguiente, para lo que ya ten¨ªa billetes. Ese domingo 4 de abril, por la ma?ana, hab¨ªa salido de la ciudad donde viv¨ªa, Bucaramanga, en Colombia, para disfrutar de mis vacaciones.

Fueron como tres horas largas en aquella comisar¨ªa. All¨ª me pidieron de nuevo que me identificara y me volvieron a preguntar si mi nombre era aquel que figuraba en mi documentaci¨®n. Mi tranquilidad y seguridad les desconcertaba. No ten¨ªa nada que ocultar y desde un principio me mostr¨¦ calmada: dispuesta a colaborar y pidi¨¦ndoles que, por favor, contactasen con quien necesitasen: Ministerio del Interior, Exteriores, Consulado espa?ol...

-Ver¨¢; no sabemos si es cierto o no, pero en nuestro registro hay una Isabel G¨®mez Benito buscada por la Interpol por tr¨¢fico internacional de drogas -terminaron por decir, mientras llamaban a otros departamentos, a la central de Polic¨ªa, se acercaban nuevos polic¨ªas y comisarios y segu¨ªan pidiendo datos y datos a la m¨¢quina.

Incr¨¦dula, todav¨ªa sentada en el mismo sill¨®n, ni siquiera habl¨¦. Extend¨ª los brazos ense?¨¢ndoles las manos y les ped¨ª que me tomaran las huellas, que comprobaran el resto de mis datos: nacionalidad, lugar de nacimiento, el n¨²mero de pasaporte, la foto...

Con calma por el absurdo les dec¨ªa que mi nombre era com¨²n, que lo comprobasen, que nunca hab¨ªa estado en Per¨²... pero los ordenadores centrales de la Polic¨ªa -me dijeron- no estaban disponibles para averiguar lo que yo afirmaba, y no hab¨ªa nada que hacer ante las 1, 2, 3 y hasta 11 ¨®rdenes por TID (tr¨¢fico ilegal de drogas) contra alguien con mi mismo nombre.

-Mire, ma?ana todo se solucionar¨¢; pero es que ante un caso de narcotr¨¢fico como el suyo no podemos dejarla ir. Est¨¢ detenida. Hoy pasar¨¢ la noche en calabozos y ma?ana se la llevar¨¢ ante la justicia -sentenci¨® un polic¨ªa que mientras me le¨ªa los cargos me esposaba.

Cerca de las doce de la noche sal¨ªa del aeropuerto, esposada y custodiada por dos polic¨ªas que me ped¨ªan caminase a paso ligero por los pasillos del aeropuerto.

As¨ª empezaba el peor viaje de turismo a un Per¨² jam¨¢s imaginado y una estancia de 12 d¨ªas en varios calabozos de Lima y en el penal de Santa M¨®nica del Chorrillo, tambi¨¦n en Lima. As¨ª viv¨ª 12 d¨ªas largos, hacinada y sin libertad, en una c¨¢rcel, la de Santa M¨®nica, sobre la que pesan denuncias ante Naciones Unidas por haber puesto cristal machacado en las comidas de las presas pol¨ªticas para que quedasen ciegas. As¨ª empezaba el recorrido por las historias de mis 70 compa?eras de celda, por un mapamundi de verdades y mentiras que nunca aparecen en los atlas ni en los libros y forman parte de la historia con min¨²sculas de Am¨¦rica, de los pobres, de unas mujeres que ten¨ªan entre 17 a?os y 75 a?os de edad, sin libertad, sin derechos, sin voz y a la espera, a la infinita espera de una salida que nunca se sabe cu¨¢ndo ni c¨®mo llegar¨¢.

Yo sal¨ª r¨¢pido, 12 d¨ªas que duelen o pesan como cien mil horas. Finalmente tuve suerte, pero me robaron todos esos d¨ªas, unas horas que tambi¨¦n se las quitaron a mi familia y a la gente que no durmi¨® ante aquella detenci¨®n errada, ante aquel dictamen de ingreso inmediato en prisi¨®n por parte de los jueces y ante aquella no aceptaci¨®n del habeas corpus (detenci¨®n ilegal), entre otras irregularidades.

Las penas de mis compa?eras estaban por verse; seg¨²n los informes del penal -con capacidad para 450 mujeres y con casi 900 mujeres all¨ª, s¨®lo el 15% de las mujeres recluidas estaban condenadas; el resto... esperaba d¨ªa tras d¨ªa noticias de alguien, de alg¨²n juzgado, alg¨²n familiar... que les contase qu¨¦ hacer y c¨®mo iban sus casos. La c¨¢rcel de Santa M¨®nica es un viejo barrac¨®n en las afueras de Lima con dos secciones: para presas comunes y para terroristas, de m¨¢xima seguridad. En ella todo es viejo y las instalaciones se reducen a patios de colegio donde lo ¨²nico que hay es sol, y diversas habitaciones sucias que hacen las veces de despachos, sala de juicios y enfermer¨ªa. Por no haber no hay ni comedor. Los talleres, de punto de cruz, se hacen en el patio, al sol en verano, o a la lluvia, en invierno. Se come en la celda; la comida entra en cubos tres veces al d¨ªa.

Esa eterna espera de fecha para juicio para casi la mayor¨ªa de las presas y ganas de que ocurra algo hace que todo dentro pueda ser noticia; porque all¨ª no llega informaci¨®n pura; s¨®lo rumores, y todo es falso o puede serlo. Esa fue la primera indicaci¨®n que me dieron la primera noche que dorm¨ª all¨ª, el primer consejo del penal.

-Oye, t¨², aqu¨ª no te f¨ªes de nadie, ni de tu padre; tampoco de m¨ª; todo es mentira y est¨¢s en una c¨¢rcel, te lo recuerdo. Guarda tu dinero bien y duerme con tu mochila abrazada como si fuera tu almohada -me grit¨® en perfecto ingl¨¦s Tova, a la vez que me lanz¨® una manta gru?endo, ya en espa?ol, un "ni manta tiene", y prometiendo que hablar¨ªamos al d¨ªa siguiente. Ella es holandesa (y lo digo en presente porque sigue en el penal); lleva all¨ª 16 a?os y le quedan s¨®lo dos. La pillaron con coca¨ªna; traficaba.

La celda donde viv¨ªamos, Prevenci¨®n, era para las no catalogadas, el primer paso por la c¨¢rcel. Tras pasar all¨ª unos 12 o 15 d¨ªas, las autoridades carcelarias deciden a qu¨¦ pabell¨®n te pasan: el de presas traficantes, drogadictas, lesbianas, conflictivas, enfermas... Sin apenas luz natural, sin una mesa, una silla, un plato, un vaso, un espacio donde estirarse, la celda era de un cuadrado de unos cinco por cinco metros cuadrados para unas 70 mujeres. A ella se llegaba por un pasillo que ocup¨¢bamos tambi¨¦n para dormir y vivir. Por ah¨ª se entraba; ah¨ª estaban los barrotes, la ventana con el exterior y con las guardianas. Dentro yo era la n¨²mero 68 y as¨ª me ten¨ªa que identificar cuando nos pasaban lista. No hab¨ªa espacio para nada: por eso ah¨ª van las castigadas, porque no se puede ni conspirar, f¨ªsicamente no hay espacio.

Empiezo de forma cronol¨®gica para intentar no olvidar ninguno de los perfiles de esas mujeres acostumbradas a la c¨¢rcel. Su voz, atada a la c¨¢rcel, muestra otras realidades: la de gente hambrienta casi siempre; personas con un destino marcado. En Prevenci¨®n, casi 40 de las 70 que est¨¢bamos all¨ª era por tenencia de drogas; casi todas, marihuana; algunas, coca¨ªna (principalmente las extranjeras) y la mayor cantidad requisada eran dos kilos. Pero las peruanas, sobre todo las abuelas que hab¨ªa all¨ª, s¨®lo se atrev¨ªan con cantidades de 300 o 400 gramos y no sol¨ªa ser coca¨ªna. Algunas ven¨ªan desde el Amazonas y eran la cabeza de dos familias, la suya y la de sus hijos. Otras presas estaban all¨ª por robar Cd; otras, por hurto. Tambi¨¦n hab¨ªa asesinas o una fiscal general, en prevenci¨®n porque corr¨ªa peligro en los pabellones: all¨ª estaba m¨¢s protegida. Hab¨ªa de todo. Tambi¨¦n estaba Luc¨ªa, de unos 74 a?os, dec¨ªan. No hablaba; casi no pod¨ªa moverse. Para ir al ba?o la levantaban a pulso dos compa?eras. Hab¨ªa matado a su marido y la leyenda dec¨ªa que despu¨¦s de asesinarlo lo ech¨® en el puchero y se lo dio de comer a sus hijos. Cumpli¨® su condena hace tres a?os, pero nadie quer¨ªa cuidarla y no ten¨ªa d¨®nde vivir. Por eso pidi¨® a la directora que no la echara, que la dejara seguir viviendo all¨ª.

Noche 1: calabozo de Canad¨¢, Lima

Una Lima sucia y pobre pasa a mucha velocidad por la ventanilla del coche patrulla que para alivio m¨ªo finalmente se detiene en un extra?o edificio, medio apagado, la comisar¨ªa de Alaska. Realmente salgo contenta del coche de haber llegado a una comisar¨ªa. Deben ser las doce y pico y una vez m¨¢s me interrogan. Lo hace el capit¨¢n Plasencia. Me sientan en su despacho, me ponen un foco ante la cara, me quitan las esposas y vuelvo a contar mi historia.

-No hay nada que hacer. T¨² te quedas y ma?ana vas a juzgados. Tienes suerte. Hoy est¨¢s sola en la celda -me dijo.

Antes, volv¨ª a insistir sobre mi inocencia sin ¨¦xito. Lo que s¨ª funcion¨® fue una llamada telef¨®nica. Como en el aeropuerto, exig¨ª llamar, y finalmente, pagando a un polic¨ªa, me dejaron un m¨®vil. En Per¨² no conoc¨ªa a nadie y ya sab¨ªa que en la embajada no respond¨ªan; llam¨¦ a Espa?a. Me la jugaba en la llamada internacional, que entend¨ªa s¨®lo tendr¨ªa una. Delante de todos marqu¨¦, respir¨¦ y ante la falta de respuesta y el salto del contestador supe ordenar mis pensamientos. Ten¨ªa que ser concisa y dar pistas de donde estaba.

-Luis, soy Lula -mi apodo-. Estoy en Lima. Estoy detenida. Me acusan de narcotr¨¢fico y esto no es una broma. Estoy en el tel¨¦fono (?en cu¨¢l agente, en cu¨¢l? -interrump¨ª para, seg¨²n me cantaba el n¨²mero, ir repiti¨¦ndolo-, y la ¨²ltima persona que sabe de m¨ª es el capit¨¢n Plasencia. Haced algo.

Tambi¨¦n le dije que no avisara a mi familia para no asustar.

Tras las llamadas se quedaron con mi mochila y me encerraron. No hab¨ªa luz, apestaba a pis, el suelo era de cemento, las paredes tambi¨¦n y se sent¨ªan humedades por todas partes. No hab¨ªa opci¨®n, as¨ª que casi me alegr¨¦ de la poca luz para no ver. Los barrotes eran la puerta de entrada, y la polic¨ªa, cuando me meti¨®, cerr¨® todos los candados y cadenas. Con la misma ropa, los mismos vaqueros con los que hab¨ªa salido esa ma?ana, me tend¨ª sobre la colchoneta. Antes me cercior¨¦ de que la celda estuviese bien cerrada. En el camino a la celda hab¨ªa pasado por la de hombres y me hab¨ªan visto. Est¨¢bamos pared contra pared y gritaban y dec¨ªan que me iban a follar. Bendije los barrotes. En el catre sucio me esfuerzo por cerrar los ojos y que pasen las horas; prefiero no mirar si hay cucarachas, ratas, o no s¨¦. A las seis de la ma?ana me llaman y me sacan a gritos. Es una llamada para m¨ª. Es Pedro, mi hermano, que ya est¨¢ enterado de todo. Angustiado me pregunta si me han hecho algo y si estoy bien. Me da el tel¨¦fono de una abogada de Per¨², Nilda Tincopa, al tanto ya de mi historia y ya en camino hacia la comisar¨ªa. Se lo ha facilitado Luis, me cuenta.

A partir de ah¨ª, me esposan y me llevan a los juzgados, donde me conducen ante un juez. Tras como una hora haciendo tiempo, aparece el juez tras m¨¢s sumarios. Le dan mi expediente. Bueno, el m¨ªo no; el de alguien con mi mismo nombre. La historia por fin empieza a estar clara, pienso. As¨ª empieza mi expediente, un dosier de c¨®mo cien folios con el siguiente encabezamiento:

Nombre: Isabel G¨®mez Benito.

Asunto: TID (tr¨¢fico internacional de drogas).

Condena: ocho a?os de c¨¢rcel.

Tras esa portada hay p¨¢ginas y p¨¢ginas, y s¨ª es mi nombre, exacto, y s¨ª, a Isabel se le acusa de narcotraficante, y no s¨®lo eso, por ausente se le piden ocho a?os de c¨¢rcel. Aquello empieza a complicarse y lo grave es ir descubriendo y leyendo el sumario: no hay datos de ella. Ante el rengl¨®n de nacionalidad aparece un Desconocida; ante el de edad, tambi¨¦n; la fecha de nacimiento igualmente es desconocida, y las palabras desconocidas se siguen repitiendo en rasgos f¨ªsicos, estatura, huellas... Ah¨ª vemos, estoy mano a mano con el juez; que el tema fueron dos cartas enviadas a Isabel G¨®mez Benito, a Madrid, mi ciudad, con coca¨ªna. La direcci¨®n no es la de mi casa, pero s¨ª mi nombre. Cuatro juzgados de Lima me solicitan; lo llevan haciendo desde hace 10 a?os, de ah¨ª la decena larga de ¨®rdenes de b¨²squeda y captura internacionales; todas por el mismo tema. Seguimos leyendo; los sobres, cada uno con veintipico gramos de coca¨ªna, nunca llegaron a Espa?a: antes los decomis¨® la polic¨ªa y busc¨® tambi¨¦n a la remitente, que acab¨® entre rejas por un tiempo, aunque m¨¢s tarde pudo demostrar que no era ella; que hab¨ªa m¨¢s de una persona con el mismo nombre, una hom¨®nima.

Mientras el juez y yo vamos analizando el dosier, aparece Nilda Tincopa, mi abogada.

En aquella habitaci¨®n absurda, de mesas polvorientas dif¨ªciles de ver tras aut¨¦nticas columnas de papel y kilos y kilos de sumarios, Nilda me explica que en Per¨² la homonimia es muy com¨²n, que con el anterior r¨¦gimen la forma de meter en las c¨¢rceles a la gente inc¨®moda era busc¨¢ndoles un delito de traici¨®n a la patria. Entonces se levanta y se va a hablar con no s¨¦ qui¨¦n. Antes, unos polic¨ªas vienen a buscarme: debo estar vigilada. Me hacen sentar en un banco esposada a uno de los polic¨ªas que finalmente tiene que salir y como no hay respuestas para m¨ª y el tiempo sigue pasando me terminan encaden¨¢ndome a la pata del banco. Pasan horas.

Llega la tarde y nadie ha dicho nada. A eso de las cuatro, Nilda aparece, me ve y vuelve a salir a resolver no s¨¦ qu¨¦ gesti¨®n. Antes de irse habla con alguien y me asegura que mi situaci¨®n se aclarar¨¢ enseguida; que esa noche la paso de nuevo encerrada, pero que al d¨ªa siguiente resuelven mi libertad.

Seg¨²n me vuelvo a quedar me llaman: debo pasar ante el juez de forma inmediata. All¨ª, sin mi abogada, sin ning¨²n juez, una secretaria me dice que me va a leer y notificar la decisi¨®n tomada por el magistrado y que debo firmar mi ingreso inmediato en la c¨¢rcel de mujeres de Lima. Desesperada le digo que mi abogada me ha informado que ya estaba todo aclarado y que aquella noche la pasaba en calabozos, pero que sal¨ªa al d¨ªa siguiente.

-Lo que firmas no tiene validez jur¨ªdica -me dijo. S¨®lo significa que te das por enterada que te he le¨ªdo la orden de ingreso.

Todav¨ªa entera, balbuce¨¦ que yo no firmaba, que quer¨ªa hablar con el juez, que necesitaba un abogado, que nadie me hab¨ªa entrevistado.

Sin hacer mucho aspaviento, con un simple gesto de cabeza la secretaria a un se?or que pasaba por detr¨¢s de m¨ª que la asistiera. Le pidi¨® que como abogado de oficio de los tribunales, firmase la notificaci¨®n de mi ingreso, que yo no ten¨ªa abogado. Aquel hombre revis¨® los papeles y firm¨® dici¨¦ndome que no ten¨ªa nada que hacer y que todo estaba en orden.

Y de nuevo, un tour por la ciudad a oscuras. Sigo con la misma ropa con la que aterric¨¦, sigo sin comer, sigo sin saber ad¨®nde me llevan. S¨®lo s¨¦ que entro en la c¨¢rcel, que estoy sola all¨ª y que me van a juzgar por narcotr¨¢fico.

Noche 2: Palacio de Justicia

Del garaje de los juzgados me conducen al Palacio de Justicia, a los bajos, donde est¨¢n los calabozos. Los barrotes que anuncian mi nuevo r¨¦gimen. Me revisan el bolso de viaje y me quitan las gafas de leer y el cintur¨®n que llevo puesto, posibles armas. Me dejan el dinero, el jersey, un bol¨ªgrafo y un cuaderno.

Antes del vest¨ªbulo me vuelven a interrogar y me toman 400 huellas de los dedos de las manos y pies. (...)

Me cachean y antes de firmar mi ingreso llamo desde un tel¨¦fono p¨²blico a mi abogada para tambi¨¦n gritarla que me meten en la trena. No est¨¢. Dejo recado diciendo que me llevan a Santa M¨®nica, al penal de mujeres. Tras esa in¨²til llamada me meten en la celda. Hay otra mujer. Tiene unos sesenta y alg¨²n a?os y est¨¢ sentada en el banquillo de cemento que bordea la habitaci¨®n. Su porte, su aspecto, limpio, pulcro y serenidad me llaman la atenci¨®n. Yo ya ni s¨¦ c¨®mo voy, a qu¨¦ huelo o cu¨¢ndo me cambiar¨¦. Su calma y su pinta me tranquilizan. Sin hablar y con la mirada me invita a sentarme con ella. (...) Es una presa pol¨ªtica, una terrorista. Ya igual que ella, sin libertad y sabiendo que lo ¨²nico que podemos hacer es acompa?arnos, le pregunto si ella tiene delitos de sangre o si simplemente est¨¢ all¨ª por pensamiento. Se llama Margi Eveling Clavo Peralta y es una de las dirigentes de Sendero Luminoso, me va contando despacito. Vive en el penal de Amallama, a muchas horas de Lima, y la han tra¨ªdo a la capital para resolver una serie de diligencias judiciales.

-Directamente no particip¨¦ en ning¨²n atentado, no fui yo la que mat¨¦, pero s¨ª responsable, orden¨¦ ejecutar como ide¨®loga del partido. Pero nunca sola; eran decisiones que tom¨¢bamos tras un juicio entre todo un comit¨¦. Era necesario, pusimos muchos coches bomba, pero dirigidos a los pol¨ªticos que estaban robando y matando. S¨®lo a ellos, y tras juzgarlos -me cuenta.

Yo no digo nada; la dejo hablar. Habla despacio y me calma con su charla sobre Mao, el comunismo y la utop¨ªa de un mundo m¨¢s justo y solidario.

-Pero esa revoluci¨®n s¨ª mat¨® a campesinos en sus tierras, a pobres -le digo como inform¨¢ndola, como si la contase que llueve.

-Nuestro campo est¨¢ desangrado y nuestros campesinos son pobres, hist¨®ricamente pobres. As¨ª, en ese entorno, en nuestra Am¨¦rica desigual se puede explicar la revoluci¨®n. Y s¨ª, las guerras son... terribles, como nuestra realidad -terminaba.

Mientras me cuenta su historia me va dando instrucciones de lo que debo hacer y evitar en la c¨¢rcel. Tambi¨¦n me recuerda mis derechos: a comida, a agua, a un colch¨®n y manta y me pide que los exija. Me advierte tambi¨¦n que no caiga en sobornos, que como extranjera seguro que van a intentar aprovecharse.

Ella lleva encerrada 14 a?os. Un juez militar, de los sin rostro, la conden¨® a cadena perpetua y est¨¢ en Lima porque ha venido a su propio juicio. Con Alejandro Toledo les est¨¢n juzgando de nuevo. Ahora la piden 20 a?os, que, dada su edad, es de nuevo condenarla a morir entre rejas, cuenta resignada.

-Ellos piensan que por estar encerrados perdemos nuestra dignidad y nosotros nos resistimos a eso. En la c¨¢rcel nos hacemos la ropa, nos bordamos y vamos a juicio con la cara bien alta y bien vestidos. Ellos quieren hundirnos moralmente tambi¨¦n; pero no nos dejamos. Cuidarnos es importante. Los pol¨ªticos estamos separados del resto; y ya sabemos vivir all¨ª; hemos hecho nuestro extra?o hogar en las prisiones. Todo Sendero est¨¢ encarcelado. Tambi¨¦n los abogados que nos defend¨ªan. Ellos, desde la celda nos han ense?ado. Yo soy mi propia abogada -narraba.

Sabe de leyes y por eso opina que yo saldr¨¦ pronto, que ser¨¢ cuesti¨®n de tr¨¢mites, pero que tengo la suerte de ser extranjera y que si no crean ninguna prueba en mi contra se deber¨ªa poder demostrar mi homonimia, y detenci¨®n ilegal, me explica, en breve.

-La c¨¢rcel es mejor que esto; no te preocupes. Y s¨ª, en el penal ten cuidado; no te metas en l¨ªos; huye de las malas compa?¨ªas, las reconocer¨¢s enseguida; s¨¦ obediente y no te hundas nunca; est¨¦s el tiempo que est¨¦s. T¨² mandas sobre tu cabeza, dice sosegada.

Estamos casi a oscuras, rodeadas de cemento liso, en el extremo de la celda hay una litera con dos camas y en el centro una taza del water, sin ning¨²n tipo de cubrimiento, para desmoralizar, imagino. Al fondo hay ruidos de cerrojos y candados, y Margi sabe estar, sigue tranquila. Vuelvo a mi caso y a pesar de que me ha contado que saldr¨¦, le hablo de que ya temo cualquier cosa, que c¨®mo se hace para soportar la c¨¢rcel. Le pregunto por los a?os que le quedan y el tiempo que ha pasado ya entre rejas.

-?No piensas en los a?os arruinados por el cautiverio, por el tiempo perdido?

Resignada, me dice que no, que no se angustia, que ella es una m¨¢rtir de la revoluci¨®n de un pa¨ªs pobre y que entiende su c¨¢rcel, que s¨®lo espera que alg¨²n d¨ªa la historia comprenda su causa. De su familia no hay nadie m¨¢s en su situaci¨®n: nadie compart¨ªa sus ideales, que eran peligrosos, me cuenta. Habla de su revoluci¨®n, su disciplina, de que entr¨® en la revoluci¨®n por hambre y de que, a pesar del da?o que reconoce que hicieron con su terror, lo justifica como necesario; "porque s¨®lo una revuelta trotskista de los campesinos librar¨ªa a Per¨² de las injusticias y miseria". Me choca hablar de teor¨ªas comunistas entre rejas y en el siglo XXI.

Mientras, me va contando y hablando de terrorismo, su forma de vida, entran otras dos mujeres, madre e hija: no son pol¨ªticas; son presas comunes. Son tambi¨¦n pobres, pero ¨¦stas no saben ni leer, ni de revoluciones. Son otra raza. Con ellas viv¨ª hasta el d¨ªa que me liberaron: Chirley, con ch, y Caramona, su madre (nunca supe su nombre), pero Chirley siempre la llamaba as¨ª y no dejaba que se la nombrase de otra forma. A la primera la acusaban de proxeneta y a la segunda tambi¨¦n. Chirley lo negaba y gritaba a todos que ella s¨®lo era puta. Esa noche era ella quien se re¨ªa de la vida, de poder descansar y dormir tranquila.

Un polic¨ªa alto vino a callarnos, y una vez all¨ª me pidi¨® que saliera para m¨¢s revisiones. Era el turno de la ficha, de las fotos con fondo blanco, foco en la cara y un cartel sobre el pecho con un n¨²mero, el m¨ªo de detenida, y el nombre del delito: TID. A la foto de frente le siguieron las de los dos perfiles. Y a eso, revisi¨®n de dientes, altura, peso, m¨¢s huellas, pase¨ªllo desnuda delante de dos doctores en b¨²squeda de posibles anomal¨ªas, marcas o tatuajes, m¨¢s nuevo relato de mi historia.

Al d¨ªa siguiente me vuelven a mirar los dientes. Vuelvo a firmar m¨¢s papeles, m¨¢s huellas, y m¨¢s declaraciones y de nuevo fotos. Y m¨¢s horas. De nuevo contacto con la embajada, pero no sirve de nada. Es el vuelva usted ma?ana. Me desespero. Nada. Mi segunda llamada es para Nilda. Me dicen que no est¨¢, que est¨¢ de camino.

Es martes y llamo dos veces m¨¢s a la embajada sin ning¨²n ¨¦xito. Que ya vendr¨¢n. Por fin aparece mi abogada. Me cuenta que va a poner un habeas corpus por detenci¨®n ilegal y que para que funcione y me saquen en libertad tendr¨ªa que ser efectiva ese mismo d¨ªa o el siguiente: entramos en Semana Santa y las vacaciones van en mi contra porque durante esos d¨ªas todo est¨¢ cerrado.

Tambi¨¦n me anuncia que ha hablado con mi familia, que saben que ya esa tarde entro en la c¨¢rcel y que mi hermano est¨¢ en camino, que esa noche aterrizar¨¢ en Lima. Quedamos ya en vernos en la c¨¢rcel, ya que ha podido confirmar que esa noche duermo en prisi¨®n. Se despide sacando de su bolso un bocadillo y una botella de agua para que tenga para el d¨ªa.

Cuando me quedo sola aprovecho para llamar de nuevo a la embajada. Desesperada, les repito que me encuentro totalmente desamparada, que sigo con la misma ropa, que mi equipaje est¨¢ qu¨¦ s¨¦ yo d¨®nde, que si Espa?a oficialmente sabe que yo estoy all¨ª. La bronca es efectiva y horas m¨¢s tarde aparece un ch¨®fer de la embajada con mi mochila. Le pido explicaciones de la embajada y me responde que ¨¦l s¨®lo es un conductor. Est¨¢ tal cual como la dej¨¦ en la comisar¨ªa el domingo. La directora del calabozo me deja coger algunas cosas, lo m¨ªnimo para la estancia en la c¨¢rcel, y guarda el resto. Me quedo con camisetas, pantalones, ropa interior, cepillo de dientes. Y ya.

Cambiamos de celda a otra menor. Hablo con mis compa?eras de celda; la hija tiene 32 a?os y seis hijos de varios hombres. Est¨¢ casada con el padre de los dos ¨²ltimos. La madre no sabe escribir: firma las declaraciones con una cruz (la he visto en las mil que hemos hecho juntas). Entra una nueva presa: tambi¨¦n pol¨ªtica. Como Margi, tambi¨¦n es mayor, y como la anterior, tambi¨¦n es distinguida y educada. Chirley y su madre vuelven a poner distancia. Por fin, como a las seis de la tarde, aparece alguien de la embajada. Me pide permiso para contar d¨®nde estoy a mi familia en Espa?a: me da la risa. Apunta en una lista qu¨¦ puedo necesitar para la c¨¢rcel, aunque luego nunca m¨¢s me volvieran a ver; nadie se acerc¨® a Santa M¨®nica. Le pido explicaciones por no haber dado se?ales de vida antes. Echa la culpa a Per¨² y dice que oficialmente el Gobierno no les ha notificado mi detenci¨®n. La charla es corta porque me avisan que nos trasladan a la c¨¢rcel.

Noche 3: c¨¢rcel de Santa M¨®nica

El traslado de todos los que estamos all¨ª, hombres y mujeres, pone en tensi¨®n y nerviosos a todo el personal encargado de nosotros. Vienen refuerzos y m¨¢s polic¨ªas. De nuevo, gritos y amenazas.

-El que d¨¦ problemas, no sale -anuncian-. No vale hablar; no valen miradas, empujones.

Nos vuelven a identificar y esposan. Somos unos veinte encadenados y por delante llevamos un grupo de 12 hombres armados, los mismos que por detr¨¢s. No dudo de que si alguien se mueve mal all¨ª habr¨¢ tiros. Dentro hay m¨¢s gente encadenada y m¨¢s polic¨ªas. Somos muchos los esposados. Todos con cara de susto. Los polic¨ªas tambi¨¦n. Nos hacen sentar, en el suelo los que no tienen asiento.

Seg¨²n entro, una chica pelirroja, la que est¨¢ sentada delante de m¨ª, me mira de reojo y me pregunta de d¨®nde soy. Se me ve extranjera, aunque no hable. Como a ella. Tambi¨¦n es espa?ola, se llama Sara y tiene 19 a?os.

-Me acusan por tr¨¢fico -respondo a su segunda pregunta.

-Como a m¨ª -se?ala-. ?Con cu¨¢nto te pillaron?

Se r¨ªe cuando le digo que no ten¨ªa nada, que no soy yo a la que buscan.

-Yo s¨ª llevaba -reconoce.

No hablamos mucho: no hay humor, pero s¨ª me dice que, aunque vamos a la misma c¨¢rcel, no estaremos en el mismo sitio; ella ya est¨¢ en pabellones y a m¨ª me corresponde un primer m¨®dulo de admisi¨®n.

-Es horrible -me dice-. No hay sitio; se duerme en el suelo; no te dejan pasear y est¨¢s observada todo el d¨ªa. Luego, como a los 15 d¨ªas te sacan de ah¨ª; en pabellones hay m¨¢s espacio, no se est¨¢ tan encerrado y es otro rollo. Pero es una mierda. Esto es una mierda y a m¨ª me toca comerme unos cuantos a?os. Por gilipollas -a?ade.

-Todas las semanas cae por lo menos una. Somos un mont¨®n de espa?olas. Casi todas de veintipocos, imb¨¦ciles como yo -concluye.

Efectivamente, la poblaci¨®n de reclusas extranjeras m¨¢s grande de Latinoam¨¦rica la posee Per¨². En Santa M¨®nica, espa?olas ¨¦ramos 40, de las casi 100 no nacionales. El perfil de las capturadas coincid¨ªa tambi¨¦n en el noventa por ciento de los casos. Casi nunca pasaban de los 25 a?os. Coqueteaban con drogas en Espa?a, no ten¨ªan un buen trabajo, s¨ª un mal ambiente de amistades y ve¨ªan en el viaje un dinero f¨¢cil r¨¢pido. Pr¨¢cticamente todas llegaban con ¨¦xito a Espa?a de la que para muchas era su primera salida al extranjero. Viajaban solas; estaban en el pa¨ªs del negocio una semana y sol¨ªan llevarse entre medio kilo y dos kilos de coca¨ªna. Las formas de camuflarlo s¨ª eran variadas. Los contactos estaban siempre hechos desde Espa?a y el momento de la captura tambi¨¦n era com¨²n para muchas de ellas. Una tras otra repet¨ªan la misma historia y narraban c¨®mo antes incluso de pasar la aduana hab¨ªan sido fichadas por la polic¨ªa, que empezaba a custodiarlas seg¨²n entraban al aeropuerto. Las pillaban, contaban, antes de que abrieran las maletas; muchas veces seguidas de c¨¢maras. Su retrato no tiene nada que ver con las detenidas peruanas con drogas. Las cantidades de las latinoamericanas siempre eran muy inferiores, llegando muy raramente al kilo (gramos si se trataba de coca¨ªna), y el abanico de edades de las detenidas comenzaba a los 16 y acababa a los 80. Casi todas eran madres de familia numerosa, incluidas las adolescentes, y casi siempre responsables exclusivas de la manutenci¨®n de sus hijos. Formaci¨®n no ten¨ªan.

Llegamos a la c¨¢rcel. Alcanzo a ver los muros, no muy altos; el alambrado de encima, los focos sobre nosotras y algunas torres de control. Primero pasan y revisan a las ya ingresadas que, como Sara, salen por un d¨ªa para hacer diligencias en juzgados. Nos separan. Nuevas quedamos tres, Chirley, Caramono y yo. Me tranquiliza conocerlas. El chequeo de todo lo que llevamos es largo. A m¨ª me requisan los cordones de los zapatos y el desodorante (el frasco es de cristal), las tijeras, las pinzas y las medicinas del neceser. Antes de pasar a la celda nos llevan al m¨¦dico abriendo y cerrando quince mil candados.

En la celda no nos reciben con alegr¨ªa: ?Somos tres m¨¢s! Y cuando entramos ya est¨¢n muchas por los suelos, preparadas para dormir. Hasta all¨ª nos conduce una se?orita que es quien abre el ¨²ltimo candado y nos empuja dentro dici¨¦ndonos que nos busquemos un sitio. Para entrar hay que evitar pisar a las mujeres tiradas por el suelo en unas colchonetas tan anchas como el pasillo en el que est¨¢n. Es el acceso al cuarto donde nos guardan. Se quejan y piden que no las jodan m¨¢s. Gritan para que pasemos r¨¢pido y vayamos al fondo. En la habitaci¨®n hay m¨¢s luz y la gente no se ha acostado todav¨ªa. La habitaci¨®n es un cuadrado de cinco por cinco metros cuadrados repleto de mujeres; no caben m¨¢s; tampoco nosotras. Hay 14 literas alrededor de las paredes, 28 camas y una monta?a de colchonetas tiradas en el centro.

Algunas nos invitan a que intentemos acomodarnos semisentadas en el suelo. Nos brindan una esquina de una colchoneta en el centro de la habitaci¨®n y sobre la que hay racimos de mujeres, como sobre las camas. Las tres nuevas obedecemos. De cada cama cuelgan unas cuatro o cinco mujeres, unas encima de otras, tanto en las de arriba como en las literas de abajo. Desde el suelo, s¨®lo se ven pies colgando, muchas cabezas. Aquello es como un cami¨®n de carne, con bultos, las maletas de las reas y restos y olor a comida. All¨ª se come, se vive, se duerme y se...

Y entre las formalidades y primeras conversaciones aparece (mejor dicho, toma la voz) la delegada de Prevenci¨®n. Se llama Rebeca y es una presa sargentona que grita y nos dice a las tres nuevas que nos duchemos r¨¢pido, ordena que las que hoy duermen en el suelo se aprieten m¨¢s y compartan sus colchonetas con nosotras y que no hagamos mucho ruido.

Antes de que apaguen la luz, desde fuera, Carmen me advierte que al d¨ªa siguiente me tocar¨¢, como a todas, limpieza y que a las ¨²ltimas en entrar nos llaman antes. Me recomienda que seg¨²n escuche mi n¨²mero por la ma?ana est¨¦ lista y que no les haga esperar ni un minuto, que eso puede ser motivo de calabozo. Duermo abrazada a mi mochila, como me han dicho.

Santa M¨®nica

Tocan diana a las 5.45 de la ma?ana. Nos despierta a gritos. Me incorporo del suelo vestida de calle, como me hab¨ªan dicho para correr m¨¢s. R¨¢pido, me indican que las nuevas vamos a lavander¨ªa, que no es ni mucho menos un lugar donde huela a jab¨®n y se lavan las s¨¢banas, ya que para empezar no hay. No, lavander¨ªa es el vertedero. Nuestra misi¨®n es limpiar una monta?a de basura, las basuras de las mil reclusas. Como armas de aseo nos dan unas escobas viejas y unos cubos gigantes que tenemos que ir llenando. La basura est¨¢ en monta?as de dos metros de altura y para moverla hay que abrazarla sin m¨¢s utensilios que nuestros brazos y cuerpo. Frente a nosotras est¨¢n todos los residuos de la c¨¢rcel del d¨ªa anterior: las sobras de las comidas, los papeles, botellas, compresas, latas y mierdas varias que generamos en Santa M¨®nica

-Gringuita, haga como yo, que yo s¨¦ m¨¢s de esto. Yo ser¨¦ m¨¢s r¨¢pida, pero tenemos que limpiarlo, y r¨¢pido, las tres. Yo voy la primera y espanto lo que haya; usted no mire nunca al suelo; siempre pa'l cielo. Si hay bichos, yo los espanto. H¨¢gale. Si no, esto ser¨¢ mucho peor -me dijo Chirley.

Tras superar la basura, tuve que recomponerme a las risas en la cola del desayuno cuando me present¨¦ sin platos.

-Pon las manos para la leche -me dijeron.

Pero no hizo falta. Varias presas salieron en mi ayuda, y Carmen, la espa?ola, estaba ya detr¨¢s de m¨ª con uno de sus tuppers.

Ese mi¨¦rcoles hab¨ªa visita de mujeres, y all¨ª eso, si tienes alguien que te vaya a ver, es una fiesta. Supone abrazos, ver a gente distinta de la de la celda, tu gente, que trae aliento, noticias de c¨®mo van las cosas fuera, fotos de los hijos, informaci¨®n caliente de lo ¨²ltimo de los abogados, de lo que pasa en el pa¨ªs, de c¨®mo est¨¢n creciendo los sobrinos. Aparte, si los familiares no son muy pobres y pueden permit¨ªrselo, siempre traen algo: unas zapatillas nuevas, un pastel hecho por ellos, un l¨¢piz de ojos, una camiseta, papel higi¨¦nico, servilletas, fruta... De ah¨ª surgen los tesoros que luego se guardan bajo llave en la celda.

Yo, como nueva, no tengo derecho a salir al patio. Los primeros d¨ªas no se sale de la celda para nada. La habitaci¨®n se queda casi vac¨ªa y me siento en el suelo a ver a las otras nuevas a las que dejan salir a la antesala de la celda. Las veo desde los barrotes del pasillo. Reciben a su gente en la antesala de la celda, entre hierros, bien vigilados. Pienso en que mi hermano ya debe estar en el pa¨ªs. Una mexicana, tambi¨¦n all¨ª por tr¨¢fico de drogas, me dice que si est¨¢ mi hermano es f¨¢cil que le dejen entrar, que cuando los familiares de los extranjeros viajan a Per¨² para vernos les permiten vernos a diario, aunque s¨®lo sea diez minutos.

Los d¨ªas de visita, a la hora de comer, las presas tienen la opci¨®n de comer el engrudo diario en sus celdas o con las familias. Mi hermano, aterrado al ver pasar los cubos de basura empujados por nosotras, busc¨® cualquier otra opci¨®n mejor para m¨ª. Pidi¨® permiso y sali¨® a comprarme algo. No s¨¦ bien d¨®nde lo consigui¨®; ni c¨®mo, con tan s¨®lo unas horas en el pa¨ªs, Pedro hab¨ªa aprendido a moverse tan bien por aquella c¨¢rcel de Per¨², rodeado de presas, guardianas y miseria. En diez minutos estaba otra vez conmigo con un pollo delicioso con ensalada. Me acuerdo de hasta los colores de la comida.. Me lo com¨ª con las manos, hambrienta y muerta de risa y de felicidad. No creo que haya tenido nunca una sensaci¨®n de mejor comida. Pedro se re¨ªa. No dej¨¦ nada; s¨®lo los huesos. Y ya contenta dej¨¦ el plato de pl¨¢stico en el suelo, con la tripa llena y recost¨¢ndome sobre la pared. El buen sabor nos dur¨® unos segundos, los que tard¨® una mujer ind¨ªgena, de unos 50 a?os y que hablaba mal castellano, en acercarse a nosotros y pedirnos los restos. Aterrados le pasamos el plato con huesos. Ah¨ª es donde vivimos la diferencia entre mi hambre y el hambre hist¨®rica de los m¨¢s pobres, los que se comen los restos y est¨¢n acostumbrados a escarbar basuras.

Dorm¨ª all¨ª muchas historias m¨¢s; muchos desalientos de mujeres que hab¨ªan secuestrado, matado, robado o malvivido simplemente. Yo sal¨ª porque ten¨ªa una familia, recursos para pagar a un abogado y tras una semana, nos interes¨® hacer ruido y salir en los peri¨®dicos, que s¨ª publicaron mi desventura. La pesadilla acab¨® con recepci¨®n en el palacio presidencial: Alejandro Toledo, presidente del pa¨ªs, me ped¨ªa disculpas. Por su parte, la Interpol repet¨ªa a mi familia que saliese de Per¨² cuanto antes: que corr¨ªa peligro (incluso cuando ya tuve mi notificaci¨®n de excarcelaci¨®n). Sal¨ª de Lima ilegal: dos de los expedientes que certificaban mi inocencia se perdieron. Pude hacerlo porque contaba con el apoyo, tras el revuelo de mi caso, del Gobierno, de presidencia, de la embajada espa?ola (que durante los ¨²ltimos d¨ªas s¨ª me prest¨® atenci¨®n) y la presi¨®n de la prensa. Hoy por hoy, todav¨ªa no puedo pisar Per¨²: permanecen vigentes las causas que me imped¨ªan salir del pa¨ªs y que con las bendiciones de las autoridades nos saltamos.

Isabel G¨®mez Benito, en el penal peruano de mujeres Santa M¨®nica, de Lima.
Isabel G¨®mez Benito, en el penal peruano de mujeres Santa M¨®nica, de Lima.EFE / PAOLO AGUILAR

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