?Pero qu¨¦ ha hecho ¨¦l para ser tan alegre?
Como cualquier aficionado al rock and roll medianamente serio, yo tambi¨¦n hubiera vendido mi madre a una mafia mongol de trata de blancas a cambio de una entrada para un concierto de Chuck Berry. Por fortuna para mi madre -y para la de todos los rockeros medianamente serios que hay en Espa?a-, Berry estuvo de gira por aqu¨ª hace un par de semanas y pudimos verle y o¨ªrle por un miserable pu?ado de euros. Yo lo hice en La Mirona, un magn¨ªfico local de conciertos de la ciudad de Salt, en compa?¨ªa de una panda de amigotes, viejos rockeros fondones. Mientras escuchamos a los teloneros, el ambiente es esc¨¦ptico, por no decir sombr¨ªo: Berry tiene 79 a?os, poco menos que Juan Pablo II en su lecho de muerte; alguien recuerda que lo vio tocar a principios de los setenta, en M¨¦xico, con Carlos Santana, y que por entonces ya estaba viejo; alguien recuerda un concierto reciente de Johnny Winter en el que ¨¦ste apenas pudo levantarse de su silla y apenas pudo tocar, derrengado y tembloroso de parkinson; alguien diserta acerca de la momia de Tutankam¨®n y luego acerca de An¨ªbal y las guerras p¨²nicas; alguien sugiere que quiz¨¢ todo es una broma y que ahora mismo saldr¨¢ un tipo al escenario y anunciar¨¢ que Chuck Berry muri¨® hace treinta a?os y que todos los que estamos all¨ª nos hemos dejado tomar el pelo y somos unos ilusos y unos pardillos de mierda. La tristeza se apodera de los viejos rockeros fondones, que se consuelan bebiendo cerveza y fumando y aspirando el maravilloso perfume de marihuana que impregna el aire.
Hasta que Chuck Berry aparece en el escenario. Est¨¢ viejo y un poco calvo, pero toca la guitarra y canta con el mismo entusiasmo que si tuviera 20 a?os. Lo que toca, en la sola compa?¨ªa de un pianista espectacular, un bajo y un bater¨ªa, son sus cl¨¢sicos -Roll over Beethoven, Johnny B. Goode, Rock and roll music, Memphis Tennessee-, algunos de los cuales fueron adaptados y popularizados por los Beatles y los Rolling. Oy¨¦ndolos, uno no puede por menos de pensar que a Berry, un¨¢nimemente considerado por la gente del oficio como el compositor y guitarrista m¨¢s influyente del rock, le ocurre lo que a todos los fundadores o revolucionarios de todas las artes: cuando escuchas sus canciones tienes la impresi¨®n -m¨¢s bien la certeza- de que toda la evoluci¨®n del rock est¨¢ contenida en germen en ellas, como si todos los m¨²sicos posteriores se hubieran limitado a edificar un territorio que previamente ¨¦l hab¨ªa acotado y colonizado. Por eso no hay ning¨²n rockero que no suene a Chuck Berry, y Chuck Berry suena a todos los rockeros. Por eso John Lennon sosten¨ªa que, si hubiese que ponerle otro nombre al rock and roll, habr¨ªa que ponerle Chuck Berry. Y ah¨ª est¨¢ Chuck Berry, en el escenario, saltando y bailando y gritando y bromeando y tocando su guitarra como si su guitarra no fuera un instrumento musical, sino un ap¨¦ndice natural de su cuerpo, dici¨¦ndole a la gente que la quiere, anim¨¢ndola a corear las canciones que todo el mundo se sabe de memoria, dando la impresi¨®n de que se lo est¨¢ pasando tan bien como si fuera la primera vez que sube a un escenario y de que estuviera dando gracias al cielo porque todav¨ªa est¨¢ vivo y todav¨ªa puede tocar la guitarra, contagi¨¢ndonos a todos su alegr¨ªa total, irreflexiva e insensata. Para qu¨¦ enga?arnos: los grandes del rock and roll no suelen ser as¨ª. He visto dos veces a Miles Davies y una a Bob Dylan -suponiendo que ambos sean rockeros, que yo creo que s¨ª, o al menos en alg¨²n momento lo han sido-: Davies tocaba su trompeta incomparable vuelto de espaldas al p¨²blico, como si ninguno de nosotros fuera digno de escucharla, y Dylan apenas se movi¨® de su teclado, majestuoso e impert¨¦rrito; a ninguno de los dos se le escap¨® siquiera una sonrisa o una palabra amable. Chuck Berry, en cambio, es la encarnaci¨®n perfecta de la alegr¨ªa. No tiene ning¨²n motivo personal para serlo, porque su vida no ha sido f¨¢cil (se ha metido en una cantidad espantosa de l¨ªos y ha pasado varias temporadas en la c¨¢rcel, una de ellas de tres a?os), pero lo es: lo son sus canciones y ¨¦l mismo lo es. Sin duda, esto ha perjudicado a la popularidad y la consideraci¨®n de su m¨²sica. Jacques Offenbach, considerado un compositor ligero y vulgar porque su m¨²sica es de una alegr¨ªa irresistible, se lament¨® en una ocasi¨®n: "Dios m¨ªo, ?pero qu¨¦ hecho yo para ser tan alegre?". Chuck Berry podr¨ªa decir lo mismo. El prestigio de la tristeza -de la solemnidad, de lo f¨²nebre- es imbatible, pese a que, como nos ense?¨® Clement Rosset, la alegr¨ªa es la esencia de la m¨²sica, y sobre todo pese a que todo el mundo sabe que no hay nada m¨¢s profundo, m¨¢s noble ni m¨¢s valiente que la alegr¨ªa, entendida como una adhesi¨®n sin resquicios a lo real, por m¨¢s sombr¨ªo que sea y por m¨¢s veces que le hayan metido a uno en la c¨¢rcel. Todo el mundo lo sabe, pero nadie parece darse por aludido. Nadie excepto Chuck Berry, al menos mientras est¨¢ encima de un escenario. Nadie excepto nosotros -viejos rockeros fondones, ilusos y todav¨ªa bastante pardillos-, al menos mientras escuchamos a Chuck Berry.
Al final del concierto, Chuck Berry pide que suban al escenario tres chicas, para bailar con ¨¦l. Suben treinta.
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