Ent¨¦rate
Estuve firmando libros en Barcelona por Sant Jordi, d¨ªa de las rosas y los libros, toda la ciudad se regala ambas cosas. En una de las sesiones, los encargados de la librer¨ªa, para evitar aglomeraciones (firm¨¢bamos en una mesa corrida unos siete autores, m¨¢s populares que yo la mayor¨ªa), s¨®lo permit¨ªan a los lectores acercarse de uno en uno. Uno de esos encargados me vino con una rosa: "De parte de una lectora", me dijo. Un amable detalle, pens¨¦. La puse a un lado y continu¨¦ firmando. Pero al cabo de un rato, el librero se me aproxim¨® y me dio otro recado: "De parte de la de la rosa, que mires ya la tarjeta". S¨®lo entonces me di cuenta de que, bajo el celof¨¢n, la flor llevaba un papel enrollado al tallo. As¨ª que hice una pausa, la abr¨ª y me encontr¨¦ con una nota injuriosa. Levant¨¦ la vista, y una mujer, entre el gent¨ªo, me hizo una se?a desafiante, como si dijera: "Para que te enteres". S¨®lo le falt¨® ese otro gesto tan espa?ol, consistente en poner el pu?o horizontal y amagar un golpe corto con la parte exterior, equivale a la frase: "Toma esa". Como carezco del don de verme, no puedo jurar cu¨¢l fue mi cara, pero mi intenci¨®n fue la de responder: "Qu¨¦ se le va a hacer", o acaso "Gajes del oficio". Al instante la mujer se dio la vuelta y desapareci¨®, su paciente misi¨®n cumplida.
Hace un par de a?os visit¨¦ Zaragoza, para presentar una novela. A los pocos d¨ªas de mi viaje, recib¨ª desde all¨ª una carta en la que un individuo me llenaba de insultos, me prohib¨ªa pisar su ciudad de nuevo y me revelaba que durante mi reciente y breve estancia, sin que yo me diera cuenta, ¨¦l me hab¨ªa escupido. (Desde luego no me hab¨ªa percatado o habr¨ªamos tenido una en la calle.) Pens¨¦ o quise pensar que tal vez fuera falsa su fanfarronada, pero como en el remite figuraban iniciales y calle, no pude por menos de contestarle escuetamente. Creo recordar que a¨²n tuve humor para encabezar as¨ª mi nota: "Se?or Lapo Cobarde".
Hace poco un amigo que escribe en prensa desde hace mucho menos que yo, y por tanto menos habituado a los improperios, recibi¨® un par de cartas de militares viejos poni¨¦ndolo a caldo por un mero par¨¦ntesis. Hab¨ªa se?alado la coincidencia de que el famoso libro de Hitler, Mi lucha, se hubiera publicado por vez primera un 18 de julio en Alemania, y se hab¨ªa permitido a?adir: "(Vaya d¨ªa)". La sarta de ofensas que por tan poca cosa le hab¨ªa ca¨ªdo lo ten¨ªa tan indignado que le tentaba responder a ellas, y de mala manera. "Nunca hay que ponerse a su nivel", le recomend¨¦, "siempre hay que ser educado". En vista de lo cual decidi¨® abstenerse. Quiz¨¢ sea lo mejor en todos los casos. Pero le comprend¨ªa bien: cuando hay remite, da mucha rabia la impunidad con que a priori cuentan los corresponsales zafios; dan por descontado que uno va a callarse, o a envain¨¢rsela.
En las m¨¢s ocasiones, claro est¨¢, no hay firma ni remite. Una vez, desde Valencia, lo m¨¢s fino que me escribieron fue: "A tu madre debi¨® foll¨¢rsela alg¨²n rojo". Ya digo que esto no es nada. Ustedes s¨®lo ven las misivas que los peri¨®dicos seleccionan, y ¨¦stos no se permiten publicar, supongo, las que contienen feroces agravios y lenguaje obsceno. Pero no les quepa duda de que cuantos escribimos en prensa nos tragamos este tipo de sapos. Unos m¨¢s y otros menos, pero seguro que nadie se libra enteramente.
Hace ya unos doce a?os, una revista decidi¨® que yo era el peor escritor de toda la historia, lo cual no carecer¨ªa de m¨¦rito. Sus responsables no se limitaban a publicarlo machaconamente, sino que adem¨¢s me enviaban su folleto con encomiable insistencia, y tambi¨¦n cartas privadas en apoyo de su tesis. Les contest¨¦ dici¨¦ndoles que eran muy libres de opinar lo que quisieran, pero que no me llenaran el buz¨®n de panfletos. Pues bien, todav¨ªa hoy me los siguen mandando puntualmente, unas veces con su remite y otras con falsos (de editoriales, de particulares, en una ocasi¨®n utilizaron el nombre de la veterana directora de un suplemento cultural). Siempre s¨¦ cu¨¢ndo son ellos, y har¨¢ ya once a?os que nunca abro sus sobres. Llegaron a escribir a mi padre, por entonces de edad ya avanzada, inst¨¢ndolo a que me convenciera de dejar de escribir para siempre. Ahora hay quienes telefonean a mis pacientes hermanos (que a diferencia de m¨ª, s¨ª figuran en la gu¨ªa), para que se encarguen ellos de transmitirme los insultos. (Procuro compensarlos con algunos regalos.)
Ese es probablemente el mayor indicio de odio: no basta con hacerle a alguien da?o, ha de enterarse. La mujer de la rosa recurri¨® a molestias y subterfugios varios para verme leyendo su injuriosa nota. El cenutrio de Zaragoza, puesto que yo no lo hab¨ªa advertido, deseaba a toda costa que yo supiera que me hab¨ªa escupido. A los pelmas de esa revista no les basta con poner verdes mis textos y que otros lo lean, no pueden ser felices si yo no me entero. As¨ª que ya saben, en sus respectivas vidas: no teman tanto a quienes quieran perjudicarlos cuanto a quienes no soporten que ustedes lo ignoren. Porque ser¨¢n estos ¨²ltimos los que de verdad los odien.
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