La madre que ceg¨® a su hijo
La emperatriz Irene ha pasado a la historia por un gesto de crueldad sin par: quitar los ojos a su hijo para evitar que le arrebatara el trono de Bizancio. Irene, inteligente, bella y cruel, gobern¨® con mano de hierro un imperio para hombres. Pero su reinado ha quedado reducido a una atrocidad, la mutilaci¨®n de Constantino VI.
Hoy apenas si recordamos lo que fue el imperio bizantino, pero durante doce siglos ocup¨® un papel protagonista en el devenir del mundo. Los bizantinos dec¨ªan ser el Imperio Romano, aunque hablaban griego, y su capital, Constantinopla, fue la ciudad m¨¢s suntuosa y bella de la ¨¦poca. En esa urbe espl¨¦ndida, y en el Palacio Real, una ciudadela fabulosa compuesta de diversos edificios, la emperatriz Irene orden¨® cegar a su ¨²nico hijo, el coemperador Constantino VI. Era el 19 de agosto de 797 y Constantino ten¨ªa 26 a?os. Irene ha pasado a la Historia por este gesto de crueldad inusitada, por la desaz¨®n que producen las madres mort¨ªferas, las mutiladoras de la propia camada. Pero, pese a esta atrocidad bien documentada, la Iglesia ortodoxa la elev¨® a los altares. Es santa Irene, y su fiesta se celebra, con siniestra coincidencia, el 18 de agosto.
Para intentar entender este disparate tenemos que hacer el esfuerzo de imaginarnos aquel mundo remoto. El imperio bizantino era una sociedad h¨ªbrida y compleja, con una estructura administrativa romana, una enorme influencia cultural persa y una cristianizaci¨®n ferviente iniciada en los tiempos del primer Constantino. El centro de la vida popular era el Hip¨®dromo, que desempe?aba el mismo papel que anta?o el circo romano, s¨®lo que sin gladiadores ni luchas a muerte de esclavos mal armados contra fieras, espect¨¢culos prohibidos por su barbarie anticristiana. De modo que la diversi¨®n se limitaba a carreras de carros y de caballos, y hab¨ªa dos facciones deportivas rivales, los Verdes y los Azules, que divid¨ªan a toda la sociedad y ven¨ªan a ser como nuestros partidos de ahora.
El Palacio Real dispon¨ªa de un corredor oculto que le un¨ªa con el Hip¨®dromo, as¨ª como de otro pasadizo que llevaba a Santa Sof¨ªa, la impresionante catedral inaugurada en 537 y cuya vasta c¨²pula, un verdadero prodigio arquitect¨®nico de 55 metros de altura, fue la m¨¢s grande el mundo hasta la construcci¨®n de San Pedro en Roma en 1547. Estos pasadizos se avienen muy bien con el secretismo de la corte bizantina, que era un abigarrado, tentacular y conspiratorio centro de poder. La influencia persa hizo que los s¨ªmbolos, los ropajes y los rituales fueran muy importantes como representaci¨®n de una autoridad casi divina. Los emperadores ten¨ªan la prerrogativa de vestir de color p¨²rpura, un car¨ªsimo pigmento proveniente de un molusco diminuto con el que te?¨ªan sus deslumbrantes sedas, que luego eran adornadas con hilos de oro y plata y piedras preciosas. Adem¨¢s calzaban unas exclusivas botas rojas y llevaban desmesuradas joyas y cortinas de perlas enmarcando la cara.
Refulg¨ªan los emperadores como dioses, y tambi¨¦n refulg¨ªan sus aposentos, que estaban revestidos de p¨®rfido, una piedra del color de la sangre reservada para el uso imperial. La pompa ceremonial era tremenda y los visitantes deb¨ªan saludar al basileus y a la basilissa (emperador y emperatriz) tocando el suelo con la frente. En esa corte sobrecargada y suntuosa viv¨ªan tambi¨¦n los ministros de gobierno, los generales del ej¨¦rcito, secretarios y monjes. Muchos de los principales funcionarios eran eunucos, otra costumbre persa. En el imperio bizantino estaba prohibida la castraci¨®n, pero hab¨ªa un constante comercio de eunucos que eran operados justo al otro lado de las fronteras.
Las medidas legales contra la emasculaci¨®n y contra las peleas cruentas en el Hip¨®dromo podr¨ªan dar una imagen enga?osa del imperio bizantino como sociedad moderada y compasiva. Nada m¨¢s lejos de la realidad: era un mundo feroz. De hecho, los castigos se articulaban seg¨²n un c¨®digo de mutilaciones corporales que ten¨ªan un contenido simb¨®lico. Por ejemplo, a los ad¨²lteros se les rebanaba la nariz, como representaci¨®n de la potencia sexual. A lo largo de la historia de Bizancio se suceden y acumulan las amputaciones, y los poderosos muestran una escalofriante propensi¨®n a mutilar al oponente o ser mutilados. Incluso hubo un emperador, Justiniano II, que tras ser derrocado y desnarigado en 695, volvi¨® al poder en el a?o 705 con el comprensible apodo de Nariz Cortada.
En la ¨¦poca de Irene el imperio bizantino hab¨ªa perdido muchos de los territorios que antes pose¨ªa. Llevaba siglos combatiendo contra los persas, contra los khanes turcos y eslavos, contra los b¨²lgaros, contra los lombardos. Pero el mayor peligro lleg¨® en torno al a?o 630, cuando aparecieron, como un viento de muerte, los guerreros ¨¢rabes, reci¨¦n levantados en armas por el profeta Mahoma. En muy poco tiempo, los ¨¢rabes le arrebataron a Bizancio vastas regiones y las ciudades de Damasco, de Antioqu¨ªa, de Alejandr¨ªa, de Jerusal¨¦n. Entonces Constantinopla pas¨® a tener una aureola mesi¨¢nica, era la Nueva Jerusal¨¦n que luchaba contra el islam. Los bizantinos ten¨ªan mucha fe en las im¨¢genes sagradas y reverenciaban los iconos, tablillas transportables pintadas con las figuras de Cristo, de la Virgen, de los santos. La nueva fe del islam, en cambio, prohib¨ªa la representaci¨®n corporal y denunciaba el culto a las im¨¢genes como idolatr¨ªa. Y era el islam el que ganaba casi todos los combates.
Judith Herrin, autora del interesant¨ªsimo libro Mujeres en p¨²rpura (Taurus), sostiene que esta es la causa principal del comienzo de las luchas iconoclastas, y debe de tener raz¨®n. Desde el principio del mundo, los dioses han sido utilizados como aliados militares, como arma secreta y ¨²ltima en las guerras. Los ej¨¦rcitos bizantinos que se encomendaban a sus iconos milagrosos y que despu¨¦s ca¨ªan como conejos en la batalla deb¨ªan de sospechar que algo no funcionaba. Sea como fuere, en el a?o 730 el emperador Le¨®n III sac¨® un edicto prohibiendo el culto a las representaciones figurativas. Y as¨ª empez¨® un siglo largo de sangrientas disputas entre los iconoclastas como Le¨®n III y los icon¨®dulos o partidarios de las im¨¢genes. El basileus Le¨®n y su sucesor e hijo Constantino V persiguieron, torturaron y ejecutaron a los icon¨®dulos, que hoy son considerados m¨¢rtires de la Iglesia ortodoxa. Los partidarios de acabar con las im¨¢genes estaban, sobre todo, en el ej¨¦rcito y entre los funcionarios, mientras que los partidarios de los iconos eran sobre todo los monjes, que, naturalmente, perd¨ªan influencias si se suprim¨ªa el culto a los santos, de los que ellos eran los principales mediadores. Detr¨¢s de las luchas iconoclastas tambi¨¦n hab¨ªa, como siempre hay, un pulso entre poderes.
Y regresamos ya a nuestra feroz Irene, cuya vida s¨®lo es posible comprender si se entiende su ¨¦poca. Irene era ateniense, famosa por su hermosura e hija de una influyente familia griega. Constantino V la consider¨® un buen partido y decidi¨® que su hijo mayor, Le¨®n, se casara con ella. El matrimonio se celebr¨® en 769; la muchacha, reci¨¦n llegada a Bizancio, deb¨ªa de tener catorce o quince a?os. Inmediatamente despu¨¦s de la boda, los reci¨¦n casados fueron coronados como basileus y basilissa y declarados coemperadores con Constantino, un procedimiento habitual para asegurar la herencia. En este caso, el marido de Irene, Le¨®n IV, ten¨ªa cinco hermanastros menores, los llamados c¨¦sares, que eran hijos de la ¨²ltima esposa de Constantino. Con la coronaci¨®n a¨²n en vida del anterior emperador se intentaba evitar que los c¨¦sares conspiraran para quitarle el puesto al heredero.
En 771, Irene pari¨® un hijo var¨®n (a quien llamaron Constantino, como su abuelo) en la suntuosa C¨¢mara P¨®rfida, una habitaci¨®n de paredes rojas, revestida de seda y piedras finas, que estaba destinada ¨²nicamente para que las basilissas dieran a luz all¨ª a su estirpe imperial. Cinco a?os m¨¢s tarde muri¨® el viejo Constantino, y Le¨®n IV e Irene asumieron todo el poder y coronaron a su peque?o hijo como coemperador, como era habitual, para salvaguardar su derecho. Pero Le¨®n dur¨® poco; muri¨® en 780, apenas rozando la treintena, de un modo extravagante: como al parecer le encantaban las joyas, sac¨® una pesada y adornada corona de la iglesia de Santa Sof¨ªa y la llevaba puesta todo el tiempo. Del exceso de uso le salieron unos for¨²nculos en la frente, y despu¨¦s vino la fiebre y la agon¨ªa. Una extra?a muerte, desde luego, que dio origen a ciertos rumores de envenenamiento. Irene ten¨ªa unos 25 a?os, y su hijo Constantino VI s¨®lo nueve. Como regente, la emperatriz empez¨® a detentar un poder fabuloso.
En cuanto que Le¨®n muri¨®, sus hermanastros, los cinco c¨¦sares, se pusieron a conspirar para tomar el trono. Descubierta la conjura, Irene les mand¨® azotar y tonsurar, es decir, les oblig¨® a meterse monjes. La astuta Irene, sabedora del valor de las representaciones simb¨®licas, organiz¨® una imponente ceremonia en la iglesia de Santa Sof¨ªa para devolver la famosa corona de los for¨²nculos, y oblig¨® a los c¨¦sares a repartir la Eucarist¨ªa como humildes monjes, mientras ella reluc¨ªa en toda su pompa imperial.
Pero Irene sab¨ªa que ten¨ªa que encontrar apoyos para sus aspiraciones del poder. Si hoy es considerada santa por la Iglesia ortodoxa es porque reinstaur¨® el culto a las im¨¢genes. Sus hagi¨®grafos la presentan como una mujer devota de los iconos, pero lo cierto es que no hay ninguna constancia hist¨®rica de que venerara personalmente las im¨¢genes de los santos. Es muy probable que se uniera a los monjes icon¨®dulos porque necesitaba aliados, ya que los ej¨¦rcitos iconoclastas siempre recelaron de su papel de mujer demasiado poderosa.
Sea como fuere, Irene movi¨® sus fichas con rapidez. Se apoy¨® en Eustaraquio, un eunuco al que nombr¨® logoteta del dromo, a cargo de la polic¨ªa y de los asuntos exteriores, y oblig¨® a dimitir al patriarca iconoclasta de Bizancio y en su lugar coloc¨® a Tarasio, un d¨®cil bur¨®crata que era seglar y al que hizo patriarca de la noche a la ma?ana. Con ayuda del obediente Tarasio, Irene convoc¨® un concilio en 786 en Constantinopla para condenar a los iconoclastas. Pero el ej¨¦rcito tom¨® la iglesia en donde se celebraba el c¨®nclave y oblig¨® a los participantes a suspenderlo. Entonces volvi¨® a brillar el genio de Irene: fingi¨® aceptar la voluntad del ej¨¦rcito y poco despu¨¦s decret¨® que las tropas marcharan a Asia Menor para emprender otra campa?a contra los ¨¢rabes. Para que la excusa resultara convincente, les orden¨® viajar al punto de reuni¨®n tradicional de estas incursiones, y desplaz¨® hasta all¨¢ toda la impedimenta habitual para una guerra. Pero cuando el ej¨¦rcito lleg¨® a su destino, pag¨® y licenci¨® a todos los soldados, y al mismo tiempo expuls¨® de Constantinopla a sus mujeres y sus hijos.
Disuelto ese ej¨¦rcito rebelde, la emperatriz mand¨® venir las tropas de Asia Menor, que eran menos d¨ªscolas, y, reforzado as¨ª su poder, organiz¨® el famoso Concilio de Nicea, en el cual se conden¨® a los iconoclastas. Mientras tanto el tiempo iba pasando y su hijo Constantino iba creciendo, pero Irene no mostraba ning¨²n deseo de cederle el trono. En las monedas de oro sal¨ªa la efigie de los dos, pero era ella quien sosten¨ªa el cetro. Al fin, en 790, Constantino, que ten¨ªa 19 a?os y acababa de casarse con Mar¨ªa, una esposa elegida por su madre, decidi¨® tomar el poder y prepar¨® una conspiraci¨®n contra Eustaraquio. Tras diversas peripecias, Constantino logr¨® detener al poderoso eunuco, a quien mand¨® azotar, tonsurar y desterrar. Despu¨¦s encerr¨® a Irene en un palacio.
Y ahora comienza la parte m¨¢s asombrosa de esta historia. Constantino VI gobern¨®, con escasa suerte militar y pol¨ªtica, durante dos a?os. Pero en 792 hizo lo incomprensible: no s¨®lo permiti¨® que su madre regresara a la corte, sino que la confirm¨® como coemperatriz. ?Por qu¨¦ la dej¨® volver? ?Por qu¨¦ le otorg¨® nuevamente el mando? Quiz¨¢ fuera un hombre d¨¦bil y el poder en solitario le resultara demasiado gravoso. Quiz¨¢ amara a su madre. Quiz¨¢ Irene consiguiera convencerle de que ella tambi¨¦n lo amaba. Pero en cuanto Irene regres¨®, todo recomenz¨®. La emperatriz hizo venir al eunuco Eustaraquio, y retom¨® las riendas del imperio. Ante lo cual, en 793, los c¨¦sares intentaron una nueva conspiraci¨®n para descabalgarles del trono. Esta vez la respuesta imperial fue tajante: el mayor, Nic¨¦foro, fue cegado, y a los otros cuatro les cortaron la lengua.
Un par de a?os m¨¢s tarde, Constantino VI, que por sus actos parece un pobre hombre atrapado en un mundo mucho mayor que ¨¦l, repudi¨® a su mujer, Mar¨ªa, y se cas¨® con Teodota, una camarera de Irene. Dicen los cronistas de la ¨¦poca que todo esto fue provocado por las sutiles manipulaciones de Irene, que "anhelaba el poder y deseaba que Constantino fuera universalmente rechazado". Y, en efecto, as¨ª sucedi¨®, porque su segundo matrimonio fue considerado ad¨²ltero y escandaloso. Los a?os finales de la relaci¨®n entre madre e hijo debieron de ser tremendos, con Constantino sospechando de Irene y ¨¦sta conspirando incesantemente a sus espaldas: se dedic¨® a repartir oro y huesecillos milagrosos de santa Eufemia entre los generales y los icon¨®dulos, para comprar su apoyo contra su hijo.
En agosto de 797, Constantino se vio tan perdido ante el f¨¦rreo empuje de su madre que intent¨® huir de Constantinopla y reunirse con las tropas fieles de Anatolia. Pero fue detenido. El 19 de agosto, la emperatriz Irene orden¨® que le condujeran a la C¨¢mara P¨®rfida, all¨ª donde ella le hab¨ªa parido 26 a?os antes, y que le sacaran los ojos. El macabro detalle de aplicarle el suplicio en la misma habitaci¨®n en donde hab¨ªa nacido es propio del perverso refinamiento de Irene, de su afici¨®n a los ceremoniales y su perfecto dominio de los gestos simb¨®licos. No se puede concebir un marco m¨¢s sobrecogedor que esa c¨¢mara imperial, de paredes uterinas rojas como la sangre, para resaltar el poder absoluto de la emperadora-madre que otorga la vida y que, por consiguiente, tambi¨¦n est¨¢ autorizada a arrebatarla. Al parecer, la enucleaci¨®n de los globos oculares provocaba a menudo la muerte de la v¨ªctima; aunque los historiadores no terminan de ponerse de acuerdo sobre si Constantino VI falleci¨® o no a ra¨ªz del tormento, la ya citada Herrin dice que el hijo de Irene vivi¨® a¨²n siete a?os m¨¢s, apartado de todo y cuidado abnegadamente por su amada Teodota.
En cuanto a Irene, queda poco que contar. Por fin consigui¨® el poder absoluto que tanto hab¨ªa anhelado, y se apresur¨® a acu?ar monedas de oro con su sola efigie en ambas caras, as¨ª como a firmar decretos usando el t¨ªtulo de basileus, emperador, y no el de basilissa. Sin embargo, sus enemigos segu¨ªan siendo muchos, y enseguida tuvo que sofocar una nueva conjura. Para curarse en salud, mand¨® cegar a los cuatro c¨¦sares que quedaban vivos y que ya hab¨ªan sufrido la amputaci¨®n de la lengua. Necesitaba apoyos, e intent¨® hacerse popular edificando mucho (iglesias, asilos para ancianos, hospitales) y bajando los impuestos. Pero las cosas marchaban mal en el terreno militar frente a los ¨¢rabes, y en la corte la situaci¨®n era a¨²n peor: sus dos eunucos favoritos, Estoraquio y Aecio, luchaban ferozmente entre s¨ª por hacerse con el poder, y estaban tan crecidos que incluso parec¨ªan aspirar al trono. Esto es, como los eunucos no pod¨ªan ser emperadores, conspiraban para colocar a alguno de sus familiares como heredero.
Este fue, probablemente, el mayor error de Irene como basileus: no regular su sucesi¨®n. Se esperaba de ella que se casara y tuviera hijos, pero la emperatriz no mostraba ning¨²n inter¨¦s en hacerlo. Mujer sola en un mundo viril, probablemente no deseaba tener que pelear de nuevo frente a un hombre su heterodoxo derecho al poder. Al cabo, la presi¨®n de la corte le hizo concebir un vago plan de matrimonio con Carlomagno, el rey de los francos, un proyecto que nunca lleg¨® a nada. Mientras tanto, en la Navidad del a?o 800, Carlomagno se hizo coronar en Roma por el Papa como Emperador de los Romanos, aduciendo que el imperio no pod¨ªa estar regido por una mujer. Irene se encontraba cada vez m¨¢s cercada.
La inquietud de los bizantinos por las aspiraciones de Carlomagno y el excesivo poder de los eunucos precipit¨® las cosas. En 802, Nic¨¦foro, el ministro de Econom¨ªa, dio un golpe de Estado y se proclam¨® emperador. Irene fue confinada en la isla de Lesbos, y la amargura de perder el trono tal vez acelerara su final, porque muri¨® en 803. No deb¨ªa de haber cumplido a¨²n los cincuenta a?os. Contra todo pron¨®stico, contra toda costumbre, contra su propio sexo, esta Irene inteligente, bella y cruel hab¨ªa logrado alcanzar la c¨²spide de un enorme imperio en decadencia, de una corte suntuosa y b¨¢rbara en la que las mutilaciones fueron habituales durante siglos. Ella hizo lo que muchos otros basileus hicieron, pero al mutilar a Constantino estaba sellando su lugar en la Historia. La emperatriz Irene, que tanto y tan ferozmente luch¨® por escapar de su identidad y su destino de mujer, hoy es recordada sobre todo como la madre que ceg¨® a su propio hijo.
M¨¢s informaci¨®n en: 'Mujer en p¨²rpura', Judith Herrin (Taurus), 'Historia de Bizancio' (Cr¨ªtica) y en www.imperiobizantino.com.
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