Dioses
Los libros de historia nos ense?an con claridad meridiana que, seg¨²n lamentaba el cl¨¢sico, nada existe estable en este mundo y dif¨ªcil es hallar en ¨¦l posici¨®n segura y firme: como las mareas, avanzan y retroceden las fronteras, se transmutan las razas, las patrias envejecen, los imperios se desmoronan. Y m¨¢s que ninguna otra cosa, cambian los dioses; entre el cielo y la tierra se produce una emigraci¨®n continua de demonios, ¨¢ngeles y criaturas mestizas, que tienen la mitad de su cuerpo construida en carne y la otra en marfil y oro puro, crisoelefantina. Los viejos dioses y los viejos h¨¦roes se marchan, pero siempre vuelven. Cuando Shelley, en aquel hermoso poema de Ozymandias, se lamentaba de la suerte de las ciudades entregadas a la tempestad y de las divinidades ahogadas por el desierto, olvidaba que de las estatuas descompuestas nace musgo, que es el alimento de los gusanos, de las cris¨¢lidas y las mariposas. Un or¨¢culo profetiz¨® a su madre que, si viajaba a Troya, la vida de Aquiles ser¨ªa breve pero su nombre prevalecer¨ªa: y despu¨¦s de haber luchado contra el olvido de su idioma, la precariedad de la escritura y los sistemas educativos que todo lo oscurecen en ceniza, aqu¨ª est¨¢ hoy, gozando de excelente salud sobre las facciones inefables de Brad Pitt.
Dec¨ªa Tales el milesio que todo est¨¢ lleno de dioses, y tal vez sea as¨ª, pero a m¨ª me parece que algunas partes m¨¢s que otras. Sin elevar demasiado la voz para no merecer el reojo de los integristas, apuntaremos que esa romer¨ªa de Huelva que hoy deja hematomas en los pechos de los devotos debido al fervor con que se golpean los corazones, algunos siglos o milenios atr¨¢s era propiedad de una diosa blanca que poco o nada sab¨ªa de la Virgen Mar¨ªa, y que agasajaba a sus peregrinos con los mismos fastos: vino, org¨ªas y danzas. Todo templo ha crecido sobre otro que muri¨®, del mismo modo que cada ser vivo constituye la desembocadura y el extremo de otros tantos que se pudrieron para darle un cuerpo y que sobreviven oblicuamente en las c¨¦lulas de su piel y las bacterias de su est¨®mago. Mircea Eliade afirma que la casa sagrada es el centro del universo, un lugar del que dimana un poder sobrenatural y al que los fieles se aproximan en busca de un cobertizo en que la realidad resulte menos intensa; cuando un pueblo masacra a otro y le obliga a mudarse de casa, simplemente instala a sus dioses en el hogar de los precedentes. Esta catedral desproporcionada y esta escu¨¢lida Giralda de las que tan orgullosos nos sentimos en Sevilla fueron edificadas sobre un solar que ya hollaron Al¨¢, J¨²piter y otros pies m¨¢s turbios y lejanos. Todos los dioses se resumen en el mismo, opinaron los te¨ªstas: y en cuesti¨®n de arquitectura, quiz¨¢ no se hayan equivocado.
Al¨¢ regresa a Sevilla, no a su sede principal, a la sombra del minarete, sino a un barrio m¨¢s perif¨¦rico, el de los Bermejales, donde a pesar de la oposici¨®n de ciertos vecinos volver¨¢n a vociferar los almuecines y se desgranar¨¢n los vers¨ªculos del Cor¨¢n. No somos nadie para prohibir a los dioses la repatriaci¨®n o el exilio: estaban aqu¨ª antes de que lleg¨¢semos y continuar¨¢n cuando nos despidamos, en las bocas de quienes sufren, convertidos en piedra o madera, prometi¨¦ndonos el para¨ªso desde libros llenos de milagros terribles.
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