La falsa locura de Alonso Quijano
D¨¦mosle la vuelta a la medalla y veamos qu¨¦ hay detr¨¢s.
Dice Cervantes, el famoso y nunca demasiado le¨ªdo autor de Don Quijote, nada m¨¢s empezar su cuento, que un cierto hidalgo de La Mancha, de nombre Alonso Quijano, hombre de escasos haberes pese la relativa nobleza de su condici¨®n social, hab¨ªa perdido el juicio por efecto del mucho leer y mucho imaginar. Es cierto que las palabras que Cervantes escribi¨® no fueron exactamente ¨¦sas, pero unas y otras, como se ver¨¢ a continuaci¨®n, acaban en el mismo punto. De hecho, entre el poco dormir y el mucho leer, raz¨®n por la que a Quijano se le sec¨® el cerebro, seg¨²n el autor, y el mucho leer y mucho imaginar, la diferencia no es grande. Quien lee, imagina, y si por mucho leer, duerme poco, parece evidente que tendr¨¢ tiempo para imaginar m¨¢s. Verdaderamente, no creo que conste en los archivos psiqui¨¢tricos ning¨²n caso de alguien que se haya vuelto loco por haber le¨ªdo, aunque mucho, y por haber imaginado, aunque en exceso. Muy al contrario, leer e imaginar son dos de las tres puertas principales (la curiosidad es la tercera) por donde se accede al conocimiento de las cosas. Sin antes haber abierto de par en par las puertas de la imaginaci¨®n, de la curiosidad y de la lectura (no olvidemos que quien dice lectura dice estudio), no se va muy lejos en la comprensi¨®n del mundo y de uno mismo.
Cuando Cervantes afirma tan perentoriamente que Alonso Quijano perdi¨® la raz¨®n (as¨ª est¨¢ escrito con todas las letras, no se puede ni negar ni arrancar la p¨¢gina reveladora), est¨¢ diciendo que Don Quijote de La Mancha, en resumidas cuentas, no es nada m¨¢s que el loco de Quijano y, por tanto, sin la locura del insignificante hidalgo rural nunca habr¨ªa existido el caballero andante. Pregunta la inquieta curiosidad: "?Podr¨ªa Cervantes haber hecho vivir al sobrio y pac¨ªfico Alonso Quijano las atribuladas aventuras que le esperan al justiciero Don Quijote?". La respuesta s¨®lo puede ser ¨¦sta: "S¨ª y no". "S¨ª", porque, obviamente, tal decisi¨®n ser¨ªa la consecuencia l¨®gica y natural de la libertad que asiste a cualquier autor para hacer con sus personajes lo que mejor entienda, pero, al mismo tiempo, tendr¨¢ que ser "no", ya que los contempor¨¢neos de Cervantes se negar¨ªan a admitir, con toda probabilidad, que alguien en su sano juicio anduviera en asuntos de caballer¨ªas por esos mundos de Dios y en esos tiempos, dando y recibiendo lanzadas a cada paso (para su infortunio, m¨¢s recibiendo que dando), haciendo o¨ªdos sordos a la sabia prudencia de los consejos de Sancho Panza, su fiel escudero y, como se ver¨¢ al final del cuento, su ¨²nico y verdadero amigo. No creo que sea demasiado atrevimiento imaginar a Cervantes sin saber c¨®mo empezar la incre¨ªble historia que quer¨ªa contar, d¨¢ndole vueltas en la cabeza y llegando por fin a la conclusi¨®n de que s¨®lo exist¨ªa una manera, una sola, de persuadir a los futuros lectores para que acaben aceptando sin exigencias ni desconfianzas los comportamientos delirantes de Quijote, y esa ¨²nica manera era enloquecer a Quijano. Incluso es posible, si se me permite esta hip¨®tesis adicional, que la obra no hubiera llegado a existir sin la h¨¢bil estrategia narrativa de Cervantes, que, al acomodarse a los preconceptos y a las supersticiones de su ¨¦poca, pudo luego extraerles todo el jugo y todo el provecho.
Hay, sin embargo, quien ose defender que Alonso Quijano no se volvi¨® loco. Es cierto que muchos de sus actos nos parecen, a la luz de la simple racionalidad, aut¨¦nticos dislates, como el risible episodio que siempre nos viene a la memoria, aquel en que Don Quijote se precipita lanza en ristre contra los treinta o cuarenta molinos que laboraban en el Campo de Montiel, creyendo, o haci¨¦ndole creer a Sancho, que se trataba de una caterva de malvados gigantes con brazos de dos leguas. Se puede preguntar: "?Alguna vez se ha visto mayor demostraci¨®n de locura, un hombre queriendo pelear con molinos de viento jurando que son gigantes?". Realmente, no hay noticia en la historia de la andante caballer¨ªa de desvar¨ªo semejante, siempre, claro est¨¢, que nos limitemos a tomar el episodio al pie de la letra, como parece que era el malicioso deseo de Cervantes. Pero imaginemos durante un momento, al menos durante un momento, que Don Quijote no est¨¢ loco, que simplemente finge una locura. De ser as¨ª, no tuvo otro remedio que obligarse a cometer las acciones m¨¢s disparatadas que le pasasen por la mente para que los dem¨¢s no alimentaran ninguna duda acerca de su estado de alienaci¨®n mental. S¨®lo fingi¨¦ndose loco podr¨ªa haber atacado a los molinos, s¨®lo atacando a los molinos podr¨ªa esperar que el resto de la gente lo considerara loco. Ahora bien, de acuerdo con este modo de ver, bastante discordante con las ideas generalmente recibidas, fue en virtud de esa genial simulaci¨®n de Cervantes como el bueno de Alonso Quijano, convertido en Don Quijote, consigui¨® abrir la cuarta puerta, la que todav¨ªa le estaba faltando, la puerta de la libertad. La curiosidad lo empuj¨® a leer, la lectura le hizo imaginar, y ahora, libre de las ataduras de la costumbre y de la rutina, ya puede recorrer los caminos del mundo, comenzando por estas planicies de La Mancha, porque la aventura, bueno es que se sepa, no elige lugares ni tiempos, por m¨¢s prosaicos y banales que sean o parezcan. Aventura que en este caso de Don Quijote no es s¨®lo de la acci¨®n, sino tambi¨¦n, y principalmente, de la palabra. Aun cuando sus largu¨ªsimos discursos se nos antojen absurdos, incoherentes, despropositados, qui¨¦n sabe si colocados ah¨ª por Cervantes para reforzar en el esp¨ªritu del lector la convicci¨®n de que Don Quijote est¨¢ loco perdido, aun ¨¦stos acabar¨¢n present¨¢ndose como obras maestras de la buena raz¨®n y del buen sentido, la m¨¢s fina ret¨®rica discurriendo en el m¨¢s expresivo de los lenguajes, una dial¨¦ctica que el propio S¨®crates no desde?ar¨ªa, un esplendor de vocabulario que Shakespeare (que morir¨ªa el mismo d¨ªa que Cervantes, el 23 de abril de 1616) tal vez hubiera envidiado.
Admitido que Alonso Quijano fingi¨® estar loco, habr¨¢ que responder ahora a dos preguntas inevitables: "?Por qu¨¦ y para qu¨¦ una sustituci¨®n de identidad que s¨®lo le iba a acarrear malos pasos, escarnio, rid¨ªculo, desastres, humillaciones?". Muchos a?os despu¨¦s de que Don Quijote hubiera perdido la batalla contra los molinos de Montiel, pasado a espada unos cuantos odres de vino, de que hubiera bajado a la cueva de Montesinos y perseguido el sue?o de una improbable Dulcinea, un poeta franc¨¦s llamado Arthur Rimbaud escribi¨® estas palabras tan alborozadoras como la lectura de todos los libros de caballer¨ªa juntos: La vraie vie est ailleurs, es decir, la vida aut¨¦ntica est¨¢ por ah¨ª, en otro lugar, no aqu¨ª. Lo que el genio de Rimbaud proclam¨®, que la aut¨¦ntica vida no es ¨¦sta, sino otra, aunque no se sepa ni d¨®nde est¨¢ ni c¨®mo llegar, ya la peque?ez provinciana del hidalgo manchego lo hab¨ªa intuido. Sin embargo, Alonso Quijano fue m¨¢s lejos que Rimbaud en esa comprensi¨®n, a ¨¦l no le bastaba con ir en b¨²squeda de otros lugares donde quiz¨¢ le estuviera esperando la vida aut¨¦ntica, era necesario que se convirtiera en otra persona, que, al ser ¨¦l mismo otro, fuese tambi¨¦n otro el mundo, que las posadas se transformaran en castillos, que los reba?os le aparecieran como ej¨¦rcitos, que las oscuras aldonzas fuesen luminosas dulcineas, que, en fin, mudado el nombre de todos los seres y cosas, sobrepuesta la realidad del sue?o y del deseo a las evidencias de un cotidiano aburrido, pudiese devolver a la tierra la primera y m¨¢s inocente de sus alboradas. A Alonso Quijano no le bastar¨ªa decir como Rimbaud: La vraie vie est ailleurs. S¨ª, la vida aut¨¦ntica estar¨¢ en otro lugar, pero no s¨®lo la vida, tambi¨¦n est¨¢ en otro lugar mi yo verdadero, o, como el poeta pudiera haber dicho, aunque no lo dijo, Le vrai moi est ailleurs. Y fue as¨ª como Alonso Quijano, montado en su esquel¨¦tica cabalgadura, grotescamente armado, comenz¨® a caminar, ya otro, y, por tanto, en busca de s¨ª mismo. Al otro lado del horizonte le esperaba Don Quijote.
Jos¨¦ Saramago es escritor portugu¨¦s, premio Nobel de Literatura. Traducci¨®n de Pilar del R¨ªo.
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