La disputa nominalista
Parece como si a nuestra sociedad le hubiera entrado una repentina fiebre por pelearse sobre palabras. Hace unos meses, se calentaron los ¨¢nimos en torno al tema de si el valenciano era una "lengua" o s¨®lo un dialecto o variante del catal¨¢n; los hab¨ªa, si no dispuestos a morir, s¨ª al menos a ofenderse gravemente ante la insinuaci¨®n de que la suya fuera una lengua similar o totalmente independiente de la de al lado. La semana pasada, personas francamente irritadas aseguraban no ser enemigos del derecho de los homosexuales a unirse legalmente, pero consideraban intolerable llamar a esa uni¨®n "matrimonio". Y, siguiendo con la guerra de palabras, la gente toma hoy posiciones no menos apasionadas a favor o en contra de conceder a Catalu?a el t¨ªtulo de "naci¨®n", sali¨¦ndose as¨ª de las tranquilas aguas conceptuales de las "nacionalidades y regiones" en que hasta ahora estaba ubicada.
Cualquiera dir¨ªa que estamos volviendo al siglo XII, cuando los fil¨®sofos escol¨¢sticos se dividieron en dos escuelas -enemigas mortales, no faltar¨ªa m¨¢s- en torno a la cuesti¨®n de si los nombres y conceptos con que designamos a las cosas son reales (o, m¨¢s bien, son la ¨²nica realidad sustancial, pues existen en la mente divina incluso antes de las cosas mismas) o si son invenciones humanas destinadas a expresar cualidades gen¨¦ricas de los objetos y fen¨®menos particulares. La Iglesia se aline¨® a favor de los primeros, los llamados "realistas", pues su filosof¨ªa convert¨ªa en s¨®lidas realidades los dogmas teol¨®gicos; pero, tras el paso de tantos siglos, cualquier fil¨®sofo actual les dar¨ªa la raz¨®n a los segundos, los "nominalistas". Porque el acuerdo general hoy es que las palabras s¨®lo tienen valor convencional, y que de ning¨²n modo est¨¢n ligadas a realidades externas al lenguaje mismo.
?No estaremos, por tanto, perdiendo nuestro tiempo con estos debates sobre el uso de tal o cual t¨¦rmino? ?No ser¨¢ un debate simb¨®lico m¨¢s, de estos que nos apasionan a los humanos mucho m¨¢s que las cuestiones "materiales", que para el ingenuo racionalismo de Karl Marx iban a ser las ¨²nicas significativas en el mundo moderno? ?O es que del uso de los t¨¦rminos se derivan consecuencias jur¨ªdicas inevitables? Ve¨¢moslo en relaci¨®n con el concepto "naci¨®n".
?A qu¨¦ llamamos naci¨®n, en definitiva? La definici¨®n habitual, que se encuentra en diccionarios y enciclopedias, dice algo semejante a "una comunidad humana unida por lazos de raza, lengua, religi¨®n e historia"; a veces se a?ade un "etc¨¦tera", pero lo normal es que la descripci¨®n se quede en esos cuatro rasgos (que, en conjunto, dan lugar a un quinto, impl¨ªcito: una "manera de ser" especial, diferente a la de sus vecinos). Recapacitemos un momento sobre cada uno de ellos porque, vistos con alg¨²n detenimiento, resultan ser menos s¨®lidos de lo que aparentan.
Lo primero que habr¨ªa que descartar es el t¨¦rmino "comunidad" (que raras veces falta). Tomado literalmente, es inevitable remontarlo a la cl¨¢sica distinci¨®n de Ferdinand T?nnies, uno de los padres fundadores de la sociolog¨ªa, entre Gemeinschaft y Gesellschaft: la primera, la comunidad, es una entidad natural, org¨¢nica, de existencia previa a la de sus componentes y por tanto ajena a la voluntad de ¨¦stos; la segunda, en cambio, la sociedad, ser¨ªa una creaci¨®n artificial, producto de la voluntad de los individuos humanos, propia del atomizado mundo moderno. Hoy, sin embargo, sabemos muy bien que la distinci¨®n de T?nnies es m¨¢s te¨®rica que pr¨¢ctica: ni hay grupos humanos totalmente artificiales y planificados, ni hubo nunca, si no es en un mundo tradicional idealizado, sociedades org¨¢nicas y "naturales". Lo que nos lleva tambi¨¦n a observar que nuestro propio lenguaje diario incurre en deslizamientos organicistas cuando utilizamos expresiones tales como "el grupo piensa", "el pueblo cree" o "la naci¨®n desea". Los sujetos colectivos no son entes animados, no tienen alma ni mente; los ¨²nicos que pensamos, creemos o deseamos somos los individuos.
Si de la comunidad pasamos a los cuatro rasgos que la cualifican, volvemos a encontrar que ninguno de ellos, cuando se analiza de cerca, funciona. Contra lo que pueda parecer a primera vista, las razas son casi imposibles de definir; incluso tiene algo de inmoral, despu¨¦s de los cr¨ªmenes desvelados en 1945, seguir pensando en clasificar a los humanos en razas. Tampoco es f¨¢cil la divisi¨®n de la humanidad en compartimentos religiosos, pero sobre todo es poco realista analizar a las secularizadas sociedades modernas a partir de la religi¨®n. En cuanto a las lenguas, que alguien se atreva a decirnos cu¨¢l es el n¨²mero exacto de grupos ling¨¹¨ªsticos existentes en el mundo; o, m¨¢s dif¨ªcil todav¨ªa, que intente hacer coincidir las naciones con las lenguas; porque el espa?ol, por ejemplo, es hablado en m¨¢s de veinte "naciones" y sin embargo en la propia Espa?a coexiste con otras varias lenguas vivas. Por ¨²ltimo, ?alguien puede imaginar un rasgo m¨¢s manipulable que el "pasado hist¨®rico com¨²n"? ?Nos dice la historia de una manera "objetiva" a qui¨¦n pertenece, por ejemplo, Jerusal¨¦n? ?A los jud¨ªos, a los musulmanes, a los cristianos? ?A cu¨¢l de las sectas o fracciones de cada una de estas religiones?
La descripci¨®n tradicional de la naci¨®n en t¨¦rminos de raza, lengua, religi¨®n e historia, sirve, por tanto, de poco. Todos ellos son rasgos anticuados y muy dif¨ªciles de definir. Apenas hay en el mundo sociedades que sean homog¨¦neas ni siquiera en uno de esos cuatro terrenos; y es totalmente impensable una sociedad que lo sea en todos ellos. Lo esencial, como observ¨® Benedict Anderson en un libro inolvidable, no son esos elementos objetivos, sino uno subjetivo: la conciencia de poseer esos rasgos, el hecho de que la mayor¨ªa de los individuos de ese conjunto humano crea o imagine que posee unas similitudes culturales del tipo de las descritas; de esta manera surgen las comunidades imaginadas, que es una buena manera de empezar a definir a las naciones. Y no es s¨®lo conciencia o imaginaci¨®n: es tambi¨¦n, como explic¨® Ernest Renan hace un siglo y pico, la voluntad de ser parte de ese grupo, el hecho de querer ser, por ejemplo, catalanes (el "plebiscito cotidiano").
A estos elementos subjetivos hay que a?adir otros dos requisitos absolutamente inexcusables para poder llamar naci¨®n a un grupo humano. El primero, queesa poblaci¨®n debe estar establecida y arraigada sobre un territorio concentrado. Si no hay territorio, habr¨¢ etnia, habr¨¢ grupo distinto culturalmente, pero no hay naci¨®n. El grupo cultural m¨¢s indiscutiblemente diferenciado que ha vivido en la Pen¨ªnsula Ib¨¦rica en los ¨²ltimos siglos han sido los gitanos. Nunca se han declarado naci¨®n ni han sido reconocidos como tales, y todos sabemos la raz¨®n: porque no tienen territorio fijo. De haberlo tenido, hubieran utilizado la justificaci¨®n nacionalista hace tiempo.
El segundo requisito para ser naci¨®n es que una parte importante o mayoritaria de los miembros de ese grupo tiene que expresar de alguna forma su intenci¨®n de controlar pol¨ªticamente ese territorio en el que est¨¢n ubicados. Porque la naci¨®n tiene una curiosa y trascendental peculiaridad: que parte de una reclamaci¨®n ¨¦tnica ("somos diferentes"), similar a la que podr¨ªa expresar cualquier grupo o minor¨ªa cultural, religiosa o sexual; pero esta exigencia de reconocimiento se convierte de inmediato en reivindicaci¨®n territorial: en virtud de sus diferencias culturales, el grupo que se declara nacional exige control sobre la parte del globo en que habita (y alguna otra adyacente que cree "suya" por razones hist¨®ricas). De nada vale objetar que en esas tierras viven gentes que no comparten sus rasgos culturales. En caso de encontrarnos ante un nacionalista c¨ªvico, sofisticado, moderno, nos dir¨¢: no se preocupe, si nosotros somos muy tolerantes y multiculturales, si en nuestro proyecto de Estado todo el mundo va a tener los mismos derechos. A un etnicista m¨¢s cerrado le ser¨¢ dif¨ªcil ocultar su intenci¨®n de distinguir dos clases de personas en su futuro territorio aut¨®nomo: los "ciudadanos", meros hu¨¦spedes, y los "nacionales" o aut¨¦nticos -jud¨ªos, adem¨¢s de israel¨ªes; o vascos de ascendencia y convicciones, adem¨¢s de ciudadanos de Euskadi-. Tranquiliza m¨¢s el primero, pero no se puede dejar de observar que ambos han dado el salto de lo cultural a lo territorial sin reparar en la incoherencia l¨®gica.
Concluyamos. Si estamos de acuerdo en definir a la naci¨®n como un grupo humano cuyos miembros creen poseer unos rasgos culturales diferentes a los de sus vecinos y dejan patente su voluntad de mantener esos rasgos diferentes, que est¨¢n asentados sobre un territorio bien definido y que de sus peculiaridades culturales deducen el derecho a decidir pol¨ªticamente sobre el destino de ese territorio, pocas dudas pueden cabernos de que Catalu?a es una naci¨®n. Una mayor¨ªa de los habitantes de Catalu?a as¨ª lo piensan, y, como en definitiva estamos hablando de comunidades imaginadas, lo que ellos, los protagonistas, imaginan es la realidad social.
Con arreglo, sin embargo, al mismo argumento, siguiendo una l¨®gica estrictamente paralela, hay que concluir que tambi¨¦n Espa?a es una naci¨®n. Quienes reclaman el derecho a ser incluidos en esta categor¨ªa no pueden, a continuaci¨®n, negar ese t¨ªtulo a Espa?a aduciendo que s¨®lo es un "Estado". Porque hay muchos millones de personas que se sienten espa?oles, que quieren ser espa?oles (muchos m¨¢s, entre par¨¦ntesis, que quienes se sienten catalanes; no en t¨¦rminos absolutos, es decir, no m¨¢s millones de personas, dato que no ser¨ªa decisivo, sino muchos m¨¢s en t¨¦rminos relativos tambi¨¦n: si hay, supongamos, un 60% de catalanes que creen que Catalu?a es una naci¨®n, el porcentaje de ciudadanos espa?oles que sienten a Espa?a como naci¨®n no baja del 90%; y habr¨¢ que despreciar mucho la realidad para no tener en cuenta ese dato); si toda esta gente cree en Espa?a como naci¨®n, por la misma raz¨®n antes explicada, Espa?a es una naci¨®n.
Si tanto Catalu?a como Espa?a son naciones, por tanto, la f¨®rmula "naci¨®n de naciones" est¨¢ servida. De estas naciones, tal como las hemos definido, no se derivan derechos, sino demandas, pretensiones de control territorial. Pero lo mismo podr¨ªa decirse de las nacionalidades, e incluso de las regiones, a las que nuestra Constituci¨®n reconoce, no ya pretensiones, sino derechos (el derecho a la autonom¨ªa). Por lo que no veo tantas diferencias entre unas y otras categor¨ªas.
Por ¨²ltimo, si los grupos, en contra de lo que creen los nacionalistas -de ambos lados-, no son naturales ni eternos, sino que dependen de algo tan inestable como la voluntad de sus miembros, no parece razonable intentar apresarlos en las leyes de una manera fija e inmutable. Como cualquier otra creaci¨®n humana, las naciones son provisionales e inestables; dejemos abierta la posibilidad de que evolucionen, desaparezcan, surjan otras nuevos, cambien de denominaci¨®n o de categor¨ªa. En un terreno as¨ª, tan et¨¦reo y tan subjetivo, lo importante es la negociaci¨®n pol¨ªtica y el pragmatismo. Lo absurdo es encastillarse en posiciones fundamentalistas y en defensas numantinas de nombres o entes inconmovibles.
Jos¨¦ ?lvarez Junco es catedr¨¢tico de Historia en la Facultad de Ciencias Pol¨ªticas de la Universidad Complutense. Actualmente dirige el Centro de Estudios Pol¨ªticos y Constitucionales.
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