Apolog¨ªa del salvaje total
La escena es ¨¦sta: un d¨ªa de septiembre de 1968, un hombre que acaba de descubrir la verdadera identidad de su padre gracias a un informe encargado a un detective viaja a la ciudad francesa de Belfort para conocer a su progenitor. Baja del tren, consulta un plano, camina hasta el boulevard Carnot; all¨ª, frente a la puerta de un edificio de seis plantas, se detiene, enciende un cigarrillo, espera. Seg¨²n el informe del detective, su padre, que se llama Roland L¨¦vy, sale todas las noches a dar un paseo. Dominado por el desasosiego de siempre, fumando sin tregua, el hombre aguarda, y a las ocho y media ve aparecer en el portal del edificio a un hombre de unos sesenta a?os envuelto en un abrigo gris: es Roland L¨¦vy. El hombre que ha estado aguardando apaga el cigarrillo y se dispone a seguir al otro, a alcanzarlo y abordarlo, pero en el ¨²ltimo instante algo lo detiene y permanece all¨ª, mirando alejarse a L¨¦vy, pensando. Naturalmente, no se sabe lo que est¨¢ pensando; lo ¨²nico que se sabe es que, antes de que su padre desaparezca para siempre al doblar una esquina, el hombre ya se ha dado media vuelta y camina por las calles de la ciudad hasta que encuentra un cine y se mete en ¨¦l: en el cine proyectan La quimera del oro, de Charles Chaplin.
No me negar¨¢n que esa escena parece sacada de una pel¨ªcula de Fran?ois Truffaut; la realidad es que est¨¢ sacada de la vida de Truffaut, o al menos de la vida de Truffaut tal como la cuentan Antoine de Baecque y Serge Toubiana en una apasionante biograf¨ªa que acaba de publicar Plot. Sab¨ªamos que muchas de las mejores pel¨ªculas de Truffaut son casi rigurosamente autobiogr¨¢ficas; lo que no sab¨ªamos es que la biograf¨ªa de Truffaut es, casi rigurosamente, como un compendio de sus mejores pel¨ªculas. Sab¨ªamos que es casi imposible no enamorarse de Truffaut cuando uno ve sus mejores pel¨ªculas (Los 400 golpes, Jules et Jim, Las dos inglesas, El hombre que amaba a las mujeres, La mujer de al lado); lo que no sab¨ªamos es que es casi imposible no enamorarse de Truffaut cuando uno lee su biograf¨ªa. ?sta, por lo dem¨¢s, no es un libro aconsejable: primero, porque si se empieza a leer es imposible abandonarlo, y tiene casi 700 p¨¢ginas; y segundo, porque, si se lee hasta el final, uno puede concebir la esperanza insensata de llegar a convertirse en un salvaje total, es decir, en un hombre libre. Hijo secreto de una madre que nunca lo quiso, Truffaut fue un ni?o rebelde, ciclot¨ªmico y atolondrado, que no se deten¨ªa ante la mentira ni ante el robo, un p¨¦simo estudiante que peregrin¨® de colegio en colegio, que a los 16 a?os arruin¨® a su familia y fue recluido en un reformatorio y luego se alist¨® en el ej¨¦rcito y desert¨® de ¨¦l, un adolescente radical, solitario e intr¨¦pido al que todo conduc¨ªa a llevar la vida breve y catastr¨®fica de esos forajidos de leyenda cuyo lema bien pudo ser el que por entonces acu?¨® para s¨ª mismo Truffaut: "No esperar nada de nadie, coger lo que uno necesita, no tener ataduras". El cine y la literatura lo salvaron; lo salv¨® la ficci¨®n: en los libros y pel¨ªculas en que se sumerg¨ªa desde ni?o, escap¨¢ndose de clase, a escondidas de sus padres y maestros, Truffaut encontraba una vida m¨¢s poderosa, apasionada y excitante que la que le ofrec¨ªa la gris y opresiva cotidianidad de la escuela y la familia, una plenitud radiante de aventuras que lo redim¨ªa de la hostilidad mediocre y harapienta que lo rodeaba. Ese ni?o, ese adolescente, fueron el lector ideal, el cin¨¦filo ideal: aquel que no disfruta de lo que se supone que hay que disfrutar -de lo que eso que llaman el canon dicta-, sino que mantiene una relaci¨®n salvaje con lo que lee y ve, como si lo que ve y lee fuera a salvarle la vida. A Truffaut se la salv¨®. S¨®lo tuvo que venir Andr¨¦ Bazin -inspirador de los j¨®venes de la nouvelle vague- para echarle una mano y convencerle de que ¨¦l no serv¨ªa m¨¢s que para hacer cine. El resto fue sencillo y es conocido: Truffaut se convirti¨® en un cr¨ªtico de cine salvaje que atacaba a muerte lo que detestaba y defend¨ªa a muerte lo que amaba y que cambi¨® para siempre nuestra forma de ver el cine, y luego en un cineasta meticuloso, encarnizado y salvaje que cre¨® su propia productora para que nadie le dijese c¨®mo ten¨ªa que hacer sus pel¨ªculas, y que gracias a eso hizo algunas pel¨ªculas salvajes e inolvidables y cosech¨® fracasos cuando esperaba triunfos y triunfos cuando esperaba fracasos, y tuvo hijos y mujeres y amantes y momentos de exultaci¨®n y momentos depresivos, y se vio envuelto en pol¨¦micas salvajes y a menudo se contradijo y alguna vez se traicion¨®, hasta que un tumor cerebral lo mat¨® a los 52 a?os?
En fin: al final, Truffaut se convirti¨® m¨¢s o menos en uno m¨¢s, como todo el mundo. Pero su infancia y su adolescencia y su juventud dibujan una par¨¢bola en la que hay que resistirse a reconocer un s¨ªmbolo. Yo me resisto; al menos hoy me resisto. Prefiero quedarme con la imagen de ese hu¨¦rfano adolescente, saturado de sue?os y de rabia, que se ha escapado de clase y camina por las calles de Par¨ªs con su ejemplar de Los tres mosqueteros bajo el brazo, y que se sienta en un banco y lee, y luego, al atardecer, se mete en un cine; prefiero quedarme con la imagen de ese muchacho que no ten¨ªa ataduras y no esperaba nada y no le tem¨ªa a nada ni a nadie, excepto a los ojos de su padre verdadero.
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