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Reportaje:[01] HOTELES PARA SO?AR: TANZANIA | SERIES DE VERANO

Naturaleza en estado salvaje

En el oasis de Siwa (Egipto), un hotel de adobe con su huerta de palmeras y olivos recibe al visitante. Un lugar que, junto a otros siete destinos excepcionales, desfilar¨¢ durante ocho semanas por las p¨¢ginas de EPS para dejar volar la imaginaci¨®n y descubrir los secretos de territorios m¨¢gicos. En la serie, que se inicia esta semana con un viaje al cr¨¢ter del Ngorongoro, en Tanzania, aparecer¨¢n hoteles m¨ªticos, como el Cipriani de Venecia, un 'palazzo' del siglo XV. En la isla escocesa de Harris veremos el mar desde las almenas de un soberbio castillo. En la Patagonia descubriremos un refugio en medio del hielo. O un monasterio de la ¨¦poca de los conquistadores en Cuzco (Per¨²). Y en la ciudad milenaria de Bagan (Birmania) pasearemos por sus templos.

En la serie, que se inicia esta semana con un viaje al cr¨¢ter del Ngorongoro, en Tanzania, aparecer¨¢n hoteles m¨ªticos, como el Cipriani de Venecia, un 'palazzo' del siglo XV. En la isla escocesa de Harris veremos el mar desde las almenas de un soberbio castillo. En la Patagonia descubriremos un refugio en medio del hielo. O un monasterio de la ¨¦poca de los conquistadores en Cuzco (Per¨²). Y en la ciudad milenaria de Bagan (Birmania) pasearemos por sus templos.

Elefantes, rinocerontes, leones y una vegetaci¨®n impresionante. Un viaje al coraz¨®n del cr¨¢ter del Ngorongoro, en Tanzania, que deslumbra por la belleza de sus paisajes. Es la tierra de los masais y los safaris, una de las zonas m¨¢s hermosas del planeta, con unos sorprendentes amaneceres en este extinto volc¨¢n africano. Fotograf¨ªa de Tim Beddow.

Vamos a idear un eslogan muy poco original y algo est¨²pido: "Ver el Ngorongoro y despu¨¦s morir". Pues bien, a pesar del topicazo, conozco unos cuantos viajeros que lo firmar¨ªan, y yo entre ellos. Aunque, eso s¨ª, matizando un pelo. Por ejemplo: "Procure no morir antes de ver el Ngorongoro".

De todas maneras, lo sustancial del lugar no es su deslumbrante belleza, sino el hecho de que all¨ª se produce una situaci¨®n rara y, en mi opini¨®n, ¨²nica: que todo lo natural convive de una forma arm¨®nica con lo artificial, como el lujo que, por ejemplo, propone un hotel como el Ngorongoro Crater Lodge. Este establecimiento se acomoda sin estridencias con la naturaleza salvaje en su estado m¨¢s puro. Y no porque sus salas y habitaciones aparezcan decoradas m¨¢s o menos como se supone que podr¨ªan ser las estancias de un riqu¨ªsimo monarca nativo, sino porque la realidad del lugar ofrece una situaci¨®n fuera de lo com¨²n. La resumir¨¦ con un ejemplo: uno puede tomar una copa helada de champ¨¢n franc¨¦s en el bar, contemplando a trav¨¦s del ventanal el inmenso valle que se tiende a tus pies cargado de vida, mientras m¨¢s all¨¢ de la puerta ruge un le¨®n que no est¨¢ domesticado y que puede matarte de un zarpazo si sales al aire libre. Artificio y naturaleza libre sintonizan en los bordes de este extinto volc¨¢n africano con pasmosa simplicidad y desparpajo. Y para asombro de cuantos nos asomamos por aquellos pagos.

En su libro 'Paseos africanos', Alberto Moravia escrib¨ªa: "En el Ngorongoro se verifica la paradoja de que la naturaleza feroz e in¨²til destinada al Para¨ªso Terrenal parece artificiosa, mientras que los cultivos y los pastos para bovinos y ovinos parecen naturales". As¨ª que no hay dudas: lo ficticio, llevado a su ¨²ltimo extremo, se nos convierte en algo de apariencia verdadera. Como el gran arte, a fin de cuentas. Tambi¨¦n escribi¨® Moravia lo que sigue: "El Ngorongoro es el mejor monumento que la naturaleza se ha hecho a s¨ª misma".

La primera vez que viaj¨¦ al Ngorongoro, en el a?o 1992, hab¨ªa tan s¨®lo un lodge en los bordes del cr¨¢ter. Resultaba algo viejo, pero aun as¨ª su coste era excesivo para mi bolsillo. Hab¨ªa, sin embargo, algunos lugares de acampada libre en las cercan¨ªas, e incluso uno de ellos se abr¨ªa en el interior del enorme agujero, en donde se pod¨ªa plantar libremente la tienda de campa?a y aparcar el todoterreno. No obstante, se?alar como c¨¢mpings aquellos lugares, en el sentido y concepto que hoy damos al t¨¦rmino en Occidente, ser¨ªa arriesgado y pretencioso. En realidad, se trataba de espacios de tierra alisada, situados en mitad de la sabana, que no contaban siquiera con una cerca de espinos para protegerse de los animales peligrosos. Casi ninguno contaba con agua, ni, por supuesto, con servicios de toilette. Todo lo m¨¢s que ofrec¨ªan era un caseta para aliviarse de urgencias en un extremo del campo, a la que m¨¢s val¨ªa no entrar por causa de los olores concentrados all¨ª dentro, y un agujero excavado tambi¨¦n en una zona alejada de las tiendas en donde arrojar las basuras, especialmente los restos de comida. Las noches en aquellas zonas de acampada se viv¨ªan como una verdadera aventura. Y hab¨ªa que poseer un esp¨ªritu ciertamente joven para tratar de disfrutarlas.

El espacio de acampada m¨¢s pr¨®ximo a los bordes del cr¨¢ter era entonces el Simba Campsite. Ya saben que simba, en suajili, significa le¨®n. Y el nombre respond¨ªa con creces a la realidad: enseguida explicar¨¦ por qu¨¦. El lugar contaba con un dep¨®sito de agua instalado sobre una caseta; mediante un ingenio bastante primitivo, consistente en una cuerda que se amarraba al tap¨®n del dep¨®sito, que se cerraba y abr¨ªa por medio de un muelle de alambre, uno pod¨ªa tomar algo parecido a una ducha. Pero el agua desaparec¨ªa del dep¨®sito en poco tiempo, sobre todo en horas de calor, y los rangers del parque encargados del asunto tardaban varios d¨ªas en rellenarlo.

En el c¨¢mping se madrugaba, y las ma?anas eran muy frescas durante los meses invernales, que all¨ª, por debajo de la l¨ªnea del ecuador, se corresponden con nuestro verano. La niebla ocultaba las copas de los ¨¢rboles y el roc¨ªo helado se agarraba a las lonas de las tiendas. Los viajeros camin¨¢bamos envueltos en las mantas hasta las hogueras, tiritando, en busca de una taza de caf¨¦ o de t¨¦. Pero cuando el sol comenzaba a trepar en el cielo y disolv¨ªa a guantazos los restos de la boira, el calor apretaba de firme por all¨¢ arriba. Entonces, los viajeros sub¨ªamos a nuestros veh¨ªculos 4¡Á4 y descend¨ªamos por los empinados y pedregosos caminos que conducen a la barriga del volc¨¢n, al inmenso jard¨ªn del ed¨¦n que es esta reserva de la naturaleza tanzana integrada en el inmenso parque protegido del Serengeti.

El volc¨¢n del Ngorongoro se form¨® hace unos dos millones de a?os y su fuego se extingui¨® despu¨¦s de varios milenios de actividad. Los seres humanos comenzaron a descender al interior del cr¨¢ter, para pastorear y cazar, hace unos 10.000 a?os, y desde hace unos 300 a?os se instalaron aqu¨ª los masais, la etnia que ha dominado en las ¨²ltimas d¨¦cadas -hasta la llegada del colonialismo ingl¨¦s- las extensas sabanas de estas Tierras Altas de ?frica.

La altura de los bordes del volc¨¢n sobre el nivel del mar es de 2.600 metros, que en el interior del cr¨¢ter descienden a 1.800. All¨ª dentro se forma una llanura de forma casi circular que alcanza un di¨¢metro de 20 kil¨®metros y cobija bosquecillos de acacias de espino, algunos arroyos y manantiales, charcas cercadas de ca?averales y un ancho lago de aguas s¨®dicas que refulge al sol como un ondeante escudo de mercurio. La altura, la luz del sol, las lluvias frecuentes y los ricos residuos minerales alumbran pastos de hierba alta y jugosa. Como es natural, tal abundancia de comida atrae a gran n¨²mero de herb¨ªvoros, particularmente elefantes, rinocerontes, b¨²falos, cebras, ?¨²es y varias especies de ant¨ªlopes y gacelas, mientras en las lagunas sestean los hipop¨®tamos y asoma el periscopio alg¨²n que otro cocodrilo. El ciclo de la fauna se completa con los carn¨ªvoros y los carro?eros, los primeros en marcha permanente tras sus presas y los segundos prestos a comerse los despojos: leones, leopardos, guepardos, ¨¢guilas, milanos, hienas, perros salvajes, buitres? Abundan en el lago los flamencos, varias especies de ¨¢nades y los pel¨ªcanos. Corren por las llanuras las familias de avestruces, y boas gigantes anidan en los ca?averales. Y en fin, el ¨²nico animal de la iconograf¨ªa africana que falta a la cita es la jirafa: tan s¨®lo porque sus largas patas se quebrar¨ªan al cruzar las empinadas sendas que llevan a la barriga del Ngorongoro desde las alturas del cr¨¢ter. Los ¨²nicos hombres que, hasta hace bien poco, conviv¨ªan con la fauna eran los pastores masais, que a¨²n hoy contin¨²an llevando libremente sus reba?os a pastar entre las fieras, muchas veces sencillamente armados con un palo.

A esta pintura viva del ed¨¦n se han unido, en las ¨²ltimas d¨¦cadas, los turistas, nueva especie animal que calza botas verdes y gruesos calcetines, pantalones cortos color caqui, camisa del mismo pa?o y sombrero de alas, adem¨¢s de cargar del cuello unos prism¨¢ticos y del hombro una bolsita con c¨¢mara digital de fotos, a raz¨®n de una por individuo. Esta especie de reciente aparici¨®n en el cr¨¢ter viaja en grupos de tres o cuatro, a bordo de un todoterreno conducido por un hombre negro al que suele acompa?ar otro hombre negro que hace funciones de gu¨ªa. Desde hace unos a?os, el tr¨¢fico de estos veh¨ªculos ha aumentado en forma considerable dentro de la gran olla del volc¨¢n y su n¨²mero se intenta controlar a duras penas. No obstante, tan s¨®lo pueden circular en el interior del cr¨¢ter durante las horas de luz; esto es, entre la salida del sol y su ocaso. Tambi¨¦n desde hace unos pocos a?os, la acampada en el bosquecillo de acacias de Lerai, que antes era libre, ha sido prohibida.

Poco despu¨¦s de la alborada, los rugidos de los veh¨ªculos 4¡Á4 levantan un eco ronco y vigoroso desde los cuatro puntos cardinales, en las ariscas sendas por donde se desciende a la llanura viniendo desde los lodges o los c¨¢mpings. Crecen polvaredas en las caderas de la gran monta?a y, al fin, la riada de autom¨®viles inunda las praderas del para¨ªso y se disemina en todas las direcciones de la espaciosa caldera. Unos se van a contemplar las manadas de ungulados, otros buscan las familias de leones que se aprestan a buscarse el desayuno, algunos se acercan a las orillas de la laguna para fotografiar flamencos y pel¨ªcanos, y hay quien se dispone a seguir la marcha cansina de un grupo de elefantes viejos, gru?ones pero pac¨ªficos, que son ya antiguos conocidos de los gu¨ªas. No es raro encontrarse de cuando en cuando alg¨²n equipo de televisi¨®n -de productoras como National Geographic, o Discovery Channel, o la BBC, o Producciones Cousteau- escondido entre la hierba para filmar el ataque de los leones a una manada de b¨²falos o esperando el momento del parto de una rinoceronta.

Lo artificial aparece de nuevo superpuesto a lo natural. Y quieras que no, te hinchas a hacer fotograf¨ªas a grupos de animales tan habituados a las c¨¢maras que incluso parecen posar. Resulta curioso observar que muchos de ellos te contemplan durante unos instantes mientras los fotograf¨ªas, y al rato se dan la vuelta y se alejan de ti con el rabo levantado, mostr¨¢ndote el trasero. Quiz¨¢ es su manera de hacerte sentir el ¨ªntimo desd¨¦n que les produces. Pero no hay que fiarse: un le¨®n fotografiado desde un coche tiene la apariencia de un gatazo aburrido e inofensivo. Ni se te ocurra bajar y acercarte, porque lo m¨¢s probable es que no vivas para contarlo: porque ning¨²n animal del Ngorongoro ha sido contratado nunca para aparecer haciendo moner¨ªas a los hombres en una pel¨ªcula de Walt Disney.

Cercano el mediod¨ªa, el hambre azuza. Y el hombre negro que sirve de gu¨ªa ordena al ch¨®fer negro que aparque el coche en una id¨ªlica arboleda, junto a un lago en cuya superficie se ven asomar de cuando en cuando las narizotas de los hipop¨®tamos. El gu¨ªa negro reparte el snack entre los clientes blancos, y muchos otros coches atestados de turistas van llegando al "¨¢rea de recreo" para matar la gusa. Y entonces entran en escena los milanos negros, elegantes aves que sobrevuelan aquel ed¨¦nico rinc¨®n del para¨ªso. No hay que fiarse, no est¨¢n all¨ª para adornar nuestra jornada paradisiaca. Al ver la comida en manos del turista caen como rayos desde el cielo para arrebatarle el muslo de pollo fr¨ªo o el huevo duro. Y en ocasiones se lo arrancan de la misma boca, justo en el instante anterior a ingerirlo, dejando a menudo en los labios del inocente blanco hondas heridas con su fuerte pico o con sus garras. A m¨¢s de uno han tenido que coserle los labios partidos, a su regreso al lodge, con un buen n¨²mero de puntos.

Por la tarde sigue el paseo, cr¨¢ter arriba, cr¨¢ter abajo, persiguiendo cebras indiferentes, guepardos aburridos, leopardos en plena depresi¨®n postur¨ªstica y leones hastiados de gente. Al fin, cuando el d¨ªa comienza a difuminarse, los todoterrenos emprenden el camino de regreso por las sendas que llevan a los c¨¢mpings y los lodges de los bordes, alzando a su paso altas nubes de polvo.

Y entonces aparecen los masais. Van en grupos y convenientemente vestidos de masais: con sus lanzas y escudos, sus t¨²nicas azules, sus collares de cuentas de colores y sus pelos apelmazados y encarnados. ?Qu¨¦ quieren? Pues que les fotograf¨ªes y les pagues por hacerlo. La tarifa se establece por n¨²mero de clics de la c¨¢mara y n¨²mero de personas fotografiadas. Quiere decirse que, si el precio es medio d¨®lar por clic, debes pagar tantos medios d¨®lares como personas quieres fotografiar juntas.

En mi primer viaje al Ngorongoro, el a?o 1992, el negocio estaba comenzando y el clic costaba 10 centavos de d¨®lar. Yo viajaba con una amiga fot¨®grafa de Barcelona. Hizo varias fotos. Y al echar la cuenta intent¨® colar dos clics de menos a la familia masai. Nuestro gu¨ªa negro gritaba, empavorecido, que les diera el dinero. Y ella cedi¨® al fin y solt¨® los 20 centavos. El argumento del gu¨ªa result¨® muy convincente: aquellas tierras pertenecen a los masais, aunque se integren en el Estado tanzano, y son los masais quienes deciden lo que hay que hacer con un blanco que trata de restar los clics en lugar de sumarlos. Alguno que otro ha recibido una buena tunda con los palos de las lanzas. Y no hay luego reclamaci¨®n que valga ante la polic¨ªa.

Muere el d¨ªa y los m¨¢s afortunados se refugian en los lodges de lujo, en cuyos folletos se afirma que "por las noches, guerreros masais le acompa?ar¨¢n a la habitaci¨®n para asegurarse de que no corre ning¨²n peligro". El anuncio mueve a la risa, pero no produce tanta si se tiene en cuenta que entre las caba?as de lujo diseminadas en los jardines del lodge puede andar alguna hiena, e incluso un le¨®n, en busca de restos de comida.

Los dem¨¢s nos vamos a los c¨¢mpings. Ah¨ª s¨ª que hay jaleo. O por lo menos lo hab¨ªa cuando viaj¨¦ al lugar y dorm¨ª dos noches en el Simba Campsite, de tan atinado nombre. Mientras cen¨¢bamos a la luz de las hogueras, los leones rug¨ªan en la cercana oscuridad. Y se o¨ªan en las proximidades las risas hist¨¦ricas de las hienas.

Quien haya escuchado el rugido de un le¨®n en la sabana africana, en plena noche y al aire libre, nunca lo olvidar¨¢. El vello de la espina dorsal se eriza y endurece casi con la consistencia y el grosor de una alcayata. Un gran felino puede rugir a un kil¨®metro de distancia y a ti te parece que est¨¢ justo detr¨¢s del ¨¢rbol ensombrecido que hay m¨¢s all¨¢ de la fogata. Y aunque el gu¨ªa negro te asegura que no se sabe de ning¨²n le¨®n que haya roto jam¨¢s la lona de una tienda para comerse a un blanco, t¨² no te sientes tan seguro. ?Por qu¨¦ los gu¨ªas y los ch¨®feres negros duermen siempre en el interior de los coches?, te preguntas mientras entras a gatas en la tienda de campa?a y echas la cremallera.

Las instrucciones son muy precisas. Bajo ning¨²n concepto se debe salir durante la noche de la tienda y ni siquiera abrir la cremallera, lo que supone que debes tener contigo una botellita de pl¨¢stico vac¨ªa por si la vejiga se pone tonta. No hay que dejar fuera de la tienda calzado de cuero, pues las hienas se lo comen. Y los restos de comida, antes de la ca¨ªda del sol, deben ser arrojados al hoyo para la basura que hay en el extremo del c¨¢mping.

Y la noche se convierte en un guirigay de ruidos y de voces. Sientes las pezu?as de los b¨²falos alrededor de tu morada, las toses enfermizas de los leones, las risotadas de las hienas, los gritos de los p¨¢jaros nocturnos, las galopadas de los ant¨ªlopes asustados, el relincho del ?u? La fatiga te vence, pero no pasas de la duermevela, una y otra vez sobresaltado por el jaleo que hay all¨¢ fuera. Y si adem¨¢s de eso tu esposa, como me sucedi¨® hace 15 a?os, ha decidido dejar los restos de la cena en una bolsa que ha colgado en la barra trasera de la tienda de campa?a, el festival nocturno queda asegurado. En aquella inolvidable noche, no s¨¦ si fueron monos babuinos o leopardos los que pelearon sin tregua detr¨¢s de mi cabeza, al otro lado de la fr¨¢gil lona, por arramplar con los desechos de comida. Entre golpes, gru?idos y mi propio malhumor de la duermevela so?aba con que Tarz¨¢n ven¨ªa a socorrerme y a poner orden en aquella jarana tan ruidosa como una masclet¨¢ valenciana. En situaciones as¨ª, lo mejor es no estar casado con una mujer amiga de la extrema limpieza. O por lo menos no llevarla al Simba Campsite y, en su lugar, tomar una caba?a en el Ngorongoro Crater Lodge.

M¨¢s informaci¨®n sobre el Ngorongoro Crater Lodge (Tanzania) en: www.ccafrica.com.

En el ¨¢rea protegida del cr¨¢ter del Ngoron-goro Tanzania), la cuenca de lo que fue el volc¨¢n est¨¢ llena de vegetaci¨®n. El borde del cr¨¢ter se confunde con el cielo.
En el ¨¢rea protegida del cr¨¢ter del Ngoron-goro Tanzania), la cuenca de lo que fue el volc¨¢n est¨¢ llena de vegetaci¨®n. El borde del cr¨¢ter se confunde con el cielo.TASCHEN
Estucos, maderas y la chimenea para sentirse como
en la casa de la escritora Isak Dinesen, autora de 'Memorias de ?frica'.
Estucos, maderas y la chimenea para sentirse como en la casa de la escritora Isak Dinesen, autora de 'Memorias de ?frica'.TASCHEN

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