"Nunca m¨¢s Hiroshima y Nagasaki"
Despu¨¦s de d¨¦cadas de silencio, v¨ªctimas de la cat¨¢strofe nuclear se deciden a hablar para evitar el olvido
Llevan una cartilla gris en la que se les identifica como hibakusha, t¨¦rmino adoptado para referirse a los supervivientes de los bombardeos at¨®micos sin ofender a los muertos y cuyo significado literal es "personas afectadas por una explosi¨®n". Son 267.000, y su edad media es de 73 a?os, por lo que muchos de ellos, despu¨¦s de d¨¦cadas de silencio, se han decidido a contar su dram¨¢tica experiencia para que no caiga en el olvido, y sobre todo para evitar que nadie vuelva a pasar por el horror que marc¨® para siempre sus vidas. "Nunca m¨¢s Hiroshima y Nagasaki", dicen los supervivientes de aquellas dos ma?anas del 6 y el 9 de agosto de 1945, que tristemente hicieron historia.
El 6 de agosto amaneci¨® claro y caluroso. Los 350.000 habitantes de Hiroshima iniciaron el d¨ªa en los refugios por una alarma a¨¦rea que se levant¨® poco antes de las ocho de la ma?ana, lo que les permiti¨® reanudar su actividad. Pero a las 8.15 hora local (siete horas menos en Espa?a peninsular), una luz cegadora, que se vio a decenas de kil¨®metros, ilumin¨® por un instante Hiroshima para despu¨¦s explotar con gran estruendo a unos 580 metros de altura sobre el centro de la ciudad. La bola de fuego que se form¨® ten¨ªa 28 metros de di¨¢metro y una temperatura cercana a los 300.000 grados cent¨ªgrados. Los rayos calor¨ªficos y la onda expansiva de la primera bomba at¨®mica quemaron y redujeron a cenizas todo lo que se hallaba en dos kil¨®metros alrededor del epicentro, que result¨® ser el hospital privado de Shima, cercano al objetivo previsto, el puente en forma de T sobre uno de los brazos del r¨ªo Ota.
"?ste es el suceso m¨¢s grandioso de la historia", dijo el presidente de Estados Unidos, Harry Truman, al conocer que el B-29 denominado Enola Gay hab¨ªa lanzado con ¨¦xito la nueva bomba, a la que los norteamericanos llamaban LittleBoy (Ni?ito).
Tres d¨ªas despu¨¦s amaneci¨® nublado, y el B-29 Bockscar se vio obligado a ¨²ltima hora a cambiar su rumbo y dirigirse hacia Nagasaki, ciudad que no hab¨ªa sido considerada como uno de los posibles objetivos. Llevaba en su vientre una nueva arma nuclear de plutonio, en lugar del uranio-235 (50 kilos) que conten¨ªa la de Hiroshima. Su onda explosiva era mucho mayor. Equival¨ªa a 22.000 toneladas de trilita frente a las 15.000 toneladas de su predecesora. Afortunadamente, las nubes tambi¨¦n impidieron que fuese lanzada en el centro de la ciudad. Para no abortar la operaci¨®n, el Bockscar la dej¨® caer sobre un suburbio a las 11.02 del 9 de agosto de 1945.
?stos son algunos testimonios de los supervivientes de aquellas dos terribles tragedias que, a finales de ese a?o, hab¨ªan causado la muerte de m¨¢s de 140.000 personas en Hiroshima y 70.000 en Nagasaki. La radiaci¨®n sigui¨® matando en los a?os siguientes. Los hibakusha no obtuvieron hasta 1957 ninguna ayuda. Estados Unidos, potencia ocupante hasta 1952, censur¨® toda informaci¨®n sobre la barbarie desatada con sus nuevas armas y Jap¨®n, avergonzado por su rendici¨®n incondicional, tard¨® a?os en asumir la causa de las v¨ªctimas.
SHIZUKO ABE "Yo viv¨ª por ¨¦l"
Viv¨ªa en los suburbios, pero ese d¨ªa les tocaba a los vecinos de Kaitacho destruir casas en el centro de Hiroshima para hacer cortafuegos. Shizuko, que ten¨ªa 18 a?os, estaba en el tejado de una, a 1,5 kil¨®metros del epicentro. La explosi¨®n la lanz¨® a 10 metros. Cuando despert¨®, estaba abrasada. Camin¨® hacia su casa, bordeando la ciudad en llamas, hasta detenerse en el hospital desbordado de una f¨¢brica. All¨ª permaneci¨® tres d¨ªas sin que nadie la atendiera.
"O¨ª la voz de mi padre. No le ve¨ªa. Ten¨ªa la cara tan hinchada que no pod¨ªa abrir los ojos. Sent¨ª alivio y verg¨¹enza. Estaba desnuda y me hab¨ªa hecho encima mis necesidades. Cuando mi novio volvi¨® de la guerra aquel diciembre, yo apenas comenzaba a gatear y mi mano derecha era un mu?¨®n. Mi padre le dispens¨® de su compromiso, pero ¨¦l insisti¨® y nos casamos al oto?o siguiente. Pese al nacimiento de mi primer hijo, mi suegra sigui¨® diciendo a mi marido que me abandonara, que se merec¨ªa una mujer completa. Viv¨ª por ¨¦l, pero sufr¨ªa tanto que mi padre dec¨ªa que habr¨ªa sido m¨¢s feliz si hubiera muerto. En 1948 escrib¨ª a Douglas Mac Arthur (comandante supremo de las fuerzas aliadas), y me contest¨® que fuese al ABCC (Comisi¨®n de Heridos de la Bomba At¨®mica). All¨ª me examinaron y tomaron notas, pero no me trataron. No volv¨ª. Nunca perdonar¨¦ a Estados Unidos lo que me ha hecho. Quiero que se vayan de mi pa¨ªs. Son inhumanos".
Shizuko tiene tres hijos y seis nietos. El marido muri¨® hace 13 a?os. Se ha operado varias veces para mejorar su aspecto, y desde que se atrevi¨® hace unos a?os a contar su tragedia, dice que se siente mejor. Ha dejado un v¨ªdeo a sus nietos para que conozcan su historia porque el llanto le impide hacerlo personalmente.
LEE SIL GUN "Camin¨¢bamos sobre el infierno"
Al llegar a Higashi, a 10 kil¨®metros de Hiroshima, el tren se par¨® y les indicaron que continuasen a pie. Era la madrugada del 7 de agosto y Lee, coreano de 16 a?os, y otros parientes, deb¨ªan atravesar Hiroshima para llegar a Yamaguchi. No sab¨ªan nada, s¨®lo les extra?aba el olor a carne quemada.
"Cuando entramos en la ciudad comenzamos a ver escenas terribles. Llegamos a la estaci¨®n y all¨ª la imagen era dantesca. Al acercarnos al r¨ªo, cre¨ª que bajaban troncos, pero eran cad¨¢veres. Estaban hinchados y negros. No se pod¨ªa distinguir si eran hombres, mujeres, ancianos o ni?os. Camin¨¢bamos sobre el infierno. Si te descuidabas pisabas la alfombra de cuerpos. A¨²n me aterrorizan las manos de los moribundos que m¨¢s de una vez me agarraron por el tobillo. No pod¨ªa pensar. No pod¨ªa ayudar. S¨®lo quer¨ªa huir. Salir de aquel espanto. Finalmente, nos subimos en uno de los camiones que retiraban muertos".
A los tres d¨ªas de llegar a su casa, Lee tuvo una fiebre muy alta y una fuerte diarrea que le dur¨® m¨¢s de una semana. Despu¨¦s, el cuerpo se le llen¨® de petequias (hemorragias subcut¨¢neas motivadas por la radiaci¨®n). Una de ellas, en la tripa, se convirti¨® en herida y se infect¨®. Los m¨¦dicos japoneses no visitaban a coreanos. La familia de Lee tuvo que pagar a un vecino japon¨¦s para que intercediera. Sin anestesia, el m¨¦dico le cort¨® la carne podrida y, pasados unos meses, san¨®.
"Nunca pens¨¦ que perder¨ªa la guerra el Ej¨¦rcito imperial que nos quit¨® nuestras tierras y oblig¨® a mis padres a huir del hambre y buscar un trabajo aqu¨ª. Derrotado Jap¨®n, tratamos de volver a casa pero, despu¨¦s de tres meses en Shimonoseki esperando un barco, desistimos". Al final de la Segunda Guerra Mundial hab¨ªa en Jap¨®n 2.400.000 coreanos. Ahora quedan 730.000.
SHIGUEKO MORI "Una tragedia que no acaba nunca"
Jugaba con sus hermanas menores en su casa, situada a cuatro kil¨®metros del epicentro de la explosi¨®n de Nagasaki, cuando una vecina le pidi¨® que la acompa?ara al refugio del que acababan de salir porque hab¨ªa olvidado algo. Una vez dentro, una fuerte bocanada de aire caliente les apag¨® la vela y, cuando salieron al exterior, vieron que la gente se acercaba manchada de holl¨ªn.
"En eso lleg¨® mi madre. Sangraba por distintos cortes que le hab¨ªan hecho los cristales de la casa al reventar. Se hab¨ªa dado cuenta de que yo no estaba y hab¨ªa salido a buscarme sin pensar en ella. Esper¨® a mi padre y, aquella misma noche del d¨ªa 9, se fueron juntos a buscar a mi hermano de 12 a?os, que se examinaba en su escuela a un kil¨®metro del epicentro cuando cay¨® la bomba. Le buscaron durante 10 d¨ªas y no lograron siquiera recuperar el cuerpo".
La radiaci¨®n fue mermando las defensas de los padres. Al a?o se llev¨® a la madre y, al a?o y medio, al padre. Distintos parientes se hicieron cargo de las cinco hermanas que, "en una tragedia que nunca acaba", fueron separadas. Dice Shigueko, entonces una ni?a de nueve a?os, que no sufri¨® heridas f¨ªsicas, pero que las ps¨ªquicas son profundas como abismos y sangran sin cesar.
YUKO NAKAMURA "La suerte de tener un a?o m¨¢s"
Hac¨ªa tres semanas que Yuko, de 13 a?os, hab¨ªa sido reclutada para trabajar en una f¨¢brica de componentes a¨¦reos, a 2,5 kil¨®metros del epicentro. El d¨ªa 6 les tocaba descanso, pero el maestro (las escuelas destinaban las clases completas, con el educador incluido, a las distintas tareas que exig¨ªa la guerra) las convoc¨® en la f¨¢brica para despu¨¦s irse juntos a nadar al r¨ªo. Decidi¨® que saldr¨ªan algo m¨¢s tarde.
"Yo estaba leyendo y mi amiga me dijo que mirase el paraca¨ªdas
[supuestamente un aparato para medir la radiaci¨®n] que hab¨ªa lanzado un avi¨®n. No me dio tiempo. Una luz me ceg¨® y las ventanas reventaron. Me saltaron vidrios por todo el cuerpo. Huimos a un refugio cercano y, cuando sal¨ª a lavarme las heridas, me cayeron gotas enormes de lluvia negra, radiactiva. Cre¨ª que los norteamericanos quer¨ªan exterminarnos y nos rociaban con gasolina. Por la tarde, el maestro nos permiti¨® volver a nuestras casas y entonces comprend¨ª que hab¨ªa tenido la gran suerte de tener un a?o m¨¢s. Todas las ni?as de 12 a?os de nuestra escuela hab¨ªan muerto porque estaban haciendo cortafuegos en el centro de la ciudad. En total, nuestra escuela perdi¨® a 220 de sus alumnos".
Yuko tuvo c¨¢ncer de ovarios a los 30 a?os, y ya sabe que la radiaci¨®n tambi¨¦n fue la causa de la tremenda fatiga que padeci¨® durante varias d¨¦cadas. Ahora que ese problema ha desaparecido, tiene muchas ganas de vivir y se dedica a pintar para que los ni?os entiendan m¨¢s f¨¢cilmente el dolor que acarrean las guerras y las armas nucleares. Con otros supervivientes, ha publicado un libro de dibujos y testimonios que se titula El d¨ªa que nunca debe olvidarse.
SEIKO IKEDA "Me escondieron el espejo para que no me viera"
Viv¨ªa a 20 kil¨®metros de Hiroshima, pero hab¨ªa llegado en tren esa ma?ana con el resto de su clase para derribar casas. Se encontraban a unos 1.500 metros del epicentro de la explosi¨®n. Cuando recobr¨® el conocimiento despu¨¦s del fuerte impacto de la bomba, grit¨® y gimi¨® al contemplar su piel colgando y el indescriptible horror del que estaba rodeada. Como un desfile de penitentes, guiadas por el maestro, emprendieron la huida pero, al llegar a la orilla del r¨ªo, el grupo se deshizo. La mayor¨ªa muri¨® all¨ª. Seiko, que ten¨ªa entonces 13 a?os, sigui¨® sola hasta que un cami¨®n la llev¨® a una f¨¢brica de los suburbios, donde por la noche la recogi¨® su padre en una carreta.
"Todo el mundo pens¨® que iba a morir pero, cuando gracias a los cuidados de mis padres, al cabo de un mes, lograba incorporarme, mi amiga Chie, que parec¨ªa haber salido indemne, se llen¨® de manchas rojas y muri¨® en tres d¨ªas. Mi familia me escondi¨® el espejo para que no me viera. A los cuatro meses sal¨ª por primera vez a la calle y los ni?os me gritaron que parec¨ªa un diablo rojo. Se me avinagr¨® el car¨¢cter y maldec¨ªa a todos por haberme salvado. Me sent¨ªa traicionada porque aquello no era el Imperio del Sol Naciente, sino una ruina, y todo lo que me hab¨ªan ense?ado era falso. Pens¨¦ en suicidarme. Mucha gente lo hac¨ªa en esos a?os. Un d¨ªa increp¨¦ a mi padre por cuchichear con un vecino y me respondi¨® que hablaban de cuando ¨¦l arriesgaba su vida a diario por m¨ª. Nos ba?amos en l¨¢grimas y decid¨ª vivir".
Seiko se cas¨® en 1950 con un "viento divino" (kamikaze), que no pudo hacerse matar porque antes acab¨® la guerra. Ya le hab¨ªan hecho dos injertos de piel pero, hace 20 a?os, se someti¨® a 15 operaciones distintas que le quitaron casi todo rastro de cicatrices, aunque ella se sigue haciendo las fotos de perfil. Dice que cada aniversario llora como el primer d¨ªa porque el tiempo cur¨® otras heridas, pero mantiene vivas las de la bomba at¨®mica.
HIROMI HASAI "Nos ense?aron a luchar hasta la muerte"
Trabajaba en una f¨¢brica de armas a unos veinte kil¨®metros de la ciudad, pero su casa estaba en el centro. A las 8.15 se encontraban en el patio haciendo gimnasia y vieron la luz. La f¨¢brica ten¨ªa un hospital y, por la tarde, comenzaron a llegar los primeros heridos.
"Era muy raro. No se ve¨ªan aviones y parec¨ªa que les hab¨ªa ca¨ªdo una bomba a cada uno. Me dijeron que ten¨ªa que ayudar con los heridos y no pude volver a casa hasta el d¨ªa siguiente. Cuando llegu¨¦ a Hiroshima, la ciudad ya no exist¨ªa. Se hab¨ªan perdido hasta las calles y tuve que seguir la l¨ªnea del tranv¨ªa para orientarme. Pens¨¦ que todos hab¨ªan muerto. S¨®lo hab¨ªa cad¨¢veres. Afortunadamente, mi madre y mi hermana menor, a 1,4 kil¨®metros del epicentro, estaban vivas. Nos metimos con otros vecinos en la ¨²nica casa del barrio que quedaba en pie, porque era de cemento. All¨ª muri¨® mi amigo dos d¨ªas despu¨¦s. Dio las gracias a sus padres y expir¨® con un: '?Viva el emperador!'. Sent¨ª que yo tambi¨¦n quer¨ªa morir as¨ª. Nos ense?aron a luchar hasta la muerte, deb¨ªamos ganar o morir".
Cuando Hiromi, de 14 a?os, escuch¨® la voz de Hirohito anunciar la rendici¨®n incondicional, se le rompieron todos los esquemas. ?l cre¨ªa que la guerra era justa, que luchaban para liberar a Asia de la colonizaci¨®n occidental. Ahora, catedr¨¢tico de F¨ªsica jubilado, sostiene que la disuasi¨®n es absurda, que la ¨²nica garant¨ªa de no utilizar bombas nucleares es no tenerlas, y que lo mejor que podr¨ªa h cer Jap¨®n es salirse del paraguas nuclear de EE UU, que no es sino un llamamiento a un nuevo ataque at¨®mico.
EMIKO OKADA "Los norteamericanos nos daban chicles y chocolates"
Los campesinos hac¨ªan la guerra y los ni?os, como Emiko, que ten¨ªa ocho a?os, hab¨ªan sido evacuados de las ciudades para evitar que sufrieran la terrible campa?a de bombardeos a¨¦reos que acababa con la resistencia del Ej¨¦rcito imperial. Se encargaban de cultivar la tierra. El d¨ªa 5, sin embargo, volvi¨® a Hiroshima para despedir a su primo, que se iba al frente. Aquella noche durmi¨® en su casa, a 2,6 kil¨®metros del epicentro. Sus hermanos menores oyeron el ruido de un avi¨®n pero, como se hab¨ªa levantado la alarma a¨¦rea, pensaron que era japon¨¦s y salieron a saludarle.
"Fue como un chispazo. Perd¨ª el conocimiento y me despert¨¦ con el llanto de mis hermanos. Ten¨ªamos quemaduras por todas partes. Seguimos a otros heridos hasta un campo de entrenamiento. Muchos estaban abrasados, con la piel colgando a jirones, rojos e hinchados como tomates. No hab¨ªa nada para paliar el dolor y mi madre moli¨® huesos de los muertos para poner cataplasmas sobre las quemaduras de mis hermanos. Al d¨ªa siguiente decidimos volver al refugio a¨¦reo de nuestra casa. Yo me qued¨¦ con los peque?os y mi madre se fue a buscar a mi hermana mayor, que nunca fue hallada".
Emiko recuerda el hambre atroz de aquellos d¨ªas sin nada que comer. Rebuscando comida se encontr¨® a algunos de sus compa?eros escolares, que quedaron hu¨¦rfanos. Robaban para sobrevivir y, en m¨¢s de una ocasi¨®n, repartieron el bot¨ªn con ella. Luego llegaron las tropas de ocupaci¨®n. "Los norteamericanos nos daban chicles y chocolates", sobre todo los grupos de ayuda cristiana, que trajeron comida, ropas y utensilios b¨¢sicos. Dice que introdujeron una cultura que le gusta en algunos aspectos, pero rechaza el militarismo de EE UU que, como el japon¨¦s de entonces, siembra el dolor en Irak.
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