La matanza de Atocha
Lo que se conoce como la matanza de Atocha es el asalto criminal que tres pistoleros de extrema derecha hicieron a un bufete de abogados de la madrile?a calle de Atocha. Era un despacho laboralista de CC OO, un lugar conocid¨ªsimo en el que un pu?ado de j¨®venes letrados se dejaban la vida y la salud, trabajando durante horarios inhumanos y recibiendo a cambio un paup¨¦rrimo sueldo mensual de 30.000 pesetas por cabeza. Hoy ser¨ªa muy dif¨ªcil encontrar una entrega semejante a un ideal com¨²n, pero la Espa?a de entonces, en el principio de la Transici¨®n, era una sociedad enardecida y entusiasta. Ese generoso entusiasmo hizo que aquel 24 de enero de 1977 los laboralistas de Atocha se encontraran todav¨ªa a las diez de la noche en el despacho, a punto de empezar la ¨²ltima reuni¨®n del largo d¨ªa y masticando un bocadillo apresurado porque no ten¨ªan ni tiempo para comer. Fue entonces cuando los pistoleros llamaron a la puerta. Reunieron en una habitaci¨®n a las nueve personas que quedaban en el piso y las ametrallaron fr¨ªamente. Murieron cinco: Francisco Javier Sauquillo, Luis Javier Benavides, Seraf¨ªn Holgado y Enrique Valdevira, abogados, y ?ngel Rodr¨ªguez, el conserje. Sobrevivieron cuatro, tan espantosamente heridos que los asesinos les dieron por muertos: los tambi¨¦n laboralistas Dolores Gonz¨¢lez, Miguel Saravia, Alejandro Ruiz y Luis Ramos.
En aquellos tiempos turbios y extremadamente inciertos se pensaba (y yo todav¨ªa lo sigo creyendo) que los detenidos no eran m¨¢s que la punta del iceberg
Cu¨¢nto miedo hemos pasado en la Transici¨®n. Terror, p¨¢nico y negra incertidumbre. Los fascistas apaleaban a la gente por las calles
El 30 de octubre de 1978, 15 d¨ªas despu¨¦s de publicar los reportajes, una bomba estall¨® en El PA?S y mat¨® a un compa?ero y mutil¨® a otro
Veinte meses despu¨¦s, cuando estaba por empezar el juicio, decid¨ª realizar una reconstrucci¨®n novelada del caso. El reportaje constaba de tres cap¨ªtulos, que se publicaron en d¨ªas consecutivos. En el primero expon¨ªa la vida, los pensamientos y el ambiente de los asesinos, de los tres ejecutores, Fernando Lerdo de Tejada, Carlos Garc¨ªa Juli¨¢ y Jos¨¦ Fern¨¢ndez Cerr¨¢, y del supuesto inductor, Francisco Albadalejo, los cuatro en prisi¨®n. En el segundo hac¨ªa lo mismo con los abogados y describ¨ªa el crimen. En el tercero expon¨ªa las muchas contradicciones que hab¨ªa en el caso y apuntaba las sospechas que todos ten¨ªamos. Porque en aquellos tiempos turbios y extremadamente inciertos se pensaba (y yo todav¨ªa lo sigo creyendo) que los detenidos no eran m¨¢s que la punta del iceberg, y que los verdaderos inductores estaban impunes y en la sombra.
Tengo el convencimiento de que en un trabajo period¨ªstico jam¨¢s se debe poner un solo dato inventado, por nimio que sea. De manera que, si yo reconstru¨ªa un encuentro de los fascistas en la cafeter¨ªa Denver y dec¨ªa que Albadalejo se tomaba su segunda copa de Magno, por ejemplo, era porque previamente alguien me hab¨ªa contado ese anecd¨®tico detalle. De manera que el reportaje supuso un esfuerzo de investigaci¨®n, un enorme trabajo que adem¨¢s result¨® muy desagradable porque, por un lado, tuve que hablar con los colegas del despacho laboralista y con los supervivientes, que por entonces todav¨ªa ten¨ªan graves secuelas f¨ªsicas (algunos las siguen teniendo a¨²n hoy) y que desde luego segu¨ªan traumatizados, y les obligu¨¦ a revivir todo ese horror. Fueron unas conversaciones angustiosas y, de hecho, no todos los supervivientes quisieron o pudieron hablar conmigo.
Pero es que adem¨¢s, para reconstruir la vida de los asesinos, tuve que conectar con los c¨ªrculos de extrema derecha de la ¨¦poca. Recuerdo el mucho miedo que pas¨¦, la enorme congoja. Como remate, consegu¨ª entrevistar a los asesinos en la c¨¢rcel. Dado que el juicio estaba pendiente, no pod¨ªamos hablar de la matanza, protegida por el secreto del sumario. Pero de todas formas me interesaba hablar con ellos; yo quer¨ªa conocerles, quer¨ªa comprender, por ejemplo, qu¨¦ pod¨ªa llevar a un chico de veinte a?os como Carlos Garc¨ªa Juli¨¢, un rubio de ojos azules de aspecto simpl¨®n y normal¨ªsimo, a cometer un acto tan atroz. De hecho, al parecer fue ¨¦l quien comenz¨® la masacre. "?Pero si yo soy incapaz de matar una mosca!", me dijo Juli¨¢ con gesto desconcertado. Y creo que con ello no estaba intentando negar la autor¨ªa, que estaba fuera de toda duda, sino evidenciando su confusi¨®n y su enajenaci¨®n. El fanatismo funciona as¨ª: deshumaniza al enemigo y convierte a las personas en menos que moscas.
Las horas que pas¨¦ en la c¨¢rcel fueron amargas. Tuve que conversar con ellos aparentando normalidad, cuando dentro de m¨ª sent¨ªa deseos de chillar. Porque yo conoc¨ªa a los abogados de Atocha, y porque aquella matanza fue un verdadero trauma para todos. Cu¨¢nto miedo hemos pasado en la Transici¨®n. Terror p¨¢nico y negra incertidumbre. Los fascistas apaleaban a la gente por las calles, EL PA?S era desalojado d¨ªa s¨ª y d¨ªa no por amenaza de bomba, muchos periodistas (y sindicalistas, y feministas, y l¨ªderes sociales) recib¨ªamos an¨®nimos amenazantes, el ruido de sables de los golpistas adquir¨ªa en ocasiones dimensiones de estruendo y circulaban por doquier listas negras de actores, periodistas, cantantes y dem¨¢s gentes de izquierdas que supuestamente ser¨ªan los primeros en ser ejecutados cuando se levantara en armas el facher¨ªo. De modo que cuando sucedi¨® lo de Atocha, todos cre¨ªmos que el momento de la muerte hab¨ªa llegado, que ¨¦sa era la noche de los cuchillos largos. En fin, recuerdo que sal¨ª de hablar con los asesinos y se abati¨® sobre m¨ª el peor dolor de cabeza que jam¨¢s he tenido. Era la tensi¨®n, que cobraba su precio.
Tambi¨¦n los abogados hab¨ªan recibido serias amenazas. Estaban asustados, pero siguieron con su trabajo, y eso les hace heroicos, porque la heroicidad consiste en sobreponerse al miedo razonable. Hasta que llegaron los matones. Cayeron unos encima de otros entre temblores de agon¨ªa y, cuando los asesinos se marcharon, los supervivientes salieron de debajo de los cad¨¢veres de sus compa?eros y se arrastraron en medio de un silencio fantasmal, embadurnados de sangre propia y ajena, hasta reunirse junto a la puerta, asombrados de seguir respirando pese a las terribles heridas, la cara de Lola reventada por una bala, el pecho de Alejandro agujereado, el vientre de Miguel hecho un destrozo.
Pol¨¦mica
He dicho que este fue el reportaje que m¨¢s disgustos me trajo. Su publicaci¨®n suscit¨® una enorme pol¨¦mica y hubo mucha gente, incluso muchos amigos, que lo criticaron acerbamente. Ahora he vuelto a leerlo y no me parece insensato. Incluso dir¨ªa que los dos primeros cap¨ªtulos podr¨ªan estar, a mi juicio, entre mis mejores trabajos. Pero lo hice demasiado pronto, demasiado cerca de la matanza, y mi esfuerzo por entender los mecanismos del fanatismo, por meterme tambi¨¦n en la cabeza de los asesinos, irrit¨® a aquellas personas que, muy comprensiblemente, s¨®lo ansiaban insultarles y verles como monstruos. S¨ª, desde luego eran monstruosos, pero ?c¨®mo llega uno a ser as¨ª? S¨®lo entendiendo ese proceso podemos intentar evitarlo, pensaba yo. Pero eran tiempos demasiado ¨¢lgidos, demasiado turbulentos para disquisiciones semejantes: el 30 de octubre de 1978, dos semanas despu¨¦s de la publicaci¨®n de los reportajes, una bomba estall¨® en El PA?S y mat¨® a un compa?ero, apenas un muchacho, y mutil¨® gravemente a otro. S¨ª, eran tiempos de sangre y de hierro. Esta Espa?a de hoy, tan diferente, se ha construido as¨ª, con el sacrificio de callados h¨¦roes civiles, como nuestros colegas de EL PA?S o los abogados laboralistas de Atocha.
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