Flores sin ocio
Va entrando agosto en su recta final y yo sigo sin dedicar esta columna a alg¨²n asunto veraneante; a alg¨²n tema como un fruto dulce de estaci¨®n o como una "flor de ocio", que dijo James Joyce en su Ulises. No me resulta f¨¢cil. Tal vez porque el verano en s¨ª me parece una estaci¨®n dif¨ªcil. Tensa, porque en ella tienen que encajar las vacaciones, convenga o no tanto; les siente bien o mal a los deseos, las energ¨ªas o a la madurez de proyectos o encuentros; le cuadre o no al clima personal o atmosf¨¦rico. Eso convierte al verano en un tiempo valioso y a la vez fr¨¢gil, como si estuviera siempre amenazado de romperse, de estropearse.
Al parecer, es bastante corriente que la gente enferme en cuanto coge las vacaciones; la intensa actividad act¨²a como un escudo de protecci¨®n inmunol¨®gica, lo que puede explicarse tambi¨¦n diciendo que el traj¨ªn laboral no le deja al cuerpo tiempo ni para ponerse malo. Pero luego llega el descanso y esas defensas se derrumban; la ociosidad reblandece el organismo, lo vuelve permeable, vulnerable a las bacterias o a los virus (reales o imaginarios). Pues yo creo que algo parecido le sucede al cuerpo del mundo en verano. Le brotan dolencias, se le revelan enfermedades que durante el curso permanec¨ªan acalladas, o se le agravan las de siempre por puro contraste.
Por contraste, en esta ¨¦poca de viajes de recreo, de intensa actividad tur¨ªstica, se aprecia mejor la patolog¨ªa de los otros viajes, de los viajes mortales en que se ven embarcados los inmigrantes m¨¢s desfavorecidos; y la vileza de esos tour operators de la patera que cada d¨ªa nos sorprenden con nuevos inventos, con niveles m¨¢s altos de infame sofisticaci¨®n. Hace poco escuch¨¦ que el ¨²ltimo truco consiste en utilizar embarcaciones cebo: se llena hasta los topes una patera con el fin de conducirla a un naufragio seguro; de esa manera se consigue concentrar en un punto la actividad de las fuerzas de vigilancia y de asistencia, y se puede entonces desembarcar una segunda patera, sin mayor obst¨¢culo, en otro lugar de la costa. Argumentos, en fin (y sin fin) para instalar un invierno perpetuo en cualquier estaci¨®n.
M¨¢s que por contraste, por contradicci¨®n con el esp¨ªritu veraniego (con tres cuartos de Espa?a en fiestas) se aprecia con m¨¢s detalle, como con teleobjetivo, la locura de los muertos del tr¨¢fico. El que un tercio de las 48 v¨ªctimas del fin de semana pasado no llevara puesto el cintur¨®n de seguridad es algo que no me cabe en la cabeza. Intento representarme el c¨¢lculo mental de esas personas, la cuantificaci¨®n que hacen no del riesgo sino del valor de la vida, y se me funden los plomos de la memoria y de la confianza en la condici¨®n humana. No me lo acabo de creer o de querer creer.
Como me sigue costando aceptar intelectualmente algo que sin embargo vi con mis propios ojos el martes de esta misma semana. Una escena entre tantas de una luminosa tarde de verano: un hombre (un hombre hecho y derecho, no un pipiolo) al volante de un coche corriente en cuyo interior viajaban adem¨¢s siete ni?os. Dos delante, naturalmente, sueltos; y detr¨¢s un apretado ramo de cinco tambi¨¦n sin cintur¨®n. Est¨¢bamos en una calle c¨¦ntrica, en un San Sebasti¨¢n en pleno disfrute de la Semana Grande. Eran m¨¢s o menos las cinco de la tarde, hab¨ªa toros en la plaza de Illumbe, y aquellos ni?os iban tambi¨¦n, tal vez, al matadero. Tal vez, en un segundo, por un descuido, al matadero. A un desastre de dimensiones sin c¨¢lculo posible; a una lamentaci¨®n eterna; a unas im¨¢genes sangrientas dignas de una campa?a de sensibilizaci¨®n de tr¨¢fico o de infierno dantesco.
"Qu¨¦ calor. Demasiado calor para pelearse. Influencia del clima. Letargia. Flores de ocio. El aire les alimenta sobre todo. Plantas sensitivas. Nen¨²fares. P¨¦talos demasiado cansados para. La enfermedad del sue?o en el aire. Andar sobre p¨¦talos de rosa", escribi¨® James Joyce en su Ulises. "Flores de ocio". He intentado cortar alguna para estas l¨ªneas; obviamente en vano.
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