Las formas inmortales de la hoguera
Primero fue el granizo sobre el cristal, seg¨²n el poeta; despu¨¦s fueron las legendarias sardinas asadas en una lujosa suite del hotel Waldorf Astoria, de Nueva York. Todav¨ªa hoy huele a gloria ese remoto ¨¢mbito de leyenda. "Es el granizo sobre los cristales, un grito de golondrina, el cigarro que fuma una mujer so?adora", declar¨® Jean Cocteau despu¨¦s de verla bailar en Par¨ªs. "Desde el ballet ruso de Serge Diaghliev", a?adi¨® el poeta, "no hab¨ªamos vuelto a encontrarnos con esa clase de citas de amor en un teatro".
Se refer¨ªa a la m¨¢s grande bailaora de flamenco de todos los tiempos, una artista genial e irrepetible, nacida en noviembre de 1913 en el Somorrostro barcelon¨¦s, un conglomerado de chabolas en la playa que m¨¢s tarde dar¨ªa paso al paseo Mar¨ªtimo, y, m¨¢s tarde a¨²n, a la muy celebrada, piropeada y rentable Villa Ol¨ªmpica. Sobre aquella oscura arena enterrada en los s¨®tanos de la memoria de hace 80 a?os, en el fantasmal laberinto de barracas ya entonces condenadas a la miseria y el olvido, la ni?a gitana es un garabato de fuego que todav¨ªa baila. El cuerpo peque?o y fibroso palpita junto a la inmensidad del mar, la sangre hace suyo el ritmo del oleaje y tambi¨¦n alg¨²n rel¨¢mpago azul que s¨®lo ella percibe en el horizonte... Negros ojos rasgados, nariz ancha, mirada ce?uda, siempre interrog¨¢ndose. Tengo tan "poco pecho y tan poco culo, que nunca se sabe si voy o vengo", sol¨ªa decir. Metro y medio de estatura, 40 kilos de peso, caderas escurridas, cabeza rotunda, cara ancha de pantera, expresi¨®n grave. Su estampa flamenca, incluso cuando se prodig¨® en su versi¨®n m¨¢s t¨®pica y tradicional, fue siempre notablemente distinta, inconfundible. Con camisa de lunares y pantalones de muchacho, tensa como un arco, o con vestido blanco de cola y flores clavadas en el mo?o, en alto el vigoroso reclamo de los brazos, la familia numerosa al fondo el padre, hermanos, palmeros, guitarristas, bailaores y en su rostro felino la convicci¨®n, la precisi¨®n, la exactitud. Hija de bailaora y tocaor, La Micaela y El Chino, sobrina de La Faraona, otra bailaora de cierto renombre, Carmen no fue a la escuela, ni tampoco a academia de baile alguna. Se podr¨ªa decir que desde un principio su ¨²nico alimento espiritual fue el flamenco que florec¨ªa en su entorno, y cuando hizo de su talento un arte, siendo todav¨ªa una ni?a, aliment¨® con ese arte a muchas personas. Nadie le ense?¨® a bailar. Dec¨ªa que aprendi¨® en un peque?o ¨¢mbito m¨¢gico y muy particular, situado entre las olas del mar y las v¨ªas del tren, en el mismo Somorrostro que la vio nacer, y sobre todo, a partir de los cinco o seis a?os, y con su padre a la guitarra, a fuerza de bailar todo el d¨ªa en los colmaos gitanos m¨¢s populares de la zona portuaria, como el c¨¦lebre El Manquet, en el barrio de Atarazanas. Tascas y tabernas, restaurantes como el Siete Puertas, merenderos y chiringuitos fueron los primeros escenarios, y enseguida su estilo brioso y crispado, de una sensualidad dram¨¢tica innovadora, cre¨® expectativas y adquiri¨® cierta fama, siquiera a nivel callejero y popular. No pasaba desapercibida 1a diminuta, raqu¨ªtica gitanilla, una especie de monicaco negruzco que bailaba rodeada de su parentela por las calles de Barcelona durante los a?os veinte, antes de la Exposici¨®n Universal. "Lo de la ni?a es algo serio", le dec¨ªan a El Chino Amaya los gitanos y dem¨¢s entendidos. El 1929, Carmen y su familia representaron un t¨ªpico cuadro flamenco para la Exposici¨®n Universal. S¨®lo ten¨ªan que interpretarse a s¨ª mismos en el escenario del Pueblo Espa?ol de Montju?c, entonces un flamante decorado fantasmag¨®rico que representaba, entre otros delirios de cart¨®n piedra, un pueblo t¨ªpico y depuradamente andaluz. En las fotograf¨ªas de souvenir que por fortuna se han conservado, en medio de los Amaya dispuestos casi a modo de atrezzo con sus guitarras y sus palmas junto a un carro y un burro, destaca la preadolescente Carmen, oscura y peque?a bailaora a la que ya llaman, por sus dotes de mando y la contundencia de su estilo, La Capitana. Las entusiastas rese?as del cr¨ªtico musical Sebasti¨¢n Gasch en el semanario catal¨¢n Mirador hicieron el resto. El mito Carmen Amaya estaba naciendo.
Su baile por alegr¨ªas en medio de las chabolas y el viento, cuando ya el dolor la torturaba, es algo grande, realmente memorable
Durante su primera ¨¦poca de gloria nacional hizo algunas pel¨ªculas que a¨²n se conservan, y que nos permiten contemplar el magnetismo de su rostro en los primeros planos, como La hija de Juan Sim¨®n (1934), dirigida por J. L. S¨¢enz de Heredia y producida por Luis Bu?uel, o Mar¨ªa de la O (1936), de Francisco El¨ªas, en su primer papel protagonista y teniendo como oponente nada menos que al envarado y empaquetado gal¨¢n espa?ol de las primeras pel¨ªculas de Greta Garbo en Hollywood, un Antonio Moreno m¨¢s que maduro y casi esfum¨¢ndose ya de la pantalla, aunque 20 a?os despu¨¦s a¨²n nos sorprender¨ªa como el anciano mexicano que conduce a Ethan Edwards (John Wayne) hasta la tienda del temible indio Cicatriz en busca de Natalie Wood en Centauros del desierto, la obra maestra de John Ford. ?Qu¨¦ cruce de destinos propiciado por la Meca del cine, adonde tambi¨¦n ir¨ªa a parar Carmen Amaya! Cuando en Espa?a estalla la Guerra Civil, los Amaya viajan a Portugal y cruzan el Atl¨¢ntico en el buque Monte Pascoal. Una breve rese?a del nacimiento del mito deber¨ªa empezar en el puerto de Buenos Aires, cuando los periodistas argentinos gritaron "?Amaya!", y se giraron 25 personas, la compa?¨ªa al completo. Actuaron en el teatro Maravillas, iban por unos meses y se quedaron nada menos que 11 a?os de extenuante gira por toda la Am¨¦rica Latina y por Estados Unidos. En los USA, a Carmen la represent¨® el agente de los artistas del siglo, figuras como Nureyev, Karajan y Mar¨ªa Callas. El presidente Roosevelt la invit¨® a bailar en la Casa Blanca y le envi¨® su avi¨®n privado. La gitana del Somorrostro arras¨® en el Carnegie Hall de Nueva York y fue aplaudida y admirada por Chaplin, Garbo, Churchill, Toscanini, Fred Astaire, Orson Welles, Marlon Brando o la reina de Inglaterra. Grab¨® discos, actu¨® en pel¨ªculas, triunf¨® en Broadway, y en el Hollywood Bowl Auditorium se vivi¨® una apoteosis multitudinaria cuando bail¨® El amor brujo, de Falla, acompa?ada por la Orquesta Filarm¨®nica. El belicoso general McArthur la nombr¨® "Capitana Honor¨ªfica de la Marina Americana", o algo as¨ª, y nombramiento similar recibi¨® de la polic¨ªa de Nueva York, en fin, por citar s¨®lo algunos de los honores m¨¢s ins¨®litos (y dudosos, dicho sea sin menoscabo de una artista maravillosa y un ser humano excepcional) de los muchos que recibi¨® en vida. Sin cultura y sin instituci¨®n oficial ni subvenci¨®n que la amparase, la gitana de la Barceloneta y sus veinticinco, que ya se hab¨ªan convertido en treinta, cumplieron con creces el sue?o de triunfar en Am¨¦rica.
De esa ¨¦poca se cuentan las m¨¢s fant¨¢sticas historias acerca de la aventura americana de los Amaya, personas que, fuera de los escenarios, gustaban de vivir a su aire, siempre muy unidos y siempre ajenos a normas y convenciones que no fueran las suyas, una pintoresca pi?a familiar que inclu¨ªa a viejos y ni?os, gitanos pr¨®ximos a ella por v¨ªnculos de sangre m¨¢s o menos cercanos, casi todos analfabetos, n¨®madas, enjoyados y cargados de pucheros y cacerolas. La m¨¢s sonada y legendaria de estas historias tuvo lugar en Nueva York, cuando la trouppe fue "invitada" a abandonar el hotel Waldorf Astoria debido a su costumbre de asar sardinas en las dependencias de la suite. Existen diversas versiones del sabroso y oloroso fest¨ªn, pero todas coinciden en que la misma Carmen compraba las sardinas y encend¨ªa sus hornillos sobre el parquet. En otras ocasiones fue vista sentada en un banco frente al lujoso hotel, sola, envuelta en su abrigo de vis¨®n y comiendo un bocata de arenques.
Aunque al parecer su familia proced¨ªa del Sacromonte granadino, Carmen Amaya se consideraba una gitana catalana de pura cepa y una entusiasta del pa amb tomaca, que ped¨ªa all¨¢ donde el baile la llevara. Bail¨® pr¨¢cticamente durante toda su vida, desde que aprendi¨® a andar hasta que muri¨®, obtuvo ¨¦xito y admiraci¨®n en todo el mundo, y, sin embargo, no est¨¢ de m¨¢s recordarlo, ni la magnitud de su talento ni su capacidad de trabajo, ni el apego y la fidelidad a sus ra¨ªces han sido suficientes para que su nombre figure en los anaqueles de la cultura catalana, en los proyectos de aniversarios y conmemoraciones con que los artistas catalanes, vivos o muertos, son homenajeados puntualmente. Se cas¨® casi de "inc¨®rnito", le gustaba decirlo as¨ª, con un guitarrista payo, Juan Antonio Ag¨¹ero. No tuvo hijos. El agotamiento y el dolor hicieron mella en su peque?o cuerpo, que se fue agarrotando. Bailar empezaba a ser un calvario cuando Francisco Rovira Beleta la dirigi¨® en la por muchas razones notabil¨ªsima pel¨ªcula Los Tarantos, versi¨®n gitana de Romeo y Julieta debida al dramaturgo Alfredo Ma?as, donde Carmen interpret¨® a la madre del novio, la Taranta, con singular realismo y furias de tragedia cl¨¢sica. Su arte segu¨ªa siendo intuitivo, visceral, tanto a la hora de bailar como en la composici¨®n del personaje. Su baile por alegr¨ªas en medio de las chabolas y el viento, cuando ya el dolor la torturaba, es algo grande, realmente memorable, la poderosa y elegante despedida de una artista con clase. Carmen ten¨ªa una insuficiencia renal debido a una malformaci¨®n de nacimiento, ten¨ªa ri?ones de ni?a. Gracias al baile, sus ri?ones eliminaban toxinas que, de otro modo, la habr¨ªan matado mucho antes. "Si no puedo bailar, me muero", dec¨ªa, y con raz¨®n. En el verano de 1964, en la Costa del Sol, conoc¨ª a Massimo Dellamano, el director de fotograf¨ªa italiano que ilumin¨® en Barcelona e1 filme de Rovira Beleta, y me confes¨® que la secuencia cinematogr¨¢fica m¨¢s bella, aut¨¦ntica, emotiva y asombrosa que hab¨ªa fotografiado en toda su vida profesional fue el baile de Carmen Amaya en lo alto de la monta?a de Montju?c y de cara al viento, cuando ya estaba muy enferma y el dolor la consum¨ªa. Con su memoria fotogr¨¢fica, Dellamano recordaba tambi¨¦n la mano morena y nervuda de Carmen, sus nudillos l¨ªvidos golpeando en¨¦rgicamente la mesa de madera al ritmo de la guitarra y las palmas. De esa ¨¦poca datan tambi¨¦n las soberbias fotograf¨ªas que le hizo Colita.
Presintiendo el final, cumpli¨® su sue?o de tener una casita junto al mar, la mas¨ªa Mas Pinc, que ella llamar¨ªa El Manso, en Bagur, donde muri¨® el 19 de noviembre de 1963 a las nueve de la ma?ana. El final es parco, brusco y sorprendente como uno de sus desplantes. Unos dicen que antes de morir dio orden de repartir lo poco que le quedaba, y otros que la mas¨ªa fue desvalijada mientras le daban sepultura, y que, adem¨¢s de algunos valiosos recuerdos de su brillante carrera, se llevaron tambi¨¦n el colch¨®n, su cepillo de dientes, sus pantuflas... Rumores que acrecentaron la leyenda, diferentes modos de entender la vida y la muerte, tal vez. El caso es que a las pocas horas de su entierro multitudinario, El Manso qued¨® abandonado. Unos a?os despu¨¦s, cuando ya hab¨ªan empezado a olvidarse de ella, su viudo se llev¨® los restos de Carmen a Santander.
Una noche de 1964, en el local Los Tarantos de la Plaza Real de Barcelona, cuando el ¨¦xito y la fama empezaban a sonre¨ªrle, Antonio Gades me habl¨® largo y tendido de Carmen Amaya. Gades se preguntaba de d¨®nde sal¨ªa el arte inaudito y maravilloso de esta mujer, y me explic¨® que la primera vez que la vio bailar no pudo articular palabra, ni durante el espect¨¢culo ni despu¨¦s, cuando se la presentaron. Aquel rasgo tan personal e inimitable de su baile recio y al mismo tiempo tan femenino le dej¨® perplejo: "Antonio Esteve R¨®denas, me dec¨ªa a m¨ª mismo vi¨¦ndola bailar, olv¨ªdate de todo lo que sabes y de todo lo que deseas aprender, porque eso que est¨¢s viendo no se aprende. Se siente y basta". Y el escritor N¨¦stor Luj¨¢n, esp¨ªritu l¨²cido y sensible tras una m¨¢scara de amargo escepticismo, se despidi¨® de ella con estas bellas palabras: "Aplaudida por tantos p¨²blicos, halagada por tantos ¨¦xitos, continuaba fiel a su origen con la mayor sencillez. Emocionaba. As¨ª la recordaremos siempre, y recordaremos tambi¨¦n, cada vez que pensemos en su baile, a un ser excepcional, de ¨¦sos que sirvieron, con absoluta donaci¨®n de s¨ª mismos, a la misteriosa danza andaluza, que tiene una forma vieja y cambiante, como la hoguera".
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