En el cobijo de las palabras
Probablemente Barral ten¨ªa raz¨®n: quienes escribimos quiz¨¢ no contemos con m¨¢s pertenencias que las palabras. "A ellas nos acogemos como cobijo y les confiamos la posibilidad de nuestra supervivencia", me dec¨ªa una tarde de noviembre, paseando por Madrid, a la salida de una de sus comparecencias parlamentarias como senador. Iba tocado con la gorra de capit¨¢n Arguello y sosten¨ªa, con coqueter¨ªa casi dieciochesca, el bast¨®n, mientras me adoctrinaba sobre su obra, que, por entonces, yo estaba estudiando. "Uno no posee m¨¢s vida que lo que tiene escrito, los est¨ªmulos ante la vida son b¨¢sicamente verbales, no pensamos sino con palabras", insist¨ªa una y otra vez con convencimiento, golpeando el suelo con la contera. En su caso acertaba. Fue gracias a las palabras que Barral pudo construirse una identidad y hasta sentirse vivir a trav¨¦s de distintos personajes, los de editor, escritor, pol¨ªtico, aunque intentara, casi con desesperaci¨®n, que esas tres personas distintas conjugaran un ¨²nico verbo, el verbo po¨¦tico.
El personaje del editor o el del pol¨ªtico se impuso al del poeta, jug¨¢ndole una mala pasada que su muerte no ha remediado
Tend¨ªa a literaturizar cuanto tocaba, convencido de que s¨®lo el arte puede consolarnos de las insuficiencias de la vida
Barral quiso ser por encima de todo poeta y, a mi juicio, es ya para siempre el poeta de la llamada generaci¨®n de los cincuenta que con mayor rigor y precisi¨®n construye una lengua propia. Para conseguirlo trabaja incansable el idioma, como si fuera un monje de la abad¨ªa de Cluny, encerrado en su celda -as¨ª le gust¨® evocarse alguna vez-, lejos de sus ocios calafellenses, lejos tambi¨¦n de las tertulias nocturnas, alcoh¨®licas y metropolitanas de su casa barcelonesa, compartidas, durante una ¨¦poca todos los martes, en homenaje a la tertulia de Mallarm¨¦, con los amigos m¨¢s asiduos, Gil de Biedma, Manuel Sacrist¨¢n, Gabriel Ferrater, Jaime Salinas, hasta que el alba, siempre hostil, les devolv¨ªa a la cruda realidad diurna.
Es ese Barral, orfebre de la lengua, gongorino y mallarmeliano, el que me parece m¨¢s interesante, en especial cuando consigue "modificar en sus versos el pasado de cada palabra, toda la inmensa y dormida carga que arrastra a trav¨¦s de los siglos", para que de nuevo suene y signifique como la primera vez, utilizando ¨¦timos, devolviendo incluso los colores a su sentido primigenio: blanco significa en su poes¨ªa hostil, y verde, viril, erecto... Y es de esa obra po¨¦tica de la que emana todo lo dem¨¢s. No hay ning¨²n aspecto de su prosa, sean memorias -ah¨ª est¨¢n sus magn¨ªficas A?os de penitencia y Los a?os sin excusa-, diarios o novelas, que no tenga un antecedente en sus versos.
Sin embargo, un destino ir¨®nico parece haberse burlado de tanto esfuerzo. Incluso en vida, el personaje del editor o el del pol¨ªtico (no en vano fue senador socialista por Tarragona en dos legislaturas y eurodiputado) se impuso definitivamente al del poeta, jug¨¢ndole una mala pasada que su muerte tampoco ha sido capaz de remediar. Que yo sepa, la repercusi¨®n po¨¦tica barraliana sigue siendo nula. Barral, al contrario de Jaime Gil, cuyo n¨²mero de seguidores es tan infinito como l¨ªricamente irrelevante, no ha tenido imitadores ni disc¨ªpulos, aunque ¨¦l alguna vez presumiera de que un brillante muchacho zamorano segu¨ªa sus huellas po¨¦ticas con provecho, me temo que se trataba de una invenci¨®n...
Tanto en su obra como en su vida, Carlos Barral intentaba asombrar, quebrar la expectativa. Su comportamiento ten¨ªa un punto de extravagancia, y sus ademanes, bastante de esnobismo dandi. Sol¨ªa usar la capa espa?ola cuando viajaba al extranjero como el m¨¢s internacional de los editores peninsulares y beb¨ªa whisky en una ¨¦poca en que la inmensa mayor¨ªa de escritores tomaban ca?as o chatos. Una tarde, en la presentaci¨®n de una reedici¨®n de Gram¨¢tica parda, el estupendo libro de Garc¨ªa Hortelano, que ten¨ªa lugar en el hotel Ritz de Barcelona, le vi entrar y salir tres veces. Bajaba los escalones que comunican con el sal¨®n, oteaba el horizonte y retroced¨ªa r¨¢pidamente. Buscar¨¢ a alguien, pens¨¦, y, en efecto, buscaba los flashes de la televisi¨®n que no se hab¨ªan fijado todav¨ªa en que ¨¦l, por fin, hab¨ªa llegado. Uno de los personajes de su ¨²nica novela terminada, Pen¨²ltimos castigos, con nombre y apellido tomados de la realidad, le llev¨® a los tribunales por injurias. Barral decidi¨® que hab¨ªa ensayado el papel en una obra de Pirandello y tras rehusar la inmunidad parlamentaria a la que ten¨ªa derecho, esper¨® a que los tribunales dictaran sentencia. La muerte le lleg¨® antes de que eso ocurriera y la causa fue sobrese¨ªda.
Como Lope de Vega, Carlos Barral tend¨ªa a literaturizar cuanto tocaba y lo hac¨ªa como terapia salvadora, convencido de que s¨®lo el arte puede consolarnos de las insuficiencias de la vida, aunque, en su etapa final, en los textos de Figuraci¨®n del tiempo, incluso el arte ser¨¢ puesto en entredicho. Su inevitable propensi¨®n al mito le llev¨® a considerar que el para¨ªso de su infancia se ubicaba en Calafell, la poblaci¨®n tarraconense donde su familia pose¨ªa una casa, en la actualidad comprada por el Ayuntamiento de la localidad a la espera, demasiado larga, de convertirla en centro de estudios barralianos. El paisaje de Calafell, horizonte de mar y barcas, espacio abierto para la aventura, fue una constante de la imaginaci¨®n del escritor y de su mundo sensual y a la vez la mejor referencia de cohesi¨®n para la memoria de s¨ª mismo. Al resguardo calafellense volv¨ªa con frecuencia, a menudo con sus amigos. Algunos como Vargas Llosa, Jorge Edwards, Mu?oz Suay o Ana Mar¨ªa Moix acabar¨¢n por pasar temporadas en Calafell, seducidos, quiz¨¢ m¨¢s por el entusiasmo contagioso de Barral que por el pueblo en s¨ª. La devoci¨®n de Carlos por la playa de Calafell se extiende a sus aguas. Los diarios y las memorias barralianas, igual que muchas p¨¢ginas de Catalu?a desde el mar, ponen de manifiesto sobradamente que, entre todos los mares que se cruzan, es el mar dom¨¦stico de Calafell es el m¨¢s apetecido y los marineros de esa zona los predilectos. Uno de ellos, Ram¨®n Calvet, apodado El Moreno, comparece a menudo entre las p¨¢ginas de los textos barralianos como compa?ero de viaje, trasunto de otros tantos emprendidos junto a los pescadores de Calafell, sus amigos, testigos de su boda con Yvonne Hortet, el d¨ªa 4 de octubre de 1955, y compa?eros de su ¨²ltima singladura un 17 de diciembre de 1989, en que las cenizas de Carlos fueron esparcidas en el mar, a dos millas de la costa calafellense, y cuyo d¨¦bil rastro sobre las olas fue perseguido unos instantes por claveles rojos, para que se cumpliera as¨ª el deseo del poeta: retornar al mar al que deb¨ªa sus mejores horas. No en vano aseguraba que se sent¨ªa incapaz de vivir lejos del mar: "No puedo estar demasiadas semanas sin verlo, es una necesidad casi hist¨¦rica", confesaba. Tal vez debamos relacionar ese inter¨¦s por el paisaje mar¨ªtimo con el ansia de volver al ¨²tero materno, el h¨²medo espacio primigenio en el que el medio acuoso es fundamental. Barral, como Rilke, a quien tradujo, es un poeta del agua, met¨¢fora del eterno fluir, pero a la vez de la sensualidad y la vida. Si tenemos en cuenta que entre los cuatro elementos es el agua el m¨¢s sensual, no resultar¨¢ dif¨ªcil entender que sea el predilecto de un autor cuya obra se caracteriza por una enorme carga de sensualidad.
Seductor inveterado, amante de la her¨¢ldica y de las viejas espadas heredadas de su padre -aseguraba, no siempre tan en broma como pudiera parecer, que la ilusi¨®n de su vida hubiera sido llegar a ser vizconde de Calafell-, malogr¨® por pereza lo que habr¨ªa sido el mayor de sus ¨¦xitos editoriales: Cien a?os de soledad, de Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez, ya que ni siquiera dio acuse de recibo del manuscrito, perdido junto a otros, sobre su mesa repleta de papeles. Por el contrario, la creaci¨®n del Premio Internacional Formentor, del que fue impulsor m¨¢ximo, otorgado en 1961 a Borges, hizo posible que ¨¦ste dejara de ser un autor casi desconocido para convertirse en un referente de prestigio mundial.
En la Espa?a roma y gris de la dictadura, las publicaciones de Seix Barral, cuyo equipo encabezaba Carlos, significaron mucho. Fueron algo as¨ª como una escotilla por la que se renovaba un poco el aire enrarecido del fantasmal barco del franquismo.
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