Huida
Tengo en las manos un librito de encuadernaci¨®n modesta, con las dimensiones justas para ser alojado en el bolsillo trasero del pantal¨®n u olvidado entre la muchedumbre de art¨ªculos turbios que contiene el bolso. Se trata del obsequio con que la Consejer¨ªa de Obras P¨²blicas y Transportes de la Junta pretende agasajar a aquellas personas que, durante la Semana Europea de la Movilidad, renuncien al veh¨ªculo privado y lo sustituyan por el autob¨²s de todos. El fin es economizar humaredas: los cristales de nuestras ventanas acumular¨¢n menos holl¨ªn, nuestros pulmones lucir¨¢n m¨¢s despejados en las radiograf¨ªas y el asfalto ganar¨¢ en tersura si logramos reducir el n¨²mero de autom¨®viles que todos los d¨ªas colapsan las ciudades. Una loable utop¨ªa a la que este volumen que sostengo entre las manos pretende contribuir desde la timidez de sus noventa p¨¢ginas. Hoje¨¢ndolo, deteni¨¦ndose en una frase aqu¨ª y all¨¢, uno recuerda aquel eslogan de Gabriel Celaya, el de que la poes¨ªa es un arma cargada de futuro, y se sorprende gratamente de que los publicistas de la Junta hayan recurrido a una herramienta tan obsoleta y oxidada para lograr sus objetivos. Porque se trata de un libro de poes¨ªa: decenas de poemas sobre viajes, sobre nav¨ªos, aeroplanos y tranv¨ªas a los que ascender y desde los que triturar el espacio entre dos paradas, en el fondo de un asiento conseguido a empujones o tratando de conservar el equilibrio frente a una barra de metal que se escurre de los dedos. La poes¨ªa, la palabra, el verbo tienen mucho en com¨²n con los transportes: si uno se sube encima puede acabar a muchas leguas de casa.
La antolog¨ªa, que se circunscribe a autores hisp¨¢nicos, me ha hecho reparar en la predilecci¨®n que experimenta la poes¨ªa de todas las ¨¦pocas por los traslados y la huida, y en el deseo latente siempre bajo las entra?as de cualquier poeta de hallarse lejos, de poner distancia entre ¨¦l y la tierra que sustenta sus zapatos. Mientras recorro los planes de fuga de Alberti, de ?ngel Gonz¨¢lez o de Neruda, presentes en la recopilaci¨®n, pienso en esos otros escapistas de allende nuestro idioma que tampoco permitieron que el barro se les endureciera debajo de las suelas. Alfred Jarry, el padre de todos los surrealistas, viv¨ªa consagrado a una perpetua maniobra de escape que le obligaba a exprimir constantemente la bicicleta, aun en la salita de casa: era com¨²n que sus amigos le sorprendieran pedaleando sobre la alfombra, sin poder dejar atr¨¢s el aparador, los jarrones, la percha, la vida gris que buscaba com¨¦rselo. Apenas adolescente, Blaise Cendrars se introduc¨ªa en un vag¨®n del Transiberiano y presenciaba mudo de arrobo los cucuruchos de helado del Kremlin y la escarcha amarilla de la estepa: hab¨ªa dejado en la estaci¨®n una infancia humeante que prefer¨ªa olvidar en un cenicero. Antoine de Saint-Exupery amaba tanto su avi¨®n que s¨®lo se sent¨ªa completo acoplado a la cabina, componiendo junto a ¨¦l una especie de h¨ªbrido mitol¨®gico como las sirenas y los centauros; lo amaba tanto, tanto que al final se zambull¨® con ¨¦l en la niebla y franque¨® la meta ¨²ltima de todo fugitivo, que es la desaparici¨®n. Qu¨¦ mejor instrumento para un paseo en autob¨²s que un poema bien engrasado: si los hombros de los vecinos estrujan demasiado, uno siempre puede optar por esfumarse.
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