La l¨ªnea
EUGENIO SU?REZ
Variadas las ofertas de servicios telef¨®nicos, aunque el n¨²mero y la competencia no quieran decir que lo mejoren. Por lo que estamos viendo, se perfeccionan y enriquecen las prestaciones adjetivas, sin resolver, de forma definitiva, su calidad esencial. Soy un veterano usuario, y casi tres cuartos de siglo m¨¢s tarde recuerdo el n¨²mero que, en Madrid, correspond¨ªa al domicilio familiar: 15 9 25, cinco cifras, ya en marcha el marcado directo. Alcanc¨¦ a escuchar -entonces los ni?os no habl¨¢bamos por tel¨¦fono, al menos hasta cumplir la edad en que era preciso comunicarse con los compa?eros de colegio o con la ni?a de nuestros ojos; ellas, en cambio, se adaptaron con fulminante rapidez al invento- el nombre de las centralitas, que sustitu¨ªan, a base de letras reconocibles, con ventaja nemot¨¦cnica, a los tres primeros d¨ªgitos, como en Par¨ªs, Londres y otras: JOR y el n¨²mero escogido, correspond¨ªa a la zona de la calle de Jord¨¢n, junto a Quevedo.
Me vienen a la memoria las conversaciones con las avezadas telefonistas -empleo casi exclusivamente femenino, cuyo estado sol¨ªa confinarse en la solter¨ªa- con las que pod¨ªan cruzarse, incluso, t¨¦rminos injuriosos. La exigencia de que se pusiera al aparato la vigilante, especie de todopoderoso contramaestre que, con inicial paciencia, escuchaba los argumentos exasperados del reclamante para, alcanzado el nivel de su paciencia, interrumpir la conversaci¨®n diciendo: "?Vaya usted a paseo!". El tel¨¦fono, a principios del siglo pasado, fue el invento que mayor auge y difusi¨®n tuvo. Al fin y al cabo, la telegraf¨ªa fue de puntual utilizaci¨®n y los azules telegramas, entregados en mano, fueron, casi siempre, heraldos de malas noticias. El tel¨¦fono pod¨ªa usarse en cualquier momento, d¨¢ndole a la manivela o marcando en el ingenioso disco. Pero no era sencillo llegar hasta ¨¦l.
Hubo ¨¦poca, terminada la Guerra Civil, en que conseguir una l¨ªnea telef¨®nica personal era s¨ªntoma de omnipotencia o la expresi¨®n de altos contactos y predicamento social y pol¨ªtico. Utilic¨¦ con alguna frecuencia los inestimables servicios de un personaje, a quien conoc¨ª por carambola, el provisor del Obispado de Madrid-Alcal¨¢, cuya amistad, apenas interactiva pues poco pod¨ªa yo hacer por ¨¦l, fue sincera y leal, hasta su prematura muerte. Aquel cura solventaba problemas, para m¨ª y la mayor¨ªa de los mortales, insolubles. Este tipo de personas y relaciones formaban parte de la trama que sosten¨ªa el mundo escasamente conocido o explicado de aquella ¨¦poca. Consigui¨® que un familiar hiciese el servicio militar en la Segunda Bis, el contraespionaje, cuyo aliciente consist¨ªa en no hacer guardias, ni instrucci¨®n, ni llevar el uniforme. Una delicia. Pero el favor m¨¢s importante, casi ol¨ªmpico, consisti¨® en gestionar el tendido de una l¨ªnea telef¨®nica en una casa, en las afueras de Palma de Mallorca. Era tan extraordinario y singular que hubieron de tirar un cable provisional sobre la carretera y una finca vecina. No estoy muy seguro de que contin¨²e de tal forma al d¨ªa de hoy, pero s¨ª conservaba su interino e ilegal trazado hace un par de a?os, peque?a chapuza que sobrevivi¨® m¨¢s de 40 a?os.
Otra secuela en la que naufragaban los gozos, los sinsabores y el tiempo de los habitantes de la ¨¦poca eran las inacabables demoras, esperando una conexi¨®n con Par¨ªs, con Badalona o con El Escorial. Horas de espera, de guardia ante el aparato, de reclamaciones bordeando la histeria, de centinela inactiva junto al aparato. En los a?os cincuenta y sesenta, obligaciones profesionales me remit¨ªan a la ciudad de Par¨ªs. Instalado en el hotel, procedente del aeropuerto de Le Bourget, la estancia en la Ciudad Luz se reduc¨ªa a esperar la conferencia con Madrid. En alguna ocasi¨®n emprend¨ª el viaje de regreso sin haberla obtenido. Pienso que, de aquel periodo procede la generalizaci¨®n del espa?ol de hablar a gritos, para suplir con la potencia de la voz el silencio de la comunicaci¨®n por cable.
Es l¨®gico y fatal que las cosas hayan mejorado y prosperado vertiginosamente. Es posible hablar, por medio de un tel¨¦fono m¨®vil, desde un banco del Retiro con un bar en la ciudad australiana de Canberra. Para esos artilugios inal¨¢mbricos no es necesaria la l¨ªnea, ha dejado de ser indispensable la eterna s¨²plica: "Deme l¨ªnea, le pongo l¨ªnea, me han cortado la l¨ªnea". Ya no es la distancia entre dos puntos, sino un sonido que se encabrita, salta misteriosamente hacia el vagabundo sat¨¦lite y regresa incomprensiblemente a nuestras orejas. Lo importante, es guardar la l¨ªnea.
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