?ngeles y demonios
La modernidad ha hecho de lo pol¨ªticamente correcto un fango donde se pierde la raz¨®n. Hoy la ¨¦tica no resulta menos confusa que cualquier otra subsecci¨®n del supermercado de las ideas, as¨ª que la posibilidad de que un criterio ¨¦tico prospere socialmente no radica en su mejor o peor calidad, sino en su habilidad para ocupar, dentro del tablero medi¨¢tico, una posici¨®n m¨¢s favorable.
Muchos ejemplos podr¨ªan ilustrar esas parad¨®jicas fluctuaciones que se producen en el mercado de las ideas, pero pocos tan evidentes como la diversa explicaci¨®n causal que inspiran unos y otros delitos. Hoy existen delitos que se legitiman y se justifican echando mano de argumentos socioecon¨®micos. En el dantesco escenario de una Francia en llamas, con incontables bandas juveniles quemando miles de coches e incendiando decenas de colegios, empresas y guarder¨ªas, los comentaristas se han sentido enternecidos ante la ad¨¢nica condici¨®n de esos muchachos, v¨ªctimas de una sociedad que les somete a torturas sin cuento y frente a la cual por fin han decidido alzarse con vigorosa dignidad. De hecho, recordar esa ola de violencia sin aludir a la eximente socioecon¨®mica es poco menos que caer en el fascismo. Claro que si hay delitos donde la ignorancia del contexto te convierte en fascista, hay otros delitos donde, muy al contrario, se exige esa ignorancia, y donde el fascismo reside precisamente en aludir a los contextos. Un ejemplo de estos delitos ser¨ªan los de violencia de g¨¦nero, donde est¨¢ proscrita toda consideraci¨®n social, cultural, psicol¨®gica o psiqui¨¢trica, como si s¨®lo mencionar cualquiera de ¨¦stas pudiera atenuar la atrocidad del delito en cuesti¨®n.
En t¨¦rminos generales, el autor de ciertos delitos puede esgrimir en su descargo una variada gama de eximentes, sostenidas en la historia, la filosof¨ªa, la antropolog¨ªa y el relativismo cultural, mientras que el autor de algunos otros es lisa y llanamente un monstruo, de cuya consideraci¨®n desaparece cualquier elemento que no sea el reproche m¨¢s radical. Sin duda los delitos contra la libertad sexual son infinitamente m¨¢s graves y condenables que los delitos contra la propiedad, pero una cosa es la gravedad de los delitos y el reproche que merezcan, y otra muy distinta considerar que en unos obra invariablemente la necesidad, en su versi¨®n mecanicista, y en otros, no menos invariablemente, el libre albedr¨ªo en su versi¨®n m¨¢s depravada.
En toda conducta delictiva anidan condicionantes que van m¨¢s all¨¢ de la mera maldad del individuo, pero tambi¨¦n, al menos en democracia, las personas son responsables de sus actos y deben pagar por ellos, al margen de que, en efecto, circunstancias concretas agraven o aten¨²en las conductas. Lo demag¨®gico es suponer que determinados delitos no son imputables a sus infelic¨ªsimos autores sino a una vaga entidad abstracta (el sistema, la sociedad o el capitalismo), mientras que en otros nada se sabe de esas arduas teolog¨ªas, porque el delincuente es un mero hijo de puta.
Hace m¨¢s de dos siglos Beccaria resolvi¨® que la verdadera eficacia de un sistema penal no reside en la te¨®rica atribuci¨®n al delincuente de una pena mayor, sino en la garant¨ªa de que esa pena llegue a ser efectivamente impuesta. Desde luego, esta m¨¢xima ilustrada poco tiene que ver con nuestro universo moral, donde el ¨²nico modo de reprobar ciertos delitos es aumentar, reforma tras reforma, el n¨²mero de a?os de condena (aunque luego, en la vergonzosa realidad, ni siquiera haya medios para hacer cumplir la m¨¢s elemental orden de alejamiento). Por el contrario, ante la clamorosa perpetraci¨®n de otros delitos, no se sugiere otra cosa que proporcionar a sus autores m¨¢s servicios sanitarios, m¨¢s escuelas gratuitas y m¨¢s ayudas sociales, a pesar de la misteriosa evidencia de que todos los servicios sanitarios, todas las escuelas gratuitas y todas las ayudas sociales proporcionadas con anterioridad no han bastado, al parecer, para aplacar su ¨¢nimo incendiario.
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