Adi¨®s a la dulce vida wichi
La comunidad ind¨ªgena wichi de Argentina vive en una dura encrucijada. Sus ritos, creencias, idioma y modo de vida, tan ligados a la naturaleza, desaparecen a marchas forzadas. Asistimos en directo a la abrupta transici¨®n al v¨¦rtigo de la cultura occidental.
Florencia tiene 66 a?os, nueve hijos, la piel oscura, las manos agrietadas y la mirada intensa. Como todos los wichis, habla lento, casi susurrando. Hace dos a?os que lleg¨®, junto a su familia, a la comunidad de La Esperanza. El Gobierno les ech¨® de las tierras en las que ella y sus antepasados hab¨ªan vivido durante cientos de a?os, al norte de Argentina -cerca de la frontera con Bolivia-, para venderlas a una empresa privada. Una vez m¨¢s, los ind¨ªgenas sobraban, y una vez m¨¢s, se enfrentaban a una incipiente globalizaci¨®n.
A La Esperanza se llega por un arduo camino de tierra, apenas trazado. La separan 45 kil¨®metros de Embarcaci¨®n -la poblaci¨®n blanca m¨¢s cercana-, y el viaje, de casi dos horas, deja bien claro que el asfalto, el agua corriente, la electricidad, el gas natural y todo lo que estas facilidades suponen han quedado atr¨¢s. Los wichis son un pueblo n¨®mada, y su medio de vida ha sido la pesca, la caza y la recolecci¨®n. Los ciclos de la naturaleza les serv¨ªan de br¨²jula, y la tierra y sus frutos, de riqueza. Pero en La Esperanza no hay peces que pescar, apenas hay ¨¢rboles donde recolectar, y tampoco hay qu¨¦ cazar. De ah¨ª su nombre. Seg¨²n el Instituto Nacional de Asuntos Ind¨ªgenas, en Argentina viven 1.012.000 ind¨ªgenas, lo que representa el 3,7% de la poblaci¨®n total. En cuanto al censo de la comunidad wichi, al no haber ninguno exacto que especifique cu¨¢ntos viven en el pa¨ªs, se calcula que son alrededor de 90.000 los que pueblan las distintas comunidades en las regiones de Formosa, Salta y Chaco, en el norte del pa¨ªs.
Mario, el hijo menor de Florencia, es el cacique -as¨ª se llaman los representantes de las comunidades- de La Esperanza. Tiene 33 a?os, y tambi¨¦n hace dos que lleg¨® junto a su mujer, Elisa, y sus ocho hijos a este nuevo enclave. La Iglesia anglicana les cedi¨® las tierras para que vivieran, pero no les ha dado el t¨ªtulo de propiedad. Vuelven a estar de prestado. "Aqu¨ª ya no se puede vivir de la recolecci¨®n. La mayor¨ªa de las tierras son fincas privadas, y los patronos no nos dejan entrar. Tampoco se pueden criar animales porque no tenemos d¨®nde". Por eso, desde su llegada, Mario se dedica a hacer artesan¨ªa para sobrevivir, y Elisa, embarazada de su noveno hijo, le ayuda. "Lo que hacemos en un d¨ªa lo intercambiamos por mercader¨ªa", explica Mario. El trueque es parte de la cultura wichi: antes lo hac¨ªan con miel, frutos, carne y pescado; ahora canjean lo que producen. Al ver que el medio no favorec¨ªa sus costumbres han tenido que readaptarlas al medio.
Dependiendo del d¨ªa y de las necesidades, los p¨¢jaros que moldea Mario con su serrucho, de troncos de palo santo, se convierten en arroz para la cena, en hierba para el mate, en ropa para vestir o, muy de vez en cuando, en dinero. "No almacenamos artesan¨ªa porque si no de qu¨¦ vivir¨ªamos el d¨ªa que lo hici¨¦ramos". Gustavo trabaja en Fundapaz, una fundaci¨®n cuyos programas informan, capacitan y favorecen el desarrollo de la comunidad wichi: "El problema es que no est¨¢n acostumbrados a almacenar. Los intermediarios saben que tienen necesidades, y les cambian los productos que hacen ese d¨ªa por comida. Luego ellos los venden por mucho dinero y se enriquecen a su costa".
Los hijos de Mario van a la escuela cuando tienen ropa y zapatos para ponerse. Ahora llevan d¨ªas en racha. Valent¨ªn, el mayor, siente que el destartalado autob¨²s amarillo -t¨ªpico de escuela norteamericana- que pasa por todas las comunidades antes de llegar a la escuela de Carboncitos se est¨¢ acercando, a pesar de que a¨²n est¨¢ a kil¨®metros de distancia. El desarrollo sensorial de los wichis es muy superior al de cualquier persona; la naturaleza y su forma de vida les ha forzado a agudizar los sentidos, especialmente el o¨ªdo y la vista, llegando a diferenciar sonidos y siluetas cuando son casi inapreciables.
Silvia Haro es la directora de la escuela R¨ªo Bermejo, y como todas las ma?anas a las ocho espera en su despacho a que lleguen los ni?os para cantar el himno nacional e izar la bandera argentina. "Aqu¨ª la prisa no existe", explica. "Ellos llegan cada uno a su ritmo y nunca puntuales. Su concepci¨®n del tiempo no tiene nada que ver con la nuestra. No saben lo que es la prisa, entre otras cosas porque no se rigen por un reloj". Silvia no es wichi, pero habla su idioma como si lo fuera. Despu¨¦s de 20 a?os trabajando en las comunidades, ella y su marido han tenido que aprenderlo porque no ten¨ªan otra manera de comunicarse. Muy pocos wichis hablan castellano, y, si lo hacen, no se lo ense?an a sus hijos.
A Silvia le preocupa la transformaci¨®n que est¨¢n sufriendo las comunidades: "Aqu¨ª los ni?os siempre hab¨ªan sido ni?os hasta que se convert¨ªan en adultos, m¨¢s o menos a los 15 a?os, cuando se pon¨ªan a trabajar o se casaban". Sin embargo, desde que han llegado las primeras televisiones, se ha adelantado la edad del cambio. "Copian lo que ven en los culebrones, y empiezan a ser adultos desde peque?os". Cosas tan esenciales en la cultura global como el dinero, las televisiones o el alcohol no exist¨ªan entre los wichis, pero en los ¨²ltimos a?os se han entrometido en su mundo. La consecuencia ha sido la transformaci¨®n de su manera de hablar, de actuar y hasta de moverse. "Va a ser muy peligroso, porque est¨¢ cambiando su identidad. Ellos no son as¨ª".
Las pocas cr¨®nicas que hablan sobre el pasado de los wichis reflejan que este pueblo es de naturaleza calmada y tranquila. Quienes tienen contacto con ellos recomiendan hablarles despacio y bajo; si no, se creen que est¨¢s enfadado. Tienen como costumbre que la mujer ande unos pasos detr¨¢s del hombre y no mirar la cara del interlocutor si no le conocen. De pocas palabras y actos, los wichis nunca han dado muestras de violencia. Ni tan siquiera en la revoluci¨®n de 1870, cuando los blancos, rifle en mano, se propusieron acabar con todas las comunidades ind¨ªgenas de la zona del r¨ªo Pilcomayo, incluida la suya. Se enfrentaron a las armas argentinas con lanzas hechas de madera; su desconocimiento de la lucha era tal que no sab¨ªan ni c¨®mo matar al agresor. Los antrop¨®logos creen que ha sido precisamente esta callada resistencia la que ha hecho sobrevivir a los wichis a lo largo de la historia. Por eso hoy son una de las comunidades ind¨ªgenas m¨¢s numerosas de la zona, tras los kollas y los mapuches.
Sin embargo, la innata quietud wichi ha ido desapareciendo. El cu¨¢ndo es progresivo, y el c¨®mo responde, entre otras, a la entrada de alcohol en las comunidades. Al no ser suficientes los frutos y animales que les proporcionan las tierras donde les trasladan y tampoco lo que consiguen con el trueque de artesan¨ªa, los hombres se han visto obligados a realizar changas (trabajos temporales) fuera de sus comunidades, por las que reciben alrededor de 150 pesos (50 euros). Talar ¨¢rboles, sembrar campos y recoger cosechas son las m¨¢s habituales. En estas idas y venidas es cuando los wichis adoptan costumbres nada wichis, como beberse el salario y llegar a casa con las manos vac¨ªas.
"Cuando beben", explica Silvia Haro, "los hombres maltratan a sus mujeres y a sus hijos, y no sabemos c¨®mo pararlo". Al ser problemas nuevos y desconocer c¨®mo abordarlos, muchas madres delegan en la directora y los maestros de la escuela la educaci¨®n de sus hijos y tambi¨¦n su alimentaci¨®n. "Vienen y nos piden que les digamos a los ni?os que no salgan por la noche, o, en el caso de las ni?as, que no hablen con hombres blancos que trabajan en las fincas cercanas". Las mujeres est¨¢n tranquilas sabiendo que sus hijos van a la escuela y comen algo m¨¢s que a?apa (pasta hecha a base de machacar algarrobas y a?adir agua). "A veces, si no hay comida, hasta los ni?os beben alcohol para matar el hambre".
En idioma wichi no existe traducci¨®n literal para la palabra miedo porque hasta hace poco no han tenido de qu¨¦ o de qui¨¦n sentirlo. Los animales eran parte de su entorno; la oscuridad, parte de su escenario. Ahora, tanto Florencia como el resto de mujeres de su comunidad han empezado a experimentar este nuevo sentimiento: miedo a que los hombres les peguen cuando vuelven a casa bebidos, miedo a que un d¨ªa les vuelvan a echar de estas tierras y no tener ad¨®nde ir, miedo a pensar c¨®mo alimentar¨¢n a sus hijos si un d¨ªa se les acaba la madera de palo santo con la que los hombres trabajan, los algarrobos o el ch¨¢guar (planta de la familia del aloe vera) con que ellas tejen bolsas, cinturones, faldas y mu?ecos.
Raz¨®n no les falta para sentir estas amenazas. Bartolina y su hija salen regularmente a buscar ch¨¢guar, pero cada vez han de andar m¨¢s kil¨®metros para encontrarlo. La tala indiscriminada de ¨¢rboles y las alteraciones del clima est¨¢n acabando con esta planta, lo que significa el principio del fin de un ritual que se ha transmitido de generaci¨®n en generaci¨®n entre las mujeres de este pueblo. La nieta de Bartolina mira de reojo c¨®mo su abuela teje una yica, la bolsa que antiguamente los wichis utilizaban como red para pescar y que hoy se vende en las tiendas de las ciudades para llevar el tel¨¦fono m¨®vil, el dinero o las llaves. Bartolina no habla; teje y deja que su nieta la observe mientras masca algarrobas. Pronto la copiar¨¢. As¨ª es como se transmite este arte, en silencio. El ¨²nico lenguaje es el dibujo que dejan en el tejido.
La casa de Bartolina es una caba?a de madera, de tres por tres metros, presidida por una Biblia y un crucifijo. Al ser n¨®madas y no permanecer mucho tiempo en un mismo lugar, los wichis nunca han dado importancia a la vivienda. Las constru¨ªan peque?as y poco resistentes, y a¨²n hoy, a pesar de que su movilidad es nula, siguen haci¨¦ndolas con id¨¦nticas dimensiones y caracter¨ªsticas. La de Mario es igual de peque?a, y en ella viven los 10 miembros de su familia, el que est¨¢ de camino "y los que Dios nos mande", dice mirando al cielo.
Mario, como la mayor parte de la poblaci¨®n wichi, es anglicano y muy religioso. Por ser cacique, y a falta de p¨¢rroco, es quien oficia los servicios los domingos. "Con un poco de suerte nos enviar¨¢n a uno pronto y empezaremos a construir aqu¨ª la iglesia", dice ilusionado mientras acomoda las sillas para los feligreses. Aqu¨ª es, hoy por hoy, una explanada rodeada de ¨¢rboles.
Son las nueve de la ma?ana del domingo, y los feligreses van llegando, pausadamente, con la Biblia -escrita en wichi- debajo del brazo. La Iglesia anglicana lleg¨® a esta comunidad en 1914, y aunque al principio no tuvo mucho ¨¦xito evangelizando, hoy cuentan con cerca de cien congregaciones por la zona, lo que significa que alrededor del 70% de los wichis ha dejado de lado sus creencias tradicionales para abrazar el anglicanismo. Prueba de ello son los nombres evang¨¦licos que la mayor¨ªa ha adoptado.
Najuaj entra dentro del 30% que a¨²n conserva las leyendas, las canciones y los bailes wichis, adem¨¢s del nombre. Una de estas leyendas asegura que, cuando una persona se enferma, lo hace porque pierde su sombra. "Se va por falta de amor o por exceso de tristeza, y puede recuperarse cantando al esp¨ªritu". Para Najuaj, el dios que est¨¢ siempre presente se llama Tokjuaj. "La naturaleza es Tokjuaj, la cultura es Tokjuaj y el d¨ªa es Tokjuaj". "Cuando llegaron los anglicanos empezaron a decir que nuestras creencias y nuestros bailes eran pecado, y los prohibieron. Por eso la gente se agarr¨® a esta religi¨®n nueva". Entre esta gente se encuentran las mujeres de Carboncitos, que se re¨²nen los jueves por la tarde en la iglesia que los anglicanos les construyeron. Rosa, hija de Florencia, creci¨® con estas creencias. "Dicen que los ingleses nos lavaron la cabeza", se queja,"y yo digo que si no hay Dios, ?qu¨¦ ser¨ªa de este mundo?".
Wichi significa persona en su idioma. Parad¨®jicamente, esta comunidad, al igual que el resto de ind¨ªgenas de Argentina, no fue considerada como tal por el Estado hasta que, a mediados de los a?os cuarenta, empez¨® a contar su voto. Florencia recuerda aquellos a?os, cuando los criollos les daban comida a cambio de ayudarles a votar. "A¨²n hoy, los pol¨ªticos juegan con nosotros, y se creen que no nos damos cuenta", dice sin alterarse, a pesar de la dureza de las afirmaciones y de la iron¨ªa con la que las expone. "Cuando llegan las elecciones, vienen por aqu¨ª, nos abrazan y nos dan besos; pero cuando salen elegidos, ni se acuerdan de que existimos". "Un d¨ªa hice una prueba: fui a ver a un pol¨ªtico a su despacho y no me recibi¨®. Me qued¨¦ horas esperando en la puerta, y en un momento dado me dijeron que ya se hab¨ªa ido. Yo dije: ?s¨ª?, ?qu¨¦ ha hecho, la lagartija?". Florencia quer¨ªa pedirles que les dieran el t¨ªtulo de tierra de La Esperanza para no tener que volver a pasar por otra expropiaci¨®n. "?D¨®nde ir¨ªamos esta vez?". "Luego dicen que el indio no habla, y claro que hablamos, lo que pasa es que no nos entienden, o no nos quieren entender".
Rosa cree que eran m¨¢s felices antes, cuando no sab¨ªan. "Cuando sabes cu¨¢les son tus derechos y no te los dan, duele", dice bajo la atenta mirada de su madre. Ahora sabe que, seg¨²n la Resoluci¨®n 4.811 de la Ley Nacional, no se debe obligar a una comunidad ind¨ªgena a adoptar formas de organizaci¨®n que le son ajenas, y que se debe respetar las suyas. "Ellos no se dan cuenta de que nos han hecho mucho da?o; nos han impuesto cosas que no son nuestras, empezando por su pol¨ªtica. Nuestra manera de vivir era otra. Nosotros no somos ricos, pero nuestra riqueza era la tierra y cuidar de la naturaleza".
Y eso es precisamente lo que les niegan los mismos gobernantes que les piden sus votos. Florencia se r¨ªe: "Est¨¢ bien. Ellos juegan con nosotros. Cogen hasta los nombres de nuestros muertos para tener m¨¢s votos, y luego no nos ayudan. Es gracioso, ?no?; a pesar de hacernos da?o, nos necesitan. Viven de nosotros".
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