Una forma sabia de ver el campo
El siglo XX ha sido el m¨¢s sangriento desde el punto de vista contable, mezquino como el resto desde la adecuada perspectiva hist¨®rica y banal al darse tanta importancia como sus antecesores. ?Con qu¨¦ logros? Especular con el fin de la historia misma, desde cierto materialismo optimista, o con la destrucci¨®n absoluta, por los cenizos y los impetuosos. El asunto es que, a trav¨¦s de la desprestigiada mirilla geopol¨ªtica, observamos c¨®mo, despu¨¦s de las convulsiones, tanto espejismo de progreso y tanta muerte violenta, el siglo XX acab¨® como empez¨®: Jap¨®n domina y asciende en Oriente; Alemania domina y asciende en Europa; Rusia y el Reino Unido declinan; China y el medio Oriente son, cada uno a su modo, un misterio y un presagio; ?frica es un caos; donde Francia daba un Proust inventa houllebecqs, mientras ocurre su en¨¦simo amago de media revoluci¨®n; un tropiezo de Estados Unidos es un tropiezo del mundo, mientras sigue vampirizando a su parodia, el resto de Am¨¦rica. Por ¨²ltimo y nada importante, la zona tur¨ªstica que habitamos se muerde el codo con rabia y desorbita los ojos en misa. Lo que antes era estupor ante desgastadas burocracias coloniales ha cambiado de nombre, pero no de esencia. La t¨¦cnica y la especializaci¨®n ayudan a falsearlo todo. El lector est¨¢ m¨¢s informado que nunca y tan confuso como siempre. El escritor no sabe para qu¨¦ sirve su oficio.
MEMORIA PARA EL OLVIDO. ENSAYOS
Robert Louis Stevenson
Edici¨®n de Alberto Manguel
Traducci¨®n de Ismael Attrache
Siruela. Madrid, 2005
339 p¨¢ginas. 23,90 euros
Bien, alguien se preguntar¨¢ si lo de arriba es el principio ideal para comentar algunos ensayos de Robert Louis Stevenson, reunidos en esta buena edici¨®n, uno de los cuales empieza: "No hay que pensar que una caminata, como algunos quieren hacer creer, es s¨®lo una forma como otra de ver el campo". Pues s¨ª, procede. Porque si estos ensayos no son casi nunca ensayos, salvo cuando Stevenson trata el oficio de escritor o los misterios de la vida y de la muerte, sino una reuni¨®n de cr¨®nicas o art¨ªculos humor¨ªsticos, rezuman las mismas cuestiones, tan v¨¢lidas a fines del XIX como a principios del XXI: la percepci¨®n individual de naturaleza humanista ante el conocimiento, la necesidad de recomponer la fractura de la memoria y la obligaci¨®n de dar frescura otra vez a palabras marchitas, enmascaradas de ret¨®rica por la propaganda. Una visi¨®n amplia y fecunda desde la modestia. ?se es el mensaje.
La vida de Robert Louis Balfour
Stevenson (1850-1894) fue corta y siempre amenazada por la enfermedad. Su carrera literaria s¨®lo ocupa una quincena de a?os. Desde la fecha de publicaci¨®n de La isla del tesoro (1883) generaciones de cr¨ªticos le han considerado un escritor menor y, a lo mejor por llevar la contraria, algunos escritores lo han elevado a los altares de la genialidad. Los buenos lectores jam¨¢s han dudado. Que cada uno extraiga conclusiones sobre la transmisi¨®n del canon.
El mismo Stevenson era a un tiempo humilde y orgulloso con su obra. Era orgulloso porque sent¨ªa el regocijo del esfuerzo y de la val¨ªa de contar. Era humilde porque ninguno de sus ¨ªdolos literarios era novelista. Podemos recordar hoy a Ruskin, a Browning y a Carlyle (este ¨²ltimo, sobre todo, como uno de los proveedores, junto a Marx, de v¨ªnculos sagrados entre religi¨®n y totalitarismo), pero hemos de reconocer que la excelencia de Ruskin o Browning palidece hoy ante la fuerza creativa de Stevenson, ante su estilo inigualable. Es un narrador prodigioso. Sin embargo, no es ese don el que se le envidia, sino de qu¨¦ forma los grandes temas de la existencia humana se hilvanan en ese don con puntada de oro. Alguien dijo una vez que en la prosa de Stevenson, en su empuje narrativo, una pata de palo repicando en cubierta informa mucho m¨¢s sobre el miedo que un tratado acerca del mal. Es muy cierto. La edici¨®n que aqu¨ª se comenta es completa. De hecho, como sucede en las recopilaciones que han ido publicando Hiperi¨®n (imprescindible su correspondencia con Henry James), Alianza o Valdemar, bastan el pr¨®logo de un buen lector de Stevenson y el propio Stevenson para obtener un generoso deleite y una gozosa alegr¨ªa (por mencionar adjetivos y sustantivos gratos al autor escoc¨¦s). En esta edici¨®n, y reconozco que es cuesti¨®n de mis intereses de la hora, hecho en falta algunos ensayos de aut¨¦ntica vigencia que Hiperi¨®n ha publicado con el t¨ªtulo de Ensayos literarios (me refiero a 'Carta a un joven que se propone abrazar la carrera del arte', 'Acerca de la elecci¨®n de profesi¨®n' o 'Sobre algunos elementos t¨¦cnicos del estilo literario'), del mismo modo que encuentro cierta reincidencia en los art¨ªculos sobre la fantasiosa infancia: casi todas las infancias se parecen, al menos por dentro, y m¨¢s las de futuros escritores. Creo que el mismo Stevenson dej¨® zanjado el asunto a sus tres a?os cuando alguien se burl¨® del palo que colgaba de su cinto: "Es una espada. El pu?o de oro y la vaina de plata. El ni?o est¨¢ contento".
En este libro abundan el oro, la plata y el contento. Todo lo que trata sobre el oficio de escribir sigue vigente hoy, puesto que, como se dec¨ªa, poco ha cambiado en nuestro entorno. Un apartado m¨¢s que notable es el titulado Un cap¨ªtulo sobre sue?os, que incluye una curiosa narraci¨®n con el mismo t¨ªtulo sobre el acto de crear; la demostraci¨®n que el buen narrador no s¨®lo es un contador de historias, sino un cazador consumado de esas mismas historias (Cuentos del cementerio) y, quiz¨¢ la maravilla del libro, una cr¨®nica titulada Muerte, p¨¢ginas obligadas para todos aquellos que deseen reflexionar sobre los estragos del colonialismo sin histeria y con profundidad, logrando a la vez objetivos de mayor altura: una valoraci¨®n de la idea de la muerte, de su densidad, de los aspectos de su trascendencia, la obra de un genio en el sentido que eleva su material m¨¢s all¨¢ del tiempo, hacia la zona donde los asuntos verdaderamente importan, donde cada frase importa. Al final de la lectura, como pasa siempre con Stevenson, queremos m¨¢s. No hubo tiempo para m¨¢s. Como legado perviven sus magn¨ªficas narraciones y ensayos, una postura ¨¦tica ante el mundo y un regocijo ante el hecho de existir que, sin embargo, nunca oculta lo peor, lo terrible. Pero no hay asco, mientras temblamos. La visi¨®n del mundo se ensancha como los pulmones que Stevenson nunca tuvo.
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