Las cuentas de Valentina
Esta tarde, Valentina se ha sentado a hacer cuentas, pero no le salen. Vamos a ver, se anima a s¨ª misma, si le digo a Pepito que en vez de pedir en casa la consola port¨¢til esa, que cuesta un ojo de la cara, le pida dinero a toda la familia para compr¨¢rsela ¨¦l? Y si convenzo a Vicente de que renuncie a ese abrigo de cuero largo hasta los pies que se le ha antojado, que, total, va a parecer el juez de la horca, con quince a?os que tiene y el chaquet¨®n de pana tan mono que le compr¨¦ el a?o pasado, y que est¨¢ nuevo, encima? Y si Mar¨ªa comprendiera que su viaje de paso del ecuador es demasiado caro como para no aceptar que una parte del precio sea su regalo de Navidad? Entonces, todav¨ªa podr¨ªa comprarle algo a su padre, y hasta pintar el piso este verano, as¨ª que? Vamos a ver, repite, y entonces suena el timbre de la puerta.
-Buenas tardes -dice la m¨¢s joven de las dos.
-Buenas tardes -repite Valentina, con los dedos cruzados detr¨¢s de la espalda.
Y es que ya las ha calado. No es que se considere muy perspicaz, pero en esto nunca falla. Nunca han conseguido enga?arla, aunque ahora hayan cambiado de aspecto, de atuendo, de peinado. Once a?os son muchos a?os, toda una infancia no se olvida ni queriendo, y mira que ella ha querido, mira que lo ha intentado, pero ni por ¨¦sas.
-Hemos tenido mucha suerte, Milagros -la mayor se dirige a su compa?era con las manos enganchadas a la altura del pecho, c¨®mo no-. Esta se?ora tiene cara de buena.
Las dos sonr¨ªen a la vez, pero Valentina no les devuelve la sonrisa. Monjas. El pelo corto, canoso una, casta?o la otra, gafas de montura met¨¢lica ambas, sendas camisas blancas abrochadas hasta el pen¨²ltimo bot¨®n y faldas informes, azul marino la mayor, gris la menor, los preceptivos jers¨¦is de lana fina a juego, zapatones negros sin tac¨®n y el abrigo enganchado en el brazo. Monjas. Una expresi¨®n de humildad impostada sobre el incendiario centelleo de la soberbia, las manos ¨¢speras, descuidadas, para sugerir la dureza de un trabajo ficticio, una complacencia morbosa en una fealdad cultivada con m¨¢s mimo que el maquillaje de una adolescente, y esa impaciencia hist¨¦rica, en sentido literal, que surge de la aberrante tortura que la castidad impone a las hormonas. Monjas, las conoce tan bien. Monjas, maldita sea.
-Lo siento, estoy muy ocupada -ya tiene la mano en el picaporte de la puerta, pero ellas son m¨¢s r¨¢pidas.
-?Huy!, si no vamos a tardar nada -la m¨¢s joven, dicharachera, sonriente, empalagosa, con un aire al que ten¨ªa Gracita Morales cada vez que se pon¨ªa un h¨¢bito, empieza a pasar las hojas de un talonario de recibos a toda prisa-. Ver¨¢ usted, nosotras somos religiosas, que no se lo hab¨ªamos dicho, y nuestra congregaci¨®n se ha dedicado siempre al trabajo social. Llevamos muchos a?os ayudando a los m¨¢s necesitados. Antes ten¨ªamos un colegio para ni?as hu¨¦rfanas, pero ahora, como las adoptan a todas? -hace una pausa, mira a Valentina, se corrige sobre la marcha-, gracias a Dios, pues hemos empezado a dedicarnos a otras cosas. La ¨²ltima ha sido un centro de rehabilitaci¨®n de drogadictos, pobrecitos, que ellos no tiene la culpa, son enfermos, si usted los conociera, seguro que?
-Un momento -y Valentina, sin soltar el picaporte que sostiene en la mano derecha, levanta la izquierda en el aire-. No ir¨¢n a pedirme dinero a m¨ª, precisamente a m¨ª, ?verdad?
Las dos se miran un instante, desconcertadas a la vez por la mirada de su anfitriona, que ahora mismo dar¨ªa cualquier cosa por convertirse en un drag¨®n de dibujos animados, de esos que echan fuego a la vez por la nariz y por la boca. El deseo de esa metamorfosis imposible acierta a aflorar de alg¨²n modo al rostro por lo general sereno, apacible, de una contribuyente ejemplar, casada con otro contribuyente ejemplar, maestra de la escuela p¨²blica por convicci¨®n y por oposici¨®n, acostumbrada a adelantarle dinero al Estado para comprar material, cuando recuerda la fara¨®nica pir¨¢mide de euros que la Iglesia cat¨®lica recibe cada a?o del Tesoro P¨²blico, como pago de la eterna deuda que el general Franco contrajo con ella cuando destroz¨® con su inestimable ayuda este pa¨ªs.
-Ap¨¢rtense de la puerta, por favor.
Las monjas dan un paso atr¨¢s y Valentina un portazo. El que sale ganando es Pepito, porque mientras respira despacio, para recuperar la calma, su madre se dice, pues pido un cr¨¦dito, ?que no?, que s¨ª, que pido un cr¨¦dito y le compro la consola al ni?o aunque est¨¦ pagando cuotas hasta el d¨ªa del Juicio, no te digo?
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