?Y el ¨¢ngel?
No tengo duda de que la palabra terror ha sido la m¨¢s repetida en las informaciones period¨ªsticas de los cinco primeros a?os de este tercer milenio. Si en un lejano -e hipot¨¦tico- futuro pacientes arque¨®logos llegan a investigar los archivos de nuestro tiempo sacar¨¢n con toda seguridad deducciones muy negras acerca de una ¨¦poca que se ha visto obligada a utilizar hasta este extremo un t¨¦rmino en cualquiera de sus significados: tanto en el sentido del miedo radical que se apodera del hombre en determinadas circunstancias cuanto en el uso brutal de la capacidad destructiva humana. En suma, los eventuales arque¨®logos deducir¨¢n que hemos estado aterrorizados y hemos estado sometidos a fuerzas terror¨ªficas.
Sin embargo, nosotros, al no poseer la gratificante perspectiva que tendr¨¢n los arque¨®logos que nos estudiar¨¢n, corremos el riesgo de quedar atrapados en la misma confusi¨®n que implica el uso reiterado de la palabra terror. En relaci¨®n con la utilizaci¨®n restringida que se hac¨ªa hasta ahora (los historiadores hablaban por ejemplo del Terror del A?o Mil o del Terror en la Francia de Robespierre) en nuestro principio de siglo hemos extendido la sombra del terror en todas direcciones. La nube sombr¨ªa ha descargado su carga mort¨ªfera sobre Nueva York, Madrid, Londres, Bali, Nueva Delhi, Amann, y observamos la cotidiana dosis de muertos en las calles de Bagdad. Tambi¨¦n el terror ha sido protagonista principal en la honda expansiva que ha conmovido las ciudades marginales de los alrededores de Par¨ªs este mes de noviembre. Estamos habituados a focos enquistados de terror, desde el Pa¨ªs Vasco a Chechenia, si no queremos salir de Europa. A este terror -sectario, fan¨¢tico, nihilista- le llamamos tambi¨¦n terrorismo.
Naturalmente hay otras manifestaciones del terror en nuestra inauguraci¨®n de milenio que no podemos olvidar. El bombardeo de ciudades indefensas en guerras completamente desiguales es una manifestaci¨®n genuina de terror. Lo es asimismo que un ej¨¦rcito de ocupaci¨®n empuje a la poblaci¨®n civil a una angustia colectiva. Particularmente siniestro -algo as¨ª como tiniebla en la tiniebla- es el terror subterr¨¢neo que rodea a la tortura. Las im¨¢genes de Abu Ghraib, la c¨¢rcel iran¨ª regentada por los norteamericanos, se contar¨¢n entre las m¨¢s espantosas a las que se deber¨¢n enfrentar nuestros arque¨®logos de ficci¨®n. Con todo quiz¨¢ a¨²n se horrorizar¨¢n m¨¢s cuando tengan acceso -nosotros todav¨ªa no lo hemos tenido- a las c¨¢rceles imaginarias que nuestros contempor¨¢neos han cavado en los subsuelos del mundo para interrogar a sus adversarios. El terror invisible de Guant¨¢namo es un oscuro patrimonio de Estados Unidos pero de confirmarse los agujeros negros en los que se ha cegado la existencia de los prisioneros en Polonia y Rumania, Europa compartir¨ªa la funci¨®n del m¨¢s cruel centinela concebible. A este terror -estatal, ilegal- no le dedicamos una expresi¨®n un¨ªvoca aunque sabemos, al menos los que no lo compartimos, que se trata igualmente de terrorismo.
De creer en la representatividad de las palabras con respecto a las sensaciones hemos empezado mal el siglo XXI. Ahora bien si el arque¨®logo -o el antrop¨®logo o el entom¨®logo- del futuro no se conforma con las informaciones period¨ªsticas y quiere analizar la genealog¨ªa de nuestro terror, entonces deber¨¢ constatar hasta qu¨¦ punto nosotros hemos yuxtapuesto matrices de la destrucci¨®n que, con anterioridad, aparec¨ªan separadas.
As¨ª tradicionalmente, en todas las culturas, el terror del hombre ten¨ªa tres procedencias: Dios o los dioses, la naturaleza y el propio hombre. Dios castigaba, o amenazaba con castigar, a los hombres para infundirles el miedo necesario que contrarrestaba su soberbia o sus ansias de igualdad con lo divino. Todas las mitolog¨ªas tienen sus versiones de ese temor ancestral humano proyectado en la visi¨®n de lo divino. Por su parte la naturaleza, que ten¨ªa en sus manos los l¨ªmites de la vida -enfermedad, vejez, muerte- aterrorizaba a los hombres de tanto en tanto con sus cataclismos y desastres. Las guerras, por fin, regulaban el terror que se repart¨ªan los hombres entre s¨ª. Podr¨ªamos explicar la entera historia del miedo humano con la alternancia de estas matrices del dolor.
Nosotros, en relaci¨®n a esta alternancia, estamos desorientados. Hasta hace poco cre¨ªamos que Dios hab¨ªa desaparecido del escenario y que, si bien no hab¨ªamos domesticado la naturaleza por completo, la tecnolog¨ªa nos hab¨ªa abierto generosas expectativas en esta direcci¨®n. En cuanto a la guerra, tras la ca¨ªda del muro de Berl¨ªn cab¨ªa la ilusi¨®n de la paz perpetua. Aunque con convicciones poco firmes as¨ª acab¨® el siglo XX.
Pocos a?os despu¨¦s todo aparece trastocado bajo el protagonismo del terror y la nueva confusi¨®n que supone tal protagonismo. Las figuras se mezclan obscenamente. Recuerdo que cuando la gran cat¨¢strofe del tsunami eran particularmente indignantes las interpretaciones religiosas del maremoto y particularmente pat¨¦ticas las interpretaciones tecnocr¨¢ticas de quienes se mostraban casi ofendidos por esa imprevista irrupci¨®n de la naturaleza en un mundo domesticado por la tecnolog¨ªa.
Frente a una desgracia de tal magnitud todas estas interpretaciones supon¨ªan una grotesca caricaturizaci¨®n del delicado equilibrio entre la dignidad y la fragilidad humana. Y sin embargo, eran una caricaturizaci¨®n representativa del momento hist¨®rico en el que vivimos bajo una tr¨¢gica fantasmagor¨ªa del terror en la que confluyen desordenadamente demasiadas siluetas: el fan¨¢tico isl¨¢mico que se autoinmola y en su viaje al para¨ªso arrastra decenas de cad¨¢veres; el s¨®rdido sectario que todo lo encuentra justificado en nombre de la patria; el piloto que bombardea ciudades creyendo que est¨¢ en un videojuego; el presidente que invoca la comunicaci¨®n directa con Dios (privilegio que comparten Bush y Sadam Husein); el bur¨®crata que falsifica documentos sobre la destrucci¨®n para facilitar m¨¢s destrucci¨®n; el soldado de la c¨¢rcel secreta que tiene a su disposici¨®n al inexistente prisionero para sentirse ¨¦l, un pobre diablo, encarnando el poder de un dios o el de la naturaleza.
En un panorama semejante lo que quiz¨¢ encuentran a faltar en nuestros archivos los futuros arque¨®logos es la palabra que se emple¨® como ant¨ªdoto frente al omnipresente terror. Deber¨ªamos encontrar una palabra -es decir una conducta- en la que se manifestara la resistencia a la brutalidad y el confusionismo de los terrorismos. Algunas expresan este prop¨®sito parcialmente: firmeza, fortaleza, convicci¨®n. Pero la verdaderamente eficaz ser¨ªa aquella que pudiera acoger una ¨²nica vara de medir, independientemente de las
exi-
gencias particulares del poder, la econom¨ªa o la religi¨®n. Aquella palabra en la que se conciliara la generosidad y la firmeza, la fuerza y la libertad de esp¨ªritu.
Quiz¨¢ la que hoy d¨ªa, abandonados los fastos revolucionarios del siglo anterior, convoca un consenso m¨¢s amplio sea dignidad. ?Qui¨¦n no est¨¢ de acuerdo en que la dignidad humana es una coraza contra las flechas del terror? Las distintas tradiciones, culturas y religiones coinciden en este punto y seguramente es el t¨¦rmino al que m¨¢s se recurre en nuestros "c¨®digos de los buenos deseos", sea la Declaraci¨®n Universal de los Derechos del Hombre, sea en las constituciones particulares de las distintas comunidades.
El problema es que la dignidad -como todas las grandes palabras- es f¨¢cil pasto de la ret¨®rica y la grandilocuencia y con frecuencia se olvida que su invocaci¨®n exige, m¨¢s all¨¢ de lo "moralmente apropiado", una apuesta arriesgada y una responsabilidad de elecci¨®n dif¨ªciles de encajar en el conformismo contempor¨¢neo. Cuando el humanista Giovanni Pico della Mirandola quiso especificar en qu¨¦ consist¨ªa la dignidad (Oraci¨®n sobre la dignidad humana) insisti¨® repetidamente en que el hombre, dada su libertad, deb¨ªa elegir entre la elevaci¨®n y la degradaci¨®n, entre el ¨¢ngel y la bestia: "Te coloco en el centro del mundo para que desde all¨ª puedas vislumbrar todo lo que hay. No te hice ni un ser celeste, ni un ser terrenal, ni mortal, ni inmortal, para que t¨² como libre y soberano art¨ªfice de ti mismo puedas moldearte y esculpirte en la forma que prefieras. Podr¨¢s degenerar al nivel de las cosas inferiores; podr¨¢s, seg¨²n tu voluntad, regenerarte en las cosas superiores, que son divinas".
Sin embargo, en este punto a los perplejos arque¨®logos no se les podr¨¢ escapar la desorientaci¨®n que imperaba a principios del siglo XXI con un hombre que ten¨ªa una imagen n¨ªtida e incluso exagerada de la bestia pero que aparentaba no tener ni idea de las andanzas del ¨¢ngel en su ¨¦poca.
Rafael Argullol es escritor y fil¨®sofo.
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