El viaje de Cyrille
No tiene papeles ni trabajo ni casa. EPS convivi¨® con ¨¦l y su grupo de cameruneses en el monte marroqu¨ª del Gurug¨² hace un a?o y su historia se public¨® en un reportaje sobre su asalto a la valla de Melilla. Cyrille logr¨® su objetivo: saltar a Europa. Ahora los hemos encontrado en Madrid.
Fue como una aparici¨®n. Un grupo de africanos ayudaba, al caer la noche, a aparcar los coches en la cuesta de la Vega, a espaldas de la catedral de la Almudena. Busc¨¢bamos a alguno de ellos que hubiera cruzado en los ¨²ltimos meses la valla de Ceuta o Melilla para poder preguntarle y contar luego c¨®mo le ha ido, c¨®mo le va, c¨®mo vive en este su primer fin de a?o en Espa?a. Y all¨ª estaba el mism¨ªsimo Cyrille, el joven camerun¨¦s que EPS hab¨ªa retratado meses atr¨¢s en el monte marroqu¨ª del Gurug¨² al otro lado de esa barrera cada d¨ªa m¨¢s infranqueable que separa Europa de ?frica. En ese instante, Cyrille -f¨ªsicamente uno m¨¢s entre el grupo de los subsaharianos all¨ª presentes: de ojos grandes, piel brillante; de porte elegante, vistiendo ropas usadas y una chaqueta de plumas que se ve extra?a sobre hombros poco acostumbrados al abrigo- se convirti¨® en la encarnaci¨®n de todos esos africanos que abandonan un d¨ªa su ciudad, dejan atr¨¢s familia y amigos, se juegan la vida cruzando pa¨ªses y desiertos durante meses, se agazapan luego en un punto fronterizo y esperan el momento de pasar al otro lado.
"Sabemos que parte de nuestro problema est¨¢ en nuestros pa¨ªses. A nuestros Gobiernos corruptos no les interesamos"
"Est¨¢n condenados a estar en la calle, en los parques, a deambular. Son negros y no se les trata igual que a otros"
Trece mil intentos de cruzar la valla en Melilla y Ceuta se produjeron en 2005; una veintena de asaltos masivos. El fot¨®grafo Francis Tsang convivi¨® con un grupo de cameruneses en el Gurug¨² hace 12 meses. Con ellos se encontraba Cyrille. Las im¨¢genes en blanco y negro mostraban sus condiciones: en campamentos improvisados, escondidos entre los bosques, en medio de un paisaje miserable donde lo ¨²nico para comer eran los restos de un vertedero cercano. Su historia se public¨® en estas mismas p¨¢ginas el 23 de octubre pasado.
Al encontrarle all¨ª, de repente, en Madrid, al fot¨®grafo le dio un vuelco el coraz¨®n. Estaba vivo. Estaba bien. Hab¨ªa conseguido su objetivo tras dos a?os de viaje: saltar y pasar. Y como ¨¦l, muchos de los subsaharianos que le acompa?aron el 28 de agosto de 2005 cuando al atardecer 300 personas intentaron al un¨ªsono poner sus pies en Espa?a. Los ataques a la valla fueron constantes hasta primeros de octubre. Llegar¨ªa el Ej¨¦rcito a reforzar temporalmente la frontera. Marruecos deport¨® a muchos subsaharianos al desierto. Unos 1.700 se concentraban a final de verano en el Centro de Estancia Temporal de Extranjeros (CETI) de Melilla, que, pensado para 500, hubo de ampliar su capacidad.
La b¨²squeda hab¨ªa comenzado siguiendo el rastro de los subsaharianos por las calles de Madrid. "Hay muchos, pero ninguno reci¨¦n llegado", nos dec¨ªan una y otra vez. Quiz¨¢ los que cruzaron en verano se encuentren a¨²n en los CETI. En diciembre permanecen all¨ª 1.043, seg¨²n la delegaci¨®n de Gobierno. Quiz¨¢ ya no. Porque unos mil en los ¨²ltimos meses han sido trasladados a la Pen¨ªnsula. Nadie tiene cifras de cu¨¢ntos subsaharianos podr¨ªa haber en la capital. "Y cualquiera que den, ser¨¢ err¨®nea", aseguran en Extranjer¨ªa. "Porque las v¨ªas de entrada son variadas, no s¨®lo Marruecos o las costas canarias, muchos pasan por Francia".
Quiz¨¢ los que buscamos se encuentren en el Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE, hay 10 en Espa?a) de Aluche, con 300 plazas, el mayor de la Pen¨ªnsula, inaugurado en 2002 en lo que fue hospital penitenciario de la c¨¢rcel de Carabanchel. Entrar ilegalmente en un pa¨ªs no es delito penal, sino falta administrativa; hay una detenci¨®n judicial y un plazo: 40 d¨ªas como m¨¢ximo, aclaran. As¨ª, del internamiento salen con un papel oficial como el que luego ense?a uno de los cameruneses: "A 8 de noviembre de 2005 (?) por la comisar¨ªa de Melilla se ha solicitado el cese de internamiento y libertad del extranjero (?) hacer efectiva la expulsi¨®n acordada en v¨ªa administrativa? ". Se les dice algo as¨ª como "m¨¢rchese usted se?or...". S¨ª, ?pero c¨®mo hacerlo si ni a tu pa¨ªs le interesas? Se les expulsa? a la calle. "Y se empuja a los africanos a nutrir la bolsa de pobreza y marginaci¨®n, sin m¨¢s alternativa", asegura el padre Antonio, el alma de Karibu (Bienvenida, en suahili), una asociaci¨®n que se ocupa de ellos desde hace tres lustros y que es punto de encuentro fundamental para ellos en Madrid. "Para las autoridades, los africanos son inmigrantes de tercera o cuarta categor¨ªa", sigue. "Y ni siquiera los que ya llevan tiempo aqu¨ª se pudieron beneficiar de la ¨²ltima regularizaci¨®n porque las condiciones que se exigen, los documentos, son muy dif¨ªciles de conseguir en sus pa¨ªses. Y eso aqu¨ª nadie lo entiende".
As¨ª, en octubre de 2005, subsaharianos con tarjeta de residencia en toda Espa?a eran unos 100.000 (de 2,5 millones de extranjeros). Y en Madrid, en julio de 2005, hab¨ªa 513.194 extranjeros; de todos ellos, 43.724 africanos, y de ¨¦stos, 537 de Camer¨²n, el pa¨ªs de Cyrille. Pero asegura el padre Antonio que no, que no hay aluvi¨®n africano, que esa es una conclusi¨®n equivocada propiciada por el exceso de foco de los medios de comunicaci¨®n. En Karibu suelen atender a "unos tres mil nuevos inscritos cada a?o". "La inmigraci¨®n africana existe desde hace tiempo, es silenciosa y procede de pa¨ªses cambiantes; hace dos a?os eran et¨ªopes o somal¨ªes; luego, de Sierra Leona o Nigeria, y ahora, de Camer¨²n o Mal¨ª. Su llegada no es verdad que sea masiva: en un d¨ªa por Barajas entran m¨¢s latinoamericanos que subsaharianos en semanas por las fronteras marroqu¨ªes", dice. Pero se les ve m¨¢s porque "est¨¢n condenados a permanecer en la calle, a sentarse en los parques, a deambular de aqu¨ª para all¨¢. Son negros y no se les trata igual que a otros extranjeros, ellos no son tontos y lo notan, lo saben", afirma.
As¨ª, basta pasarse por el distrito de Centro para verlos. Bastar¨¢ acompa?ar luego a Cyrille y a los suyos para descubrir su paisaje cotidiano en Madrid. Son todos j¨®venes y corpulentos. De lejos, de aspecto fiero; de cerca, tan amigables como cualquiera. Deambulan por Lavapi¨¦s; se agolpan en los locutorios o en los bares para ver el f¨²tbol (los camerunenses son fan¨¢ticos; todos juegan, por eso les preocupa mucho el calzado); se protegen del fr¨ªo en el metro, el medio de transporte que mejor conocen. Surgen de la boca de la estaci¨®n de Lavapi¨¦s constantemente: gente de color que se mueve m¨¢s o menos r¨¢pida, quiz¨¢ seg¨²n tengan o no un lugar adonde ir, un trabajo o nada. Basta acercarse a Tetu¨¢n, donde se arremolinan al calor de la oficina de Cruz Roja en Juan Montalvo, con sus ventanillas siempre abarrotadas y los carteles en tres idiomas, o al comedor de las monjas terciarias capuchinas que ellos llaman "Mam¨¢ ?frica"; a las oficinas de organizaciones como Karibu, a las que acuden para obtener ropa, alimentos, medicinas; a recoger correo o hasta papel higi¨¦nico? Grupos de africanos de grandes ojos que miran a los transe¨²ntes en silencio; individuos que cuentan gratamente su historia si se les pregunta, pero a los que casi nadie pregunta.
Duermen al raso en el parque de la avenida de Pablo Iglesias, detr¨¢s del Canal de Isabel II, inform¨® alguien. Y s¨ª. All¨ª se cobijan muchos de los de largo recorrido. "Cuando llegan son gente digna, quieren trabajar, est¨¢n ilusionados y poco a poco se van desesperando", advirti¨® el padre Antonio. All¨ª se acuesta cada noche Tomas Ofori, de Ghana, que tiene 40 a?os, el cuerpo poderoso, las manos resecas, cinco a?os vagando por Europa. "Ya no quiero ni trabajar ni nada, me han explotado en la construcci¨®n, recogiendo chatarra? No tengo nada. S¨®lo quiero regresar a mi pa¨ªs", dice mientras despliega una caja de cart¨®n de un frigor¨ªfico. "Mi cama", presenta. Dos nigerianos se acurrucan all¨ª, un maliense all¨¢, otro de Guinea-Conakry m¨¢s ac¨¢. Es s¨¢bado noche, algunos espa?oles con litrona se sientan al lado, r¨ªen indiferentes, mientras los enseres de los subsaharianos aparecen desperdigados entre los arbustos como los restos de una hecatombe. "Aqu¨ª nunca nadie roba nada", afirma Tomas. "Nosotros no echamos la culpa a nadie, no a los espa?oles. Sabemos que gran parte del problema est¨¢ en nuestros pa¨ªses", asegura Carlos, 38 a?os, de Burkina Faso. "A nuestros Gobiernos corruptos no le interesamos". Un bloque de pisos se levanta al lado; las terrazas, con vistas al parque.
Se corre la voz de que hay reci¨¦n llegados. Se cobijan bajo el viaducto en la Almudena o en un albergue, El Don de Mar¨ªa, que les ofrece camastro y manta, y en cuyo jard¨ªn cuelgan a secar sus ropas de colores. El edificio abre y cierra cuando llegan los voluntarios y el padre que organiza el rezo. Rezan mucho muchos africanos. Tambi¨¦n los camerunenses, que se autodenominan los "leones"; cat¨®licos, casi el 50% de sus 15 millones de habitantes; una media de edad de 18 a?os, una esperanza de vida de 48, un PIB per c¨¢pita de 1.900 d¨®lares (en Espa?a es de 23.300).
Y es entonces cuando aparece Cyrille. El fot¨®grafo, Francis Tsang, le bombardea a preguntas: "?Est¨¢s bien? ?Est¨¢s vivo? ?Y los dem¨¢s? ?C¨®mo lo hicisteis? ?D¨®nde hab¨¦is estado hasta ahora?". ?l bebe un zumo de naranja (la mayor¨ªa de ellos no prueba el alcohol) y calla. Cuando Tsang le retrat¨® en el Gurug¨², Cyrille asegur¨® que ten¨ªa 13 a?os; ahora dice que minti¨®, que tiene 16, pero no puede demostrarlo porque no tiene pasaporte, y para tramitarlo y enviarlo, su familia necesita dinero. Nadie sabe si ahora dice la verdad. "La polic¨ªa no me cree", asegura ¨¦l. "Ser menor implica protecci¨®n especial. As¨ª, cuando se presenta un caso se inicia un protocolo muy largo en el que se realizan distintas pruebas e intervienen diversas instituciones y las consejer¨ªas de protecci¨®n de menores de las comunidades", aseguran en la Secretar¨ªa de Estado de Inmigraci¨®n. Oficialmente, Cyrille est¨¢ en la calle por ser mayor. En la Direcci¨®n General de Polic¨ªa explican que se realiza un informe forense cuando hay dudas razonables sobre la edad. "Por el aspecto f¨ªsico, s¨ª, se sabe? Te puedes equivocar, claro, pero ellos siempre van a buscar una f¨®rmula para intentar conseguir los papeles". "?Y qui¨¦n no har¨ªa lo mismo estando en su situaci¨®n?", se pregunta el padre Antonio. "Y ante la duda? de lo que se trata es que no haya nadie en la calle, y mucho menos, menores".
Pausado y tranquilo, sin desabrocharse ni un segundo el plumas (les pasa a todos, sufren mucho con el fr¨ªo), Cyrille comienza a contar. "Cruzamos muchos aquel 28 de agosto?". ?Y los dem¨¢s, d¨®nde se encuentran? "Por aqu¨ª", se?ala hacia los arcos del viaducto. Un hilo para tirar y tirar? Y van apareciendo todos: Inocent Kakengue, Segnie Henve, Guy Tseffo, Alfonse Tonga, Jean Paul Ngue, Louart¨¦, Tierry, Isaac? All¨ª est¨¢n, caminando, sentados, mirando a las parejas pasear en d¨ªa festivo a sus ni?os y sus perros ("Qu¨¦ mundo tan raro", suspira Alfonse), ayudando a aparcar los coches ("El primero que toca el autom¨®vil es el que cobra"). "Los pastores marroqu¨ªes nos avisaron de que la polic¨ªa ven¨ªa a detenernos, a devolvernos al desierto. Y decidimos saltar al d¨ªa siguiente, a la tarde, porque la Guardia Civil esperaba que lo intent¨¢ramos por la noche. Los jefes nos indicaban en qu¨¦ lugar de la valla deb¨ªamos colocarnos cada uno?", cuentan unos y otros. Louart¨¦ ense?a las cicatrices de su rostro; Segnie, las de la cabeza; Inocent se queja de la espalda: "Los guardias nos pinchaban con p¨¦rtigas cuando est¨¢bamos en lo alto; ca¨ª de tres metros de altura". Se produjeron v¨ªctimas aquel d¨ªa (fueron siete los fallecidos a lo largo del verano): muri¨® uno de sus compatriotas, Joseph Abunau, de 17 a?os, y hubo heridos, entre los que quer¨ªan cruzar y entre la Guardia Civil que intentaba impedirlo con m¨¦todos antidisturbios.
Todos comentan el destino de otros compa?eros: "Monsieur Bruno, detenido en Rabat; Asimba pas¨® en mayo; Emanuel y Jackson, tambi¨¦n?". Lo saben todo gracias a los tel¨¦fonos m¨®viles. Luego llegan las impresiones sobre Espa?a: "Estamos aqu¨ª y no era lo que imagin¨¢bamos". "Estamos aqu¨ª y no pasamos hambre; los espa?oles se preocupan de nosotros". "Estamos aqu¨ª y algunos vienen a retratar c¨®mo vivimos, como si fu¨¦ramos animales?", desconf¨ªa Isaac, un hombre descomunal como corresponde a ese jugador de rugby que dice ser. "Salgo cada d¨ªa a la calle, doy vueltas y vueltas, busco aqu¨ª y all¨¢ papeles, papeles, trabajo, trabajo?, pero nada", asegura frustrado. Reconoce, eso s¨ª, que los peores momentos de su existencia, "sin duda", los vivi¨® en el Gurug¨². As¨ª fue para todos.
Inocent, sin embargo, es de los que agradece lo poco que tiene. Nacido en Boufassam, de 21 a?os, su nombre hace honor a su aspecto. Es religioso, de sonrisa abierta y mirada limpia. Vio morir de sed a dos compa?eros de traves¨ªa: 21 personas hacinadas en un jeep cruzaron el desierto de N¨ªger durante dos semanas sin agua ni comida. "All¨ª ve¨ªas al ganado comerse hasta los papeles? Ellos dos no lo resistieron. Hay que tener mucha fe, ser muy fuerte moralmente para aguantar", dice. Y a?ade que se negar¨ªa a que uno de sus nueve hermanos realizase su mismo viaje. "Si viene ser¨¢ en avi¨®n". Estudi¨® formaci¨®n profesional y trabaj¨® descargando arena para hacerse con el dinero necesario y partir: 300 euros para su gran aventura, que comenz¨®, nunca lo olvidar¨¢, el 27 de mayo de 2004. "Ese d¨ªa sent¨ª pavor, dud¨¦: ?d¨®nde voy a dormir, a comer??". Lleva consigo, en una mochila azul ra¨ªda, todo lo que tiene: hojas con n¨²meros de tel¨¦fonos de los parientes y amigos que dej¨® atr¨¢s, de los que le ayudaron ("los ¨¢rabes, la gente de la calle marroqu¨ª se port¨® muy bien con nosotros"), fotograf¨ªas en las que se le ve trabajar y sonre¨ªr; mapas de ?frica en los que marc¨® la ruta: de Douala a Kano (Nigeria), de Sokoto a Maradi y Tahoua (N¨ªger); de Arlit, a Tamanraset e I-n-Salah (Argelia)? Y luego, ocho meses en el Gurug¨².
Un recorrido similar -salpicado de esfuerzo, de mafias y detenciones que les devolv¨ªan muchos kil¨®metros atr¨¢s- han vivido tambi¨¦n Cyrille, Louart¨¦, Alfonse, Jean Paul. Todos cuentan sus miedos, nostalgias y sue?os. Los de Louart¨¦, de 21 a?os: "Soy un deportista impenitente, jugaba en Camer¨²n en un equipo de f¨²tbol de primera divisi¨®n, los Panthere de Baganpt¨¦; quiero irme a San Sebasti¨¢n, donde tengo un hermano, y sue?o con traer aqu¨ª alg¨²n d¨ªa a mi novia, que se llama Alfonsine Dianne y tiene 18 a?os. ?Puedo llamarla desde tu tel¨¦fono?", pregunta. "Claro?". "Bon soir, cheri", le grita emocionado. Y luego informa: "Me dice que me va a esperar".
Los deseos de Cyrille: "Estuvimos hasta finales de septiembre en el CETI y luego nos trajeron en un cargo militar a Madrid. ?ramos 55 personas, pasamos 38 d¨ªas en Aluche. Tem¨ªamos que un d¨ªa nos durmieran y al despertar estar de nuevo en Camer¨²n, repatriados", cuenta. ?l procede de Douala, el mayor puerto del pa¨ªs; de familia muy pobre, sin padre, no pudo estudiar y se march¨® un d¨ªa en silencio para que su madre, Juditte, no se enterara; para retrasarle todo lo posible el dolor, el miedo a que su hijo var¨®n se perdiera para siempre. Ahora, Cyrille s¨®lo quiere recuperar su pasaporte y jugar al f¨²tbol para emular a su ¨ªdolo, Samuel Eto'o. "Soy bueno", dice.
Los de Jean Paul, de 25 a?os, alto, elegante, con una cadena al cuello que le dio su padre: "Necesito que alguien me cuente c¨®mo funciona Espa?a; quedarme aqu¨ª, saber moverme; no necesito dinero, no pasamos hambre; s¨®lo quiero consejo, amigos?". Los de Alfonse, 20 a?os, rollizo, poderoso: "?Sabes de alg¨²n sitio donde pudiera ganarme la vida? Yo era boxeador".
Los subsaharianos permanecen agrupados por nacionalidades, por zonas, por ocupaciones (los coches, el top manta, la agricultura?). Para autoprotegerse. Son como una familia. Hablar con uno es hacerlo con todos. Tienen sus gu¨ªas espirituales. Y eso es lo que fue en el Gurug¨² marroqu¨ª, Emanuel Hyiki, de 31 a?os: "Hubo un momento en que la gente se ven¨ªa abajo, necesitaba una inyecci¨®n de moral". Emanuel lleva ya ocho meses en Madrid y trabaja recogiendo escombros. "Tenemos esperanza, hay que mantenerla", dice, mientras Jackson Foko, de 20 a?os, que le acompa?a, asiente.
Quienes no parecen perderla nunca son algunos de los miembros de las ONG que los atienden. Cuando llegan de los CETI a la capital, a los subsaharianos los trasladan a las oficinas de las organizaciones de referencia, que suelen trabajar en red. All¨ª les entrevistan y orientan, les consiguen tarjeta sanitaria, informaci¨®n jur¨ªdica? "Se ponen en marcha servicios de protecci¨®n humanitaria, pero tambi¨¦n se brinda atenci¨®n individual, alfabetizaci¨®n?", dicen en Karibu. "Se intenta que aprendan a moverse solos, que se involucren e integren", afirman en la Cruz Roja. Les suministran direcciones en Madrid donde comer, ducharse, ser atendidos en caso de enfermedad, dormir?
Y esta gente de las ONG (Karibu, CEAR, Cruz Roja, M¨¦dicos del Mundo), de unas y otras, de las laicas y de las religiosas, es gente entregada. "La fuerza de todo esto est¨¢ en los voluntarios", concluye el padre Antonio. Gente como Yonaida, de Intercultura, que entrevistaba en el CETI de Melilla a los reci¨¦n llegados y sigue su vida de cerca: "Son, a veces, tan tiernos, nada maleados?". Personas que les escuchan, que se patean las calles para convencer a los m¨¢s j¨®venes de la necesidad de aprender espa?ol. Religiosas, como Socorro, que los coloca en¨¦rgicamente en la cola para que haya sitio para alimentarlos a todos. Jubilados espa?oles que les buscan ropa y calzado, y trabajadores de su propio continente, como el zaire?o Musenge, desde 1999 en la Cruz Roja, que siente sus p¨¦simas condiciones.
Musenge se encarga del albergue de Simancas, 120 personas, el 60% subsaharianos. Y de all¨ª, y del de la Casa de Campo, del Don de Mar¨ªa, de los pisos compartidos? de todos esos lugares van saliendo los subsaharianos cada d¨ªa, uno a uno, muy temprano. Los m¨¢s afortunados, para trabajar; los menos, para deambular, para mirar c¨®mo viven otros; para esperar.
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