Amo y se?or del Congo
El rey Leopoldo II de B¨¦lgica remat¨® bien su macabra jugada. Hizo creer al mundo, desde exploradores hasta estadistas, que su inter¨¦s por ?frica respond¨ªa exclusivamente a causas humanitarias, y convirti¨® el Congo en su finca particular para explotar, sin escr¨²pulo ninguno, a la poblaci¨®n. Su 'capricho' cost¨® cinco millones de vidas.
El rey Leopoldo II de B¨¦lgica remat¨® bien su macabra jugada. Hizo creer al mundo, desde exploradores hasta estadistas, que su inter¨¦s por ?frica respond¨ªa exclusivamente a causas humanitarias, y convirti¨® el Congo en su finca particular para explotar, sin escr¨²pulo ninguno, a la poblaci¨®n. Su 'capricho' cost¨® cinco millones de vidas.
De 1885 a 1906 onde¨® sobre una gran parte del territorio del ?frica central la bandera azul con una estrella solitaria que representaba lo que cruel y eufem¨ªsticamente se llam¨® el Estado Libre del Congo. En realidad, aquella bandera siniestra era la ense?a de un inmenso campo de concentraci¨®n -o lo m¨¢s parecido a ello- instaurado por Leopoldo II, rey de los belgas, cuya codicia, astucia y falta de escr¨²pulos resulta pasmosa y s¨®lo equiparable a la de otros grandes tiranos como Hitler, Kim Il Sung o Stalin.?C¨®mo aquel monarca de un peque?o y pac¨ªfico reino europeo pudo hacerse con una extensi¨®n de casi 2,5 millones de kil¨®metros cuadrados -casi media Europa-, y manejarla, a sangre y fuego, como si fuera su finca personal, y sin que nadie lo impidiese? M¨¢s a¨²n: ?c¨®mo pudo hacerlo sin pisar jam¨¢s aquel territorio? Es dif¨ªcil explic¨¢rnoslo, como casi siempre ocurre cada vez que el mundo se ve sumergido en una pesadilla social de dimensiones colosales. Pero para intentar encontrar una respuesta a lo que ocurri¨® en el Congo de Leopoldo quiz¨¢ sea necesario entender el contexto. Estamos a mediados del siglo XIX; se trata no s¨®lo de una ¨¦poca sedienta de h¨¦roes, sino de un tiempo convulso, fatigado por los bruscos cambios que la revoluci¨®n industrial tra¨ªa consigo. Un mundo cuyos confines parec¨ªan ya explorados, y un momento hist¨®rico, adem¨¢s, en el que el hombre occidental viv¨ªa satisfecho de contemplarse en el espejo de su propia, orgullosa creaci¨®n.
Las atrocidades que se cometieron durante aquellos terribles a?os de barbarie en el Congo fueron descritas y noveladas por Joseph Conrad en aquel libro magn¨ªfico y estremecedor que es El coraz¨®n de las tinieblas. Aunque muchas lecturas posteriores han insistido en su car¨¢cter m¨¢s bien aleg¨®rico, adentrarse en la historia del Congo de aquellos a?os es descubrir que Conrad se limit¨® a transcribir su infatigable viaje por el infierno africano, por la maldad absoluta de los hombres que hicieron posible esta historia de atropellos sin fin.
Durante m¨¢s de veinte a?os, desde que Leopoldo II puso en marcha su ambicioso plan para conseguir el reconocimiento mundial sobre aquel territorio africano, la vieja Europa y Estados Unidos se empe?aron en mirar hacia otro lado, oscilando entre la indiferencia que les produc¨ªa la actividad del rey belga en aquella regi¨®n del ?frica ecuatorial y los repentinos intereses que despertaban las noticias llegadas hasta ellos acerca de eventuales riquezas de las que pod¨ªan obtener una jugosa participaci¨®n. Se beneficiaban adem¨¢s de la coartada perfecta: como hab¨ªa insistido el rey de los belgas una y otra vez, se trataba de una labor humanitaria y catequizadora, pues Leopoldo hab¨ªa tenido la astucia de insistir sobre la crueldad del esclavismo ¨¢rabe, actividad que la comunidad bienpensante europea miraba con escandalizado horror, olvidando que durante mucho tiempo fueron precisamente los europeos los que llenaron los puertos con la sangre y el terror de cientos de miles de africanos esclavizados.
El mundo de aquel entonces era, pues, un territorio econ¨®mica y culturalmente abonado para que ocurriera algo de tal magnitud. Pero para que se pusiera en marcha una maquinaria tan feroz, cruel y a tan gran escala hac¨ªa falta una inspirada y diab¨®lica orquestaci¨®n y, naturalmente, como suele ocurrir en estos casos, la participaci¨®n de los secuaces id¨®neos. Al mal¨¦fico talento de Leopoldo se le uni¨® la codicia y la crueldad de otros dos personajes no menos importantes en esta historia, al menos al principio: el explorador Henry Morton Stanley y Henry Shelton Sanford, un rico arist¨®crata de Connecticut que puso al servicio del monarca belga todas sus artes para conseguir que Estados Unidos y el Gobierno del presidente Chester Arthur reconocieran las pretensiones de Leopoldo sobre el Congo. La suerte de aquel inmenso territorio africano estaba echada.
Leopoldo II de B¨¦lgica tuvo, desde antes de heredar el trono de su peque?o reino, una sola, exclusiva ambici¨®n que le hizo vivir pr¨¢cticamente de espaldas a su pa¨ªs, a su familia y a todo cuanto ocurriera en su entorno m¨¢s inmediato: ser el due?o y se?or de una colonia. No se trataba, al parecer, de la ambici¨®n desmesurada de un estadista ni del torpe sue?o de grandeza de un monarca finisecular y megal¨®mano, o no s¨®lo eso: se trataba m¨¢s bien del voraz apetito de un hombre por convertirse en alguien lo suficientemente poderoso y rico como para influir en el concierto de naciones a t¨ªtulo personal. "Petit pays, petit gens", sol¨ªa decir cuando se refer¨ªa a B¨¦lgica, desde?oso ante la peque?ez de su reino, enclavado entre el en¨¦rgico imperio alem¨¢n y la pujante Francia de Napole¨®n III. Mucho antes de heredar el trono, el rey de los belgas hab¨ªa vislumbrado la posibilidad de hacerse con alguna colonia en cualquier rinc¨®n del mundo. Antes de cumplir los 20 a?os visit¨® Constantinopla, Egipto, los Balcanes?, obsesionado por comprar un territorio y, con la excusa de catapultar a B¨¦lgica hacia el club de las naciones m¨¢s poderosas, hacerse con el control y la explotaci¨®n de un espacio que le convirtiera en un monarca fabulosamente rico y poderoso. Se interes¨® por Abisinia primero, luego por las Indias Orientales holandesas, e incluso por la provincia argentina de Entre R¨ªos y la isla de Mart¨ªn Garc¨ªa, situada en la confluencia de los r¨ªos Paran¨¢ y Uruguay. Pensativo y febril, enclaustrado en el palacio de Laeken, el joven heredero al trono belga consum¨ªa su tiempo dedicado a su obsesi¨®n colonialista sin ning¨²n resultado en el horizonte inmediato. Sin embargo, aquella situaci¨®n iba a cambiar. Paciente, tozudo, movido por una ambici¨®n sin l¨ªmites, el futuro rey de los belgas pronto encontrar¨ªa la oportunidad que hab¨ªa estado buscando durante a?os.
Lleg¨® en 1872, cuando la noticia de que el explorador Henry M. Stanley hab¨ªa encontrado a Livingstone dio la vuelta al mundo. El joven monarca Leopoldo II, que llevaba siete a?os en el trono de su pa¨ªs, vio los cielos abiertos: aqu¨¦lla era la providencial oportunidad que hab¨ªa estado esperando. No se precipit¨®. Probablemente fue una de las personas que siguieron con m¨¢s inter¨¦s las cr¨®nicas del aventurero, como hab¨ªa seguido -y en alg¨²n momento incluso financiado- las andanzas de Verney Lovett Cameron, quien estuvo a punto de convertirse en el primer europeo en cruzar ?frica de este a oeste, advirtiendo que los ingleses mostraban escasa atenci¨®n por aquel territorio inmenso que hasta el momento nadie hab¨ªa cartografiado con precisi¨®n. Leopoldo tom¨® buena nota de que las historias contadas por Stanley y Livingstone acerca de la "crueldad esclavista de los ¨¢rabes" alarmaban a la comunidad de naciones occidentales, y que por ello sus pretensiones colonizadoras deb¨ªan adquirir un barniz humanitario: erradicaci¨®n del comercio esclavista, el progreso de la ciencia y una profunda reforma moral en aquellas sociedades primitivas. En 1876 urdi¨® un inteligente plan para convocar y convencer a un selecto grupo de ge¨®grafos, exploradores, activistas humanitarios, militares y hombres de negocios en una Conferencia Geogr¨¢fica que se reuni¨® en Bruselas. All¨ª, Leopoldo se afan¨® en explicar el inter¨¦s "absolutamente humanitario" que sent¨ªa por el Congo y la necesidad de abrir la civilizaci¨®n a donde todav¨ªa no hab¨ªa llegado. Leopoldo encandil¨® a sus invitados con su elegancia y bonhom¨ªa, as¨ª como con el dispendioso recibimiento del que fueron objeto todos ellos y la magnanimidad de su preocupaci¨®n. Naturalmente, fue elegido presidente de la reci¨¦n creada Asociaci¨®n Africana Internacional, que andando el tiempo se convertir¨ªa en la Asociaci¨®n Internacional del Congo (cuya similitud de nombres no era en absoluto una casualidad) y finalmente devendr¨ªa en el Estado Libre del Congo, una vast¨ªsima explotaci¨®n agr¨ªcola, maderera y minera en la que se dejaron la vida cerca de cinco millones de personas.
Cuando, en 1877, Henry M. Stanley por fin dio se?ales de vida -luego de embarcarse en otra expedici¨®n por ?frica-, el monarca belga movi¨® los hilos necesarios para ponerse en contacto con ¨¦l y dar el siguiente paso. Hab¨ªa transcurrido apenas un a?o desde aquella Conferencia Geogr¨¢fica en la que su imagen de rey humanitario y preocupado por el bienestar de los pueblos m¨¢s pobres hechiz¨® a un importante grupo de hombres.
Con una astucia sorprendente, Leopoldo de B¨¦lgica pudo convencer a Stanley, que ya era famos¨ªsimo y rico, para que explorara en su nombre y bajo su auspicio econ¨®mico aquel territorio que hab¨ªa cruzado de un extremo a otro a trav¨¦s de una fatigosa y ¨¦pica traves¨ªa, trayendo historias fabulosas de pueblos y, sobre todo, de inagotables riquezas.
Como refiere Adam Hochschild en su estupendo libro El fantasma del rey Leopoldo, el propio Stanley, tambi¨¦n un hombre feroz, cruel y ambicioso, tard¨® en darse cuenta de que hab¨ªa sido atrapado por los planes colonialistas de aquel monarca refinado y culto, que le sedujo con deferencias y distinciones regias que colmaban ampliamente -tal como lo advirti¨® de inmediato Leopoldo- los deseos de reconocimiento del explorador, resentido por el escaso inter¨¦s demostrado por los brit¨¢nicos hacia el Congo y, sobre todo, hacia su proeza al rescatar a Livingstone.
Pero Leopoldo no ten¨ªa mayor prisa, o, mejor dicho, s¨®lo ten¨ªa una prisa: que ni los franceses ni los ingleses advirtieran el inmenso pastel que estaba en juego. De all¨ª su preocupaci¨®n por conseguir que la Asociaci¨®n Africana del Congo fuera reconocida por las naciones soberanas de Europa y por Estados Unidos, para lo cual cont¨® con la inapreciable ayuda de quien hab¨ªa sido embajador norteamericano en B¨¦lgica, Henry Shelton Sanford, un arist¨®crata y millonario americano que se obnubilaba por la realeza europea y buscaba desesperadamente un lugar en aquella corte peque?a, pero opulenta, que manejaba Leopoldo. Una vez que ¨¦ste se hubiera dado cuenta de las debilidades de Sanford logr¨® que el norteamericano se pusiera a su servicio sin vacilar. Sanford centr¨® su batalla en el reconocimiento de aquel protectorado en dos aspectos sumamente atractivos para EE UU: la lucha contra el esclavismo de los ¨¢rabes en aquella regi¨®n y la creaci¨®n de algo similar a Estados Unidos en ?frica. Para ello cont¨® con el inesperado apoyo del senador de Alabama John Morgan, quien ve¨ªa en aquella gran obra civilizadora del monarca europeo un modelo similar, pero m¨¢s ambicioso, al que los propios norteamericanos hab¨ªa llevado a cabo con la creaci¨®n de Liberia, adonde enviaron una numerosa colonia de negros libertos para que fundaran "su naci¨®n y en su propia tierra".
Lo que ocurri¨® en los a?os siguientes entra perfectamente en las p¨¢ginas m¨¢s negras de la historia contempor¨¢nea: los engranajes de aquella maquinaria atroz que a?os atr¨¢s pusiera en marcha Leopoldo II finalmente dieron sus frutos, y aquel rey sin escr¨²pulos, astuto y ambicioso pudo convertirse as¨ª en el amo y se?or de unas tierras vast¨ªsimas y ricas, administr¨¢ndolas gracias a la brutalidad y sevicia de funcionarios, exploradores y aventureros de toda laya que ve¨ªan en aquellos africanos a gente que estaba apenas por encima de los animales.
Desde 1885 hasta 1906 no existi¨® nada m¨ªnimamente parecido al comercio en el Congo, si exceptuamos los abalorios y camisetas de algod¨®n que aquellos funcionarios de Leopoldo canjeaban por inmensas tierras f¨¦rtiles o a?os de trabajo. Eso en el mejor de los casos, pues las m¨¢s de las veces ¨²nicamente hubo saqueo, explotaci¨®n, violaciones, pueblos quemados, chantajes brutales y castigos terribles para quienes no cumpl¨ªan con las pavorosas jornadas de trabajo que exig¨ªa la ambici¨®n insaciable del monarca. No queda ning¨²n asomo de duda, explica Hochschild en su libro, de que Leopoldo II de B¨¦lgica estaba perfectamente al corriente de lo que ocurr¨ªa en su finca privada. Antes bien, incluso lleg¨® a sugerir, preocupado porque sus cuadrillas de trabajadores eran diezmadas por el esfuerzo, que se implementaran equipos de ni?os para que apoyaran en el trabajo. ?C¨®mo consegu¨ªan aquella infantil mano de obra? Simplemente los arrebataban a sus familias y los enviaban a una muerte segura, transportando cargas de m¨¢s de diez kilos durante jornadas que hac¨ªan caer de fatiga a los hombres m¨¢s fuertes. No hab¨ªa forma de oponerse a la potencia y brutalidad de los blancos, mucho mejor armados que los nativos africanos, convertidos ahora en esqueletos exhaustos.
Cuando las primeras noticias de lo que realmente ocurr¨ªa en el Congo empezaron a llegar a Europa a trav¨¦s de misioneros y viajeros horrorizados por lo que ve¨ªan, Leopoldo hab¨ªa conseguido afianzar su imagen benefactora y desprendida. Simplemente se limitaba a negar las denuncias y a explicar que, por ejemplo, la comercializaci¨®n del marfil serv¨ªa para paliar el d¨¦ficit resultante de sus inversiones entre aquellos abor¨ªgenes incivilizados. Sin embargo, gracias a la valent¨ªa y obstinaci¨®n de algunos personajes, como el vicec¨®nsul brit¨¢nico en el Congo, Roger Casement, y Edmund Dene Morel, empleado de una compa?¨ªa naviera de Liverpool, poco a poco el mundo fue conociendo los horrores que hab¨ªa instaurado Leopoldo, desde la tranquilidad de su palacio de Bruselas, en aquella tierra africana que para muchos era apenas una inmensa mancha en el mapa de ese continente. Ambos inundaron de protestas, cartas y art¨ªculos los despachos de gobierno de media Europa y pusieron finalmente en marcha la Asociaci¨®n para la Reforma del Congo. Morel personalmente visit¨® al presidente norteamericano Theodore Roosevelt para exigirle que su Gobierno hiciera algo al respecto, consigui¨® que personalidades como Anatole France o el arzobispo de Canterbury se manifestaran en contra de aquellos horrores, y despert¨®, en fin, la adormecida conciencia de la sociedad de aquellos a?os para enfrentarla con la maldad que durante tanto tiempo convirti¨® al Congo en un infierno y que pulveriz¨® su futuro.
Quiz¨¢ lo peor de esta historia de atrocidades sea la impunidad que el tiempo le ha ido otorgando, hasta disolverla en nuestra memoria en menos de un siglo. Hoy d¨ªa, apenas nadie recuerda haber o¨ªdo hablar de aquella salvaje muestra de hasta d¨®nde puede llegar la codicia cuando se une con la impunidad. La estatua ecuestre del rey Leopoldo II sigue cabalgando en el palacio de Laeken sin que nadie le preste particular atenci¨®n y sin que los cinco millones de cad¨¢veres que ocasion¨® en aquel tiempo de pesadilla parezcan alterar su impune escondrijo en la historia.
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