M¨®viles
A lo largo del ¨²ltimo siglo, muchas mentes se preguntaron con preocupaci¨®n si la tecnolog¨ªa, m¨¢s que amiga del hombre, no ser¨ªa un criminal disfrazado. Sin duda, el progreso nos ha brindado grandes ventajas y ha hecho nuestra vida m¨¢s despejada, pero tambi¨¦n la ha cargado de trampas: el autom¨®vil nos ha tra¨ªdo la velocidad y el colesterol, la televisi¨®n la inmediatez y el analfabetismo. Uno de los avances cuyo calado a¨²n no estamos preparados para percibir en toda su profundidad es el de las nuevas prestaciones de los tel¨¦fonos m¨®viles. Quedaron arrumbados en los museos de arqueolog¨ªa aquellos tiempos en que uno pod¨ªa salir a la calle a holgazanear sin planes ni rumbo fijo, sin nadie que localizase su posici¨®n a cada instante en cualquier esquina de la ciudad, an¨®nimo y libre. Ahora, el tel¨¦fono no s¨®lo otorga la capacidad de consultar Internet, simultanear el aburrimiento con un interlocutor que se encuentra en Barcelona, destrozarse las retinas con juegos llenos de colorines en una pantalla del tama?o de un naipe, clasificar cualquier punto del espacio con sistema GPS, mantener bajo control al c¨®nyuge, la amante, el ni?o y la vecina. Permite, tambi¨¦n, llevar una c¨¢mara encima a todas horas, un receptor de fotograf¨ªa y v¨ªdeo que puede servir para inmortalizar los momentos cruciales de la vida de su due?o, y para alimentar el cual, seguramente, ese due?o tenga que improvisar actos m¨¢s vistosos que los que realiza todos los d¨ªas, que la deslucida entrada en la oficina y la discusi¨®n con una esposa que no le comprende. Se habla mucho de estimulantes y alucin¨®genos, pero yo estoy convencido de que un tel¨¦fono m¨®vil produce interferencias en la personalidad mucho m¨¢s preocupantes que ning¨²n art¨ªculo de droguer¨ªa.
Hace unos d¨ªas, un amigo que hab¨ªa acudido al Circo del Sol, espect¨¢culo de carpa a precio de b¨®veda de crucero, me comentaba que la mayor¨ªa del p¨²blico asist¨ªa a esa clase de eventos no por el espect¨¢culo en s¨ª mismo, sino para poder garantizar a sus amistades que hab¨ªa ocupado su asiento. Todos conocemos a gente que visita la ¨®pera o Jamaica con el solo prop¨®sito de recabar el derecho a proclamar: yo estuve all¨ª. La fotograf¨ªa y el v¨ªdeo han agravado esa tendencia malsana de la mente a confundir la vivencia con su cr¨®nica; en cierta ocasi¨®n, en un museo, presenci¨¦ c¨®mo una pareja de japoneses filmaba uno a uno todos los cuadros de Van Gogh sin detenerse siquiera a examinarlos. Me parece que los adolescentes atontados que se dedican a incendiar coches en la periferia de Sevilla para luego recoger la proeza en la memoria de sus tel¨¦fonos m¨®viles son v¨ªctimas de la misma compulsi¨®n. Dudo que hallen ning¨²n aliciente en partir cristales y convertir tapicer¨ªa en chamusquina, m¨¢s all¨¢ de desahogar las frustraciones provocadas por un pap¨¢ que no les hace caso y un profe que les ha tomado man¨ªa. La motivaci¨®n, subrepticia pero no por ello menos urgente, radica en convertir el acto en monumento, en presumir delante de propios y extra?os a trav¨¦s de la ventana del propio tel¨¦fono de que el individuo es capaz de haza?as salvajes a pesar de su aspecto inocuo de estudiante con caspa. La proliferaci¨®n de testimonios de esta clase, de palizas, peleas callejeras y otras vejaciones demuestra algo: que a menudo el idiota que busca admiraci¨®n confunde el sonido de la bofetada con el del aplauso.
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