El continente perdido
Retratos de Lenin, gimnastas de punta en blanco, las nuevas calles de Mosc¨² que quieren ser modernas mientras Stalin asesinaba? Iconos, la abstracci¨®n, el realismo socialista de la era comunista. Todo est¨¢ presente en la exposici¨®n '?Rusia!', una impresionante muestra del arte de aquel pa¨ªs que llega ahora al Museo Guggenheim de Bilbao.
Pasear por la enorme exposici¨®n que dedic¨® a Rusia el oto?o pasado el Guggenheim de Nueva York y que ahora viaja al de Bilbao era como asomarse a un mundo paralelo, a un continente del todo ajeno al nuestro y sin embargo unido a ¨¦l por afinidades y conexiones azarosas. En la competencia entre los museos por llamar la atenci¨®n de la prensa y atraer al p¨²blico y a los donantes, el Guggenheim opt¨® hace a?os por el gigantismo, por la desmesura enciclop¨¦dica de las exposiciones o por los asuntos chocantes que despierten pol¨¦mica excitando la irritaci¨®n ya tan fatigada de los viejos defensores del Arte con may¨²sculas.
El Guggenheim organiza exposiciones de motos o de trajes de Armani o se embarca en proyectos colosales que aspiran a la escala de un pa¨ªs o de un continente entero. En 2001, cuando acababan de caerse las Torres Gemelas, el Guggenheim erigi¨® en su rotonda central un altar barroco tra¨ªdo de Brasil que llegaba a una altura de varios pisos, y que era, por tama?o y aparato, como un gran gale¨®n en el que hubieran venido los cientos de esculturas, cuadros, tapices, figuras de santos y de ¨ªdolos que compon¨ªan la exposici¨®n enciclop¨¦dica dedicada al pa¨ªs. El mareo de la sobreabundancia era exagerado por el movimiento en espiral que impone la rampa del museo. De la selv¨¢tica proliferaci¨®n brasile?a se pas¨® hace un par de a?os al universo agobiante de los aztecas, en el que hab¨ªa momentos en los que la emoci¨®n est¨¦tica no acababa de distinguirse del miedo f¨ªsico ante los cuchillos de obsidiana, las pilas de recogida de la sangre de los sacrificios y las figuras entre animales y humanas con v¨ªsceras colgantes. En la gu¨ªa de la visita, por cierto, se resaltaba la conocida barbarie de la conquista espa?ola, si bien en la informaci¨®n sobre las ceremonias aztecas de la extracci¨®n de los corazones de las v¨ªctimas se omit¨ªa el hecho de que ¨¦stas eran humanas, y la circunstancia de que estuvieran vivas, al menos durante la primera parte del ritual.
A veces, esas pinturas son un vaticinio de todas las mortandades que iba a sufrir Rusia
Obligados a retratar a Lenin, los pintores rusos ejerc¨ªan su talento a pesar de la censura
El Guggenheim, museo de identidad algo desdibujada por comparaci¨®n con el Metropolitan y el MOMA, ha optado por el modelo Wall-Mart: multiplicaci¨®n de sucursales y oferta abrumadora, con una ambici¨®n de abarcar pa¨ªses enteros, lo cual tiene la ventaja a?adida de que se obtienen fondos p¨²blicos muy abundantes de los Gobiernos de esos pa¨ªses, encantados de invertir en cuantiosas operaciones de imagen y en viajes de inauguraci¨®n para dignatarios y s¨¦quitos.
Nuestra familiaridad con Rusia procede de la literatura, sobre todo la que va de Pushkin y Gogol a Isaac Babel, y se prolonga en los grandes disidentes. Tolst¨®i, Dostoievski, Ch¨¦jov, son tan centrales en la cultura europea como Flaubert o Dickens. En la m¨²sica, Chaikovski, Prok¨®fiev o Shostak¨®vich nos resultan igualmente cercanos, y muchos de nosotros compensamos de j¨®venes nuestra afici¨®n por el gran cine americano o italiano con el amor por las audacias visuales de Eisenstein. En las artes pl¨¢sticas, Kandinsky y los vanguardistas son un cap¨ªtulo obligado en la secuencia de la modernidad.
El resto, sin embargo, descubr¨ªa uno viendo esta exposici¨®n, es un mundo lejano, como escuchar una m¨²sica con normas mel¨®dicas y arm¨®nicas que a veces pueden parecerse a las nuestras, pero en las que basta una inflexi¨®n, una sola estridencia, para revelar de pronto una profunda extra?eza. Los iconos nos traen el recuerdo de una parte muy remota de la pintura occidental, que para nosotros queda m¨¢s all¨¢ del primer naturalismo del g¨®tico: pero esa iconograf¨ªa de fondos de oro e im¨¢genes hier¨¢ticas se prolonga en el universo paralelo de Rusia hasta casi lo que para Europa es la Ilustraci¨®n. Una pesada intemporalidad bizantina nos aleja sin remedio de esos santos y cristos que fueron pintados con ortodoxia invariable mientras Giotto y luego los florentinos del Quattrocento y los pintores prodigiosos de Flandes iban descubriendo y conquistando la maravilla de la naturaleza tangible y de los rostros individuales. La sensaci¨®n m¨¢s poderosa es la de rareza: y tambi¨¦n el desagrado de la monoton¨ªa. Poco a poco, seg¨²n iba uno ascendiendo por la rampa en espiral del edificio de Lloyd Wright, el mundo paralelo iba haci¨¦ndose m¨¢s reconocible, pero las zonas de extra?eza no llegaban a extinguirse del todo, o se acentuaban de nuevo m¨¢s intensamente. Esos panoramas de ciudades dieciochescas nos recuerdan paisajes entre urbanos y buc¨®licos de la Europa inmediatamente anterior a la Revoluci¨®n Industrial, pero de pronto unos trajes extra?os, unas c¨²pulas bulbosas, nos sugieren un mundo que no es exactamente ex¨®tico, y ni siquiera pintoresco, sino sobre todo alejado del nuestro, con esa lejan¨ªa de los tiempos anteriores al ferrocarril, cuando los viajeros que llegaba a Rusia estaban m¨¢s cerca de las exploraciones continentales de Marco Polo que de las familiares rutas europeas.
A veces, la melod¨ªa suena casi id¨¦ntica: esa Segadora de Alex¨¦i Venetsianov, pintada en 1820, tiene la robusta belleza cl¨¢sica y el cincelado de un retrato de Ingres. En otras ocasiones, la cercan¨ªa parcial del estilo coexiste con unos rasgos de distancia en los que no contamos ni con el recurso a lo ex¨®tico: ?a qu¨¦ mundo pertenece esa familia de hacendado en la que las figuras tienen algo moderno en la pincelada y el dibujo y a la vez algo de muy primitivo, o de una s¨¢tira cuya finalidad se nos escapa, con esas facciones caricaturescas de ni?os que parecen gnomos o m¨¢scara de carnaval en un cuadro de Ensor o de Solana? Una tormenta marina nos sit¨²a frente a la sugesti¨®n de un apocalipsis que no pertenece al orden de la naturaleza, sino al del delirio. Y ese campo de batalla en el que un pope bendice a los ca¨ªdos se va revelando m¨¢s monstruoso a medida que uno advierte los detalles: lo que parec¨ªa a primera vista una llanura sembrada de cad¨¢veres se va convirtiendo en un paisaje en el que los cad¨¢veres son todo lo que existe, ojos, bocas, miembros amputados, ojos, bocas, una extensi¨®n sin espacios vac¨ªos, sin reposo para la mirada, como una inmensa gusanera que parece, m¨¢s que el retrato de una carnicer¨ªa real, un vaticinio de todas las espantosas mortandades que iba a sufrir Rusia durante el siglo XX.
Pero es f¨¢cil, recorriendo un panorama tan amplio, aventurar profec¨ªas sobre el pasado, imaginar que uno ve los hilos inevitables de la historia. El cr¨ªtico de The New York Times escribi¨® que ese cuadro tremendo de los remolcadores del Volga era en s¨ª mismo un anticipo de la Revoluci¨®n: lo que sorprende m¨¢s, aparte de su maestr¨ªa, es su extremada crudeza testimonial, para la que uno no encuentra equivalente en la pintura realista de Europa. Esos seres humanos, si acaso, tienen algo de condenados al infierno, porque en ellos no hay nada que alivie la extrema crueldad del trabajo y su tormento sin remedio. Por comparaci¨®n con esos espectros, los comedores de patatas de Van Gogh, hasta los pordioseros de Goya, habitan en un mundo en el que no ha sido proscrita del todo la clemencia, en el que existe una posibilidad de descanso y de fiesta.
El m¨¢s contundente realismo socialista es el de este Ilya Repin del que s¨®lo conocemos este cuadro que no hab¨ªamos visto nunca antes y que ya no podremos olvidar. Comparado con ¨¦l, el realismo sovi¨¦tico es de una blandura empalagosa, aunque es preciso confesar que uno se siente casi morbosamente atra¨ªdo por su academicismo, por la sorpresa de una familiaridad con la que no cont¨¢bamos, y para la que no nos hab¨ªan preparado las reproducciones. Los placeres culpables del kitsch se nos mezclan con la fascinaci¨®n por lo m¨¢s tenebroso de una historia que los cuadros niegan, pero que las fechas revelan. Nueva Mosc¨², de Yuri Pimenov, muestra un paisaje urbano luminoso y moderno, como de portada de revista de modas o de cartel de un musical de Gerswhin: autom¨®viles, edificios modernos, una chica de pelo corto, de espaldas, conduciendo un descapotable. Podr¨ªa perfectamente tratarse de una ilustraci¨®n de Chandler, que por aquellos a?os pintaba los murales de ninfas desnudas con peinados y labios rojos de coristas en las paredes del Caf¨¦ des Artistes de Nueva York. Pero resulta que Pimenov pint¨® su panor¨¢mica jovial de Mosc¨² en 1937, justo en lo m¨¢s siniestro del Gran Terror, en el periodo m¨¢s sanguinario de las purgas de Stalin. Stalin sonr¨ªe, rodeado de camaradas respetuosos, devotos y joviales, los campesinos disfrutan de jornadas de fiesta al sol, en las granjas reci¨¦n colectivizadas. La familiaridad va creciendo hasta que llega a la revelaci¨®n de una semejanza indudable. Viendo ese cuadro de la lectura de la carta reci¨¦n llegada del frente -el aire de bondad de los personajes, la caracterizaci¨®n detallada de cada uno de ellos, sus vestuarios, sus actitudes-, en lo que uno piensa no es en las directrices burocr¨¢ticas y policiales del arte sovi¨¦tico, sino en las escenas, igualmente detalladas y banales, de Norman Rockwell. Los extremos se tocan, y la conformidad est¨¦tica es m¨¢s relevante que las diferencias ideol¨®gicas. En la Uni¨®n Sovi¨¦tica, Rockwell habr¨ªa tenido mucho m¨¢s porvenir que el comunista Picasso, y sin duda habr¨ªa sufrido menos angustias que el atribulado Shostak¨®vich.
Reconozco que a la parte de la ingente exposici¨®n rusa a la que dediqu¨¦ m¨¢s tiempo el oto?o pasado en Nueva York fue a la de la pintura sovi¨¦tica. Dejando aparte los placeres culpables, si uno es honrado y da cr¨¦dito al testimonio de sus ojos, lo que reconoce es que entre los obedientes artistas sovi¨¦ticos tambi¨¦n hab¨ªa muy buenos pintores. Un artista espa?ol del siglo XVII ten¨ªa que pintar santos macilentos con ropajes de esparto, v¨ªrgenes, frailes extasiados. Sujetos a la obligaci¨®n de pintar a Lenin, o a un grupo de j¨®venes disfrutando saludablemente de un d¨ªa de playa y disfrutando del orgullo del poder¨ªo militar de la patria sovi¨¦tica, o a los trabajadores encargados de construir una presa hidroel¨¦ctrica, los pintores rusos ejerc¨ªan su talento a pesar de la censura y de las innumerables ortodoxias de la representaci¨®n, no menos estrictas que las del arte funerario egipcio, aunque sin duda m¨¢s esterilizadoras.
Ese retrato de Lenin, solo en una habitaci¨®n, junto a una mesa llena de peri¨®dicos, concentrado en la lectura, con la cabeza baja, es de una solvencia admirable, muy superior a la de otras pinturas simplemente hagiogr¨¢ficas en las que Stalin sonr¨ªe como un tendero entra?able de Norman Rockwell. La calidad de los blancos, el modelado de vol¨²menes y sombras, la desnudez de las paredes, el brillo de la madera desnuda, son de una nobleza extraordinaria.
V¨ªktor Popkov es uno de tantos nombres sobre los que uno carece de toda referencia, pero su retrato de grupo de los constructores de la central hidroel¨¦ctrica de Bratsk tiene mucho de obra maestra: las figuras austeras, cada una representativa de un oficio, y sin embargo llena de individualidad y de fuerza, el fondo oscuro, el paisaje lac¨®nicamente enunciado, la gallard¨ªa, la dignidad solitaria y la sugesti¨®n de un esfuerzo compartido. Se trata de una pintura de principios de los a?os sesenta, pero dif¨ªcilmente se le puede encontrar una semejanza con nada de lo que suced¨ªa a este lado de Europa o en Am¨¦rica en ese tiempo: hay en ella algo de la dignidad robusta de la pintura comprometida americana de los a?os treinta, pero ninguna semejanza agota su rareza, del mismo modo que su evidente ortodoxia ideol¨®gica no aminora su atractivo como obra de arte.
Igual sucede con ese cuadro de las tres figuras de espaldas, de Alexander Deineka, que toman el sol frente al mar y observan el vuelo de un avi¨®n. El mensaje es tan obvio como el de una pintura de cartujos decapitados de Zurbar¨¢n, pero carece de toda relevancia para un espectador de ahora, razonablemente despojado de prejuicios: la saludable vida al aire libre de la juventud sovi¨¦tica, el poder¨ªo industrial y militar del pa¨ªs logrado gracias a los planes quinquenales y a la omnisciencia de Stalin. Pero hay una desenvoltura, una inventiva visual que nos seduce desde la primera vez que miramos el cuadro y que nos recuerda la luminosidad de las escenas mar¨ªtimas de Hopper: el horizonte, el mar entre azul y gris met¨¢licos, los penachos blancos de las olas, las figuras de espaldas, el avi¨®n en el cielo.
En ese sue?o de una vida moderna deportiva y resuelta, mejorada por los adelantos tecnol¨®gicos, libre de la necesidad y de la servidumbre, reconocemos nuestros mejores espejismos del siglo XX, los que resplandecieron m¨¢s que nunca justo entre las dos guerras mundiales, en v¨ªsperas de la gran carnicer¨ªa. Pero sobre esos espantos no dice nada la pintura: los han contado mucho mejor testigos y supervivientes, y son demasiado sombr¨ªos para que ni el Guggenheim ni casi ning¨²n otro museo les dediquen una exposici¨®n.
La exposici¨®n '?Rusia!', con el patrocinio de BBVA, se inaugura el pr¨®ximo mi¨¦rcoles en el Museo Guggenheim de Bilbao. Podr¨¢ verse hasta el 3 de septiembre.
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