La odisea de los 'sin tierra'
Hace 10 a?os, la polic¨ªa mat¨® a 19 personas en el Estado de Par¨¢ (Brasil) con la excusa de despejar una carretera tomada por una marcha pac¨ªfica del Movimiento de los Sin Tierra. Muchos supervivientes de la matanza viven hoy en Villa Diecisiete de Abril, un pueblo erigido en memoria de las v¨ªctimas en un pa¨ªs donde cada a?o son asesinados campesinos sin campo que labrar.
Cr¨®nica de una masacre impune
Al final del viernes 23 de septiembre de 2005, el coronel Mario Colares Pantoja, de la Polic¨ªa Militar del Estado de Par¨¢, en el norte de Brasil, dej¨® el cuartel donde estaba detenido desde hac¨ªa nueve meses y fue llevado por familiares y abogados a alg¨²n lugar desconocido para preservar el silencio absoluto que se impuso. Una decisi¨®n del juez C¨¦zar Peluzo, del Supremo Tribunal Federal, le asegur¨® al polic¨ªa el derecho de permanecer en libertad mientras no se agoten todos los recursos permitidos por la ley. El coronel Pantoja est¨¢ condenado a 228 a?os de c¨¢rcel. Son 19 penas de 12 a?os cada una.
Nueve a?os, cinco meses y seis d¨ªas antes de ser liberado, y m¨¢s o menos a la misma hora -a las seis de la tarde del mi¨¦rcoles 17 de abril de 1996-, Pantoja se recost¨® en un cami¨®n estacionado en una carretera del interior de Par¨¢, a unos tres kil¨®metros de la peque?a ciudad de Eldorado dos Caraj¨¢s y a casi 900 de la capital, Bel¨¦m. Ten¨ªa 49 a?os y estaba exhausto. Todos los m¨²sculos de su rostro temblaban, brillaban sus ojos te?idos de rojo, respiraba por la boca, sus labios estaban cubiertos por una leve camada de espuma, el sudor le empapaba la camisa del uniforme. Se volvi¨® hacia los comandados y grit¨®: "?Misi¨®n cumplida. Nadie sabe nada, nadie vio nada!". Los dedos de su mano estaban blancos de tanta presi¨®n sobre una pistola plateada. Hab¨ªa olor a p¨®lvora y a p¨¢nico en el aire, y esparcidos por los alrededores 19 cad¨¢veres.
Cuando se dieron cuenta no hab¨ªa hacia d¨®nde correr. La polic¨ªa mat¨® como quiso y a quien quiso
Cada calle lleva el nombre de un muerto el 17 de abril, gente que so?¨® con un sitio como ¨¦ste
Ning¨²n otro Estado brasile?o tiene tantos casos de trabajo esclavo como el de Par¨¢
Anocheci¨®, y las luces de Eldorado dos Caraj¨¢s, a tres kil¨®metros de distancia, fueron cortadas. Los muertos fueron llevados a la ciudad de Marab¨¢, a 110 kil¨®metros al norte. Depositados en la morgue, exhib¨ªan manchas moradas, resultado de golpes y patadas, y agujeros de bala cercados de p¨®lvora, indicando tiros a bocajarro. Uno de los cuerpos tra¨ªa marcas en la cabeza, resultado de los tiros a corta distancia: uno en el ojo, otro en la nuca, otro en la frente. Siete de los cad¨¢veres fueron mutilados a golpes de hoz. Algunos ten¨ªan miembros cortados; otros, las cabezas destrozadas. Un hombre herido fue tirado sobre una camioneta. Encima de ¨¦l echaron otros cuerpos. Uno de esos cuerpos era el de su hijo. El hombre sobrevivi¨® en silencio para poder contar su historia. Lejos de all¨ª, sobre el asfalto, en un punto en que la carretera hace una vuelta en la Curva del Ese (Curva do S), hab¨ªa vestigios de la barbarie: charcos de sangre, restos de cerebro, trozos de ropa?
Fue el resultado de la acci¨®n de 155 soldados de dos batallones de la Polic¨ªa Militar de Par¨¢, al mando del coronel Pantoja y del comandante Jos¨¦ Mar¨ªa de Oliveira. Los soldados portaban fusiles y ametralladoras, y hab¨ªan quitado de los uniformes las etiquetas con su nombre: ning¨²n superviviente sabe identificarlos. La orden recibida era escueta y clara: liberar la carretera bloqueada por alrededor de 2.500 manifestantes del Movimiento de los Sin Tierra (MST). Tardaron poco menos de 40 minutos en cumplirla y, al mismo tiempo, de dejar una marca perenne en una historia plagada de violencia contra gentes descalzas, miserables, muchas veces hambrientas, que se juegan la vida por tener un trozo de tierra para plantar, vivir y morir.
En un pa¨ªs que prima por la desigualdad social y la injusticia, por la violencia desenfrenada y por la omisi¨®n de las autoridades, lo ocurrido aquella tarde se transform¨® en s¨ªmbolo de la perversidad de un sistema que insiste en marginar a muchos y a privilegiar a unos pocos. Todo lo que los manifestantes quer¨ªan, y eso vale tambi¨¦n para los que all¨ª fueron asesinados, era ser o¨ªdos por las autoridades. Ven¨ªan marchando desde hac¨ªa muchos d¨ªas, en largas hileras de mujeres, ni?os, j¨®venes -muchos j¨®venes-, envueltos por las consignas del MST y embalados por las promesas del Gobierno. Reivindicaban que se procediera de inmediato a la expropiaci¨®n de 40.000 hect¨¢reas de tierras ociosas, la hacienda Macaxeira. Para presionar decidieron lanzarse a una descabellada marcha de casi mil kil¨®metros hasta la capital de Par¨¢. Sab¨ªan que era imposible, pero demandaban atenci¨®n.
Negociaron con el entonces gobernador de Par¨¢, Almir Gabriel, un hombre con s¨®lida trayectoria de dem¨®crata y del mismo partido de Fernando Henrique Cardoso, el presidente de Brasil en 1996. Pidieron dos autobuses para conducir una comisi¨®n hasta Bel¨¦m. Para lograr comida saquearon un cami¨®n y bloquearon la carretera pidiendo alimentos. Todo eso en las v¨ªsperas del d¨ªa del horror.
Al promediar la tarde del mi¨¦rcoles 17 de abril, dos autobuses llegaron hasta los manifestantes. Hab¨ªan sido alquilados por la compa?¨ªa Vale do Rio Doce, uno de los gigantes de la miner¨ªa mundial. Tra¨ªan la tropa y la orden de Gabriel: despejar la carretera. Los manifestantes ten¨ªan tres rev¨®lveres, dos carabinas de caza, docenas de machetes? El primero en morir fue un joven sordomudo: no se dio cuenta de lo que pasaba y se puso justo en medio de los soldados. Las v¨ªctimas fueron elegidas con punter¨ªa certera. Entre los muertos hab¨ªa un muchacho joven y de largas melenas, llamado Oziel Pereira, de 17 a?os. Era un l¨ªder influyente y carism¨¢tico. Fue arrastrado por los cabellos y le dieron tres tiros (uno en cada ojo y otro en la boca).
Los sin tierra intentaron reaccionar con piedras, palos y machetes. Uno de los sobrevivientes, Raimundo Gouv¨ºa, cuenta que nadie jam¨¢s pudo suponer que la tropa bajar¨ªa de los autobuses disparando. Cuando se dieron cuenta no hab¨ªa hacia d¨®nde correr. La polic¨ªa mat¨® como quiso y a quien quiso. Meses despu¨¦s, el presidente Cardoso expropi¨® parte de la Macaxeira. Los asentados pudieron por fin tener su tierra, y 66 de ellos todav¨ªa traen en el cuerpo restos de plomo y las marcas del horror. Tres de los heridos murieron tiempo despu¨¦s.
La tierra que les fue entregada gan¨® el nombre de Villa Diecisiete de Abril. Por all¨ª circula un joven delgado que se llama Domingos, no revela el apellido y pide que no le saquen fotos. Lo tratan por Garoto (es decir, muchacho). Planta man¨ª, ma¨ªz, frijoles, sand¨ªa, calabaza. Ten¨ªa 15 a?os cuando, en 1996, fue blanco de m¨¢s de diez disparos de la polic¨ªa en la Curva del Ese. Su pierna derecha qued¨® tres cent¨ªmetros m¨¢s corta que la otra despu¨¦s de 11 operaciones. Necesita botas ortop¨¦dicas, que el gobierno de Par¨¢ le prometi¨® en 1997 y jam¨¢s le dio. Todas las noches tiene el mismo sue?o: est¨¢ otra vez estirado en el asfalto y ve c¨®mo se acerca el ca?o negro de un fusil, y detr¨¢s del ca?o hay botines militares y una voz que grita: "?Ahora s¨ª, te mato!". Entonces, despierta.
Pantoja y Oliveira fueron reos en un proceso que configur¨® uno de los esc¨¢ndalos m¨¢s notables en un pa¨ªs cuya justicia suele ser pr¨®diga en propiciar historias capaces de suplantar a la m¨¢s hirviente de las imaginaciones. En un primer juicio fueron declarados inocentes: no se pudo comprobar, seg¨²n el jurado (todos eran funcionarios del gobierno de Par¨¢; es decir, colegas de los reos), que hubiesen dado la orden de matar. La reacci¨®n fue tal que hubo otro juicio, cuando entonces, s¨ª, los dos -y nadie m¨¢s- fueron condenados. Pasaron algunos meses recogidos en sus cuarteles, y ahora aguardan, libres, que se desgrane el largo rosario de recursos a que tienen derecho.
Hoy, en la Curva del Ese, 17 troncos quemados de casta?eras arman un c¨ªrculo. Hab¨ªa dos m¨¢s, uno por cada muerto, pero un temporal los tumb¨®. Es el homenaje de los supervivientes a los ca¨ªdos. El ¨¢rbol de la casta?a es de madera dura y noble. A lo largo de los 110 kil¨®metros que separan Eldorado de Marab¨¢, sede del batall¨®n de Polic¨ªa Militar que una vez fue comandado por el coronel Pantoja, uno viaja por un hilo de asfalto marginado por campos devastados. A cada tanto se levantan, contra el horizonte, troncos quemados de casta?eras. Hace 25 a?os, todo aquello era selva. Los troncos son testigos mudos de esa historia. El ¨¢rbol muere parado, su silueta negra rompe el paisaje para recordar c¨®mo fue.
Muy cerca de la Curva del Ese, a unos diez kil¨®metros de la tragedia, existe otro campamento de los sin tierra. Es la Fazenda Peruana. Lo que m¨¢s llama la atenci¨®n es que la mayor¨ªa de sus habitantes son j¨®venes muy j¨®venes. Son los hijos de los asentados de la Villa Diecisiete de Abril, de la hacienda Palmares, de la Cabaceira, todas vecinas, que alguna vez fueron ocupadas por sus padres.
Lo primero que se ve al adentrarse en la Peruana es la escuela. Porque as¨ª act¨²an los sin tierra: invaden, ocupan y, antes incluso de levantar sus caba?as, ponen la escuela. Lo segundo que hacen es exigir de la alcald¨ªa correspondiente que manden profesores a sus ni?os. Empieza, entonces, la lucha por legalizar la tierra ocupada. Esos mismos ni?os, alguna vez, reivindicar¨¢n su propia tierra.
El precio de un sue?o
Las casas son sencillas, erguidas en peque?os terrenos, con plantas a la entrada y patios arbolados en los fondos. Las 19 calles son de tierra, y se dise?an alrededor de una plaza. Cada una de ellas lleva el nombre de un muerto del 17 de abril de 1996, en un homenaje a vidas an¨®nimas que so?aron con un sitio como ¨¦ste.
En esa plaza existe una torre alta, de metal, con cuatro altavoces. Al atardecer, por los altavoces se transmite m¨²sica y noticias. Hay mensajes recordando tareas colectivas, avisos de misas y cultos religiosos, bautizos, excursiones, ofertas del comercio de las dos ciudades vecinas, Curion¨®polis y Eldorado dos Caraj¨¢s.
La vida sigue su ritmo de vals en Villa Diecisiete de Abril, un peque?o y ordenado aglomerado rural a poco m¨¢s de cien kil¨®metros de Marab¨¢, que es la gran ciudad de la regi¨®n. El tiempo corre lento por las casas, la escuela, dos o tres almacenes, una peluquer¨ªa, tres o cuatro bares, una cancha de f¨²tbol pelona? Hay templos evang¨¦licos y una capilla cat¨®lica.
De las casi 5.000 personas, poco m¨¢s, poco menos, que viven en Villa Diecisiete de Abril, alrededor de 1.000 son supervivientes de la masacre de 1996. Las dem¨¢s llegaron despu¨¦s. Es una peque?a ciudad sin polic¨ªa. Los pocos episodios de violencia se resuelven bajo la r¨ªgida disciplina del Movimiento de los Sin Tierra, y cuando la cosa se desborda alguien llama a Eldorado dos Caraj¨¢s.
Los moradores de la Diecisiete de Abril producen leche (7.000 litros al d¨ªa), plantan arroz (40 toneladas en 2004, poco menos el a?o pasado por la sequ¨ªa), ma¨ªz, yuca, frijoles, algunas frutas, legumbres, algo de verdura. Uno que otro cr¨ªa ganado que vende para las carnicer¨ªas de Eldorado dos Caraj¨¢s o de Curion¨®polis. La jornada de trabajo empieza a las 5.30 con la voz, es decir, con la transmisi¨®n de las noticias del d¨ªa. Las clases empiezan una hora despu¨¦s.
Originalmente hab¨ªa 690 familias asentadas en una extensi¨®n de 18.000 hect¨¢reas expropiadas de la hacienda Macaxeira. Cada una recibi¨® del Gobierno federal un campo de 25 hect¨¢reas. De las familias pioneras, poco menos de la mitad vive all¨ª. En los primeros tres o cuatro a?os, todos se quedaron; pero luego, y de a poquitos, fueron abandonando el sue?o de la tierra. Organizados en una cooperativa, los agricultores que permanecieron en Villa Diecisiete de Abril venden su producci¨®n, y cada familia logra cerca de 200 euros al mes. "Claro que es poco", dice Raimundo Gouv¨ºa, uno de los pioneros. "Pero es mucho m¨¢s que antes, cuando no ten¨ªamos nada, y no m¨¢s so?¨¢bamos, a veces, con tener un pedazo de tierra para trabajar. A veces, porque casi nunca logr¨¢bamos siquiera so?ar". Con su gorra roja del MST, Gouv¨ºa es, a los 51 a?os, un hombre de habla serena y ojos vigilantes. Ejerce una influencia profunda sobre la villa. Es coordinador, por veterano y por sobreviviente. Una de sus funciones en la Diecisiete de Abril es ser la voz que despierta al pueblo por las ma?anas.
Reconoce que el MST perdi¨® espacio en la comunidad, que control¨® durante los primeros tres o cuatro a?os. Muchos de los que recibieron tierra la vendieron, contrariando la orientaci¨®n de los l¨ªderes. Algunos de los compradores no cultivan la tierra: son empleados del comercio de Eldorado dos Caraj¨¢s. Pero la mayor¨ªa trabaja lado a lado con los pioneros y sigue las orientaciones del movimiento.
No siempre ha sido as¨ª: los novatos se resist¨ªan a seguir la l¨ªnea trazada por los veteranos. Est¨¢ la Asociaci¨®n de los Moradores y la Coordinaci¨®n del Movimiento de los Sin Tierra. Cada una act¨²a por su lado, pero siempre teniendo en cuenta las reivindicaciones de la otra. Prevalece lo colectivo: gente de origen distinto, y que no siempre cumple con la l¨ªnea trazada por el MST ni se junta a los militantes cuando deciden apoyar la ocupaci¨®n de alguna hacienda vecina. Porque en toda esa regi¨®n del sur de Par¨¢, las ocupaciones se suceden. Otra fuerza de influencia que le quit¨® espacio al MST fueron las sectas evang¨¦licas. Hay cinco cultos religiosos en la Diecisiete de Abril, y conviven de manera arm¨®nica. De los templos, s¨®lo uno es cat¨®lico.
A partir de los ¨²ltimos tres o cuatro a?os, las relaciones entre la villa y la vecina Eldorado dos Caraj¨¢s fluyen. Antes, no: la ciudad qued¨® marcada por la masacre, y en los primeros tiempos rechazaba a los asentados. Ser un sin tierra en Eldorado era sin¨®nimo de vago, mat¨®n, marginal. Ahora la producci¨®n de los asentados moviliza el comercio local. En Curion¨®polis, otra ciudad vecina, las puertas se cerraban cuando se acercaba alguien de Villa Diecisiete de Abril. Los comerciantes no daban a los asentados las canastas de alimentos enviados por el Gobierno.
Gouv¨ºa recuerda las veces en que volvi¨® a casa y a sus seis hijos sin traer nada de comida, porque los frijoles, el arroz, las galletas que recib¨ªa estaban podridos, y las peque?as bolsas de sal y az¨²car, agujereadas. Recuerda la humillaci¨®n sufrida por todos los asentados. "Lo peor", dice ¨¦l, "es que quienes nos maltrataban eran pobres como nosotros, desgraciados como nosotros, humillados que nos humillaban". Ahora, ya no: "Tuvimos que padecer por tres o cuatro a?os. Pero entendieron que somos trabajadores, que hicimos lo que hicimos -ocupar y reclamar tierra para trabajar- porque nunca tuvimos nada y hab¨ªamos perdido todo, hasta la esperanza de vivir".
Al hablar con los veteranos, lo que m¨¢s se oye es que la vida que llevan es como un sue?o realizado. "Yo le aseguro, caballero, que no hay mejor sitio en Brasil para vivir. Todos lo saben. Ya lo o¨ª de personas internacionales", declara Antonio Alves de Oliveira, a quien llaman El Indio. ?l estaba en la marcha del 17 de abril de 1996. Su pierna izquierda est¨¢ incrustada de granos de plomo y trabajar en la siembra es casi imposible. Dice que, de noche, a¨²n oye los disparos, los gritos de las mujeres, y que suele ver, en sue?os malos, a sus compa?eros muertos. Antes de tener la tierra trabaj¨® en minas de oro, ha sido agricultor en siembras ajenas, vag¨® buscando de comer, sobreviviendo a la propia vida. Nunca fue due?o de nada. Golpea la pared y reitera: "?sa es la primera casa que tuve en la vida. La ganamos entre todos". Se?ala lejos por la ventana: "Y tengo mi tierra. Nadie me la quita. Aqu¨ª ser¨¦ enterrado. ?se es mi sue?o. L¨¢stima que, para cumplirlo, tantos amigos hayan muerto".
Tierra y violencia
En el norte brasile?o, el Estado de Par¨¢ ocupa 1.260.000 kil¨®metros cuadrados de la regi¨®n amaz¨®nica. M¨¢s que la suma de Italia, Espa?a y Alemania juntas. En ese territorio inmenso viven unos seis millones de personas. Es decir, sobra tierra. Y aun as¨ª, crimen e impunidad son sin¨®nimos, o casi, cuando se trata de esas llanuras cubiertas de mata.
La propiedad es siempre raz¨®n de disputa, el latifundio es una caracter¨ªstica s¨®lo comparable a la devastaci¨®n inclemente y a la pobreza de la gente. La esclavitud es pr¨¢ctica com¨²n: las estad¨ªsticas de instituciones vinculadas a la Iglesia, de los sindicatos rurales y de la Organizaci¨®n de los Estados Americanos (OEA) muestran que ning¨²n otro Estado brasile?o tiene tantos casos de trabajo esclavo como el de Par¨¢ y en ning¨²n otro sitio hay tantas muertes por disputas de tierra.
Dice la historia oficial que la esclavitud fue abolida en Brasil el 13 de mayo de 1888. Los terratenientes, en todo caso, no llevan muy en serio la historia. Siempre hay brazos disponibles. Cada semana llegan a Par¨¢ oleadas de inmigrantes de los Estados vecinos. El sistema es conocido: un intermediario los contrata, retiene sus documentos y los lleva a la hacienda. Lo que necesitan, de herramientas a comida, es comprado en el almac¨¦n local, que les f¨ªa. El sueldo es insuficiente, la deuda crece, y el trabajador se vuelve reh¨¦n del patr¨®n.
Algunos de los acusados de mantener trabajadores en r¨¦gimen de esclavitud est¨¢n entre los mayores propietarios de ganado del norte de Brasil. Otros son due?os de inmensas haciendas exportadoras de casta?a o de soja. Ninguno ha sido detenido jam¨¢s. Quienes conocen la trampa tratan de evitarla. Se organizan, reivindican, ocupan tierra ociosa. Contra ellos se desata la furia de los terratenientes.
Un estudio realizado por el abo-gado Ronaldo Barata indica que, entre 1980 y 1989, al menos 578 personas fueron asesinadas en disputas por tierras. M¨¢s de un muerto por semana. En los a?os siguientes, la violencia persisti¨® e incluso se recrudeci¨®. En su libro Inventario de la violencia, el abogado, que trabaj¨® a?os en organismos dedicados a la tierra y a la reforma agraria tan anunciada y nunca realizada, muestra que hubo periodos en que los conflictos se agudizaron: en 1984 y 1985, la estad¨ªstica de los asesinatos lleg¨® a casi 10 al mes. Uno cada tres d¨ªas. Luego vienen temporadas de aparente tranquilidad: en 1988, los muertos fueron 33, y en 1989, 28, uno por quincena. Lo que significa paz, o casi, en ese territorio que ocupa el 16% de Brasil. El pasado diciembre, un balance de la Pastoral de la Tierra, vinculada a la Conferencia Nacional de los Obispos, registra 37 asesinatos en el campo brasile?o entre enero y noviembre de 2005. De ellos, 16 en Par¨¢. Pero la Pastoral de la Tierra tambi¨¦n reconoce que sus cuentas seguramente se quedan cortas. Es casi imposible llegar a un n¨²mero final sobre cu¨¢nta gente es asesinada cada a?o en Brasil por reclamar tierra y molestar a los poderosos.
En 1970, en pleno auge de la dictadura militar que gobern¨® el pa¨ªs 21 a?os a partir de 1964, el general de turno, Emilio M¨¦dici, lanz¨® el Plan de Integraci¨®n Nacional, que tuvo efectos en la Amazonia, pero no para los sin tierra. Se hizo un an¨¢lisis de las haciendas y sus propietarios. En Par¨¢ casi no hab¨ªa propiedades particulares con titulaci¨®n reconocida. A ra¨ªz de eso, inmensas cantidades de tierras fueron incorporadas al plan del Gobierno. Se lanzaron proyectos fara¨®nicos de carreteras, algunas condenadas a ser abiertas y luego devoradas por la selva vengativa. Grandes extensiones de tierras fueron entregadas a proyectos de negocios agrarios encabezados por gigantes de la industria, como Volkswagen, o por la banca. Cuanto m¨¢s aceleraba esa distribuci¨®n, m¨¢s crec¨ªa la devastaci¨®n, el desempleo, la miseria y la violencia.
Y a la vez creci¨® la ocupaci¨®n ilegal de extensiones gigantescas. El volumen de fraude en los registros de inmuebles es asombroso. Con la complicidad de los funcionarios, algunos defraudadores obtuvieron m¨¢s de 1.000 t¨ªtulos de propietarios de tierras del Estado que eran despu¨¦s vendidas a otros, que las revend¨ªan, a tal punto que desde hace 10 a?os es imposible decir qui¨¦nes son los due?os legales de amplias franjas de Par¨¢.
Mientras se discute sigue la devastaci¨®n y la violencia. Muchos peque?os agricultores, que viv¨ªan del cultivo de la casta?a, fueron expulsados por los invasores. Perdieron la tierra en la que trabajaban desde hac¨ªa a?os y vieron c¨®mo la selva era arrasada: la explotaci¨®n ilegal de madera noble ocurre a la vista de todos. De tanto multiplicar la tierra a trav¨¦s de t¨ªtulos falsos, algunos municipios de Par¨¢ registran una extensi¨®n muy superior a la que cabe en sus l¨ªmites oficiales. Muchas veces, al reclamar la devoluci¨®n de las tierras, el Gobierno brasile?o paga a los defraudadores indemnizaciones que multiplican el valor de ¨¢reas que ya eran p¨²blicas. Al rato, esas mismas tierras vuelven a aparecer como propiedad particular, a nombre de otros. Lo m¨¢s com¨²n es que esa privatizaci¨®n de propiedad p¨²blica, siempre por m¨¦todos fraudulentos, se haga a base del desalojo violento de los peque?os agricultores que ocupaban tierras de nadie desde hac¨ªa a?os. En el cruce de los destinos de quienes quieren la tierra para trabajar y los que la quieren para explotarla pierde siempre la parte m¨¢s d¨¦bil.
Los conflictos se suceden y no hay nada en el horizonte que permita vislumbrar alg¨²n sosiego. En esas circunstancias, la vida de un hombre puede valer menos que la de una res. Las milicias privadas de los estancieros operan bajo el silencio oficial. Trabajadores rurales, dirigentes sindicales, religiosos, abogados, ecologistas y defensores de los derechos humanos son las v¨ªctimas habituales.
El 45% de los trabajadores rurales asesinados cada a?o en Brasil mueren en el Estado de Par¨¢. En 1996, la participaci¨®n de Par¨¢ en el total de trabajadores rurales asesinados en Brasil alcanz¨® su auge: 72%. Eso se debi¨® principalmente a lo ocurrido alrededor de las cinco de la tarde del mi¨¦rcoles 17 de abril, cuando 155 polic¨ªas militares abrieron fuego contra 2.500 trabajadores sin tierra que hab¨ªan bloqueado una carretera en las afueras de Eldorado dos Caraj¨¢s. Cuando la metralla ces¨® hab¨ªa 19 muertos, 69 heridos (tres de ellos murieron despu¨¦s) y una fecha consagrada: a partir de aquella tarde, el 17 de abril pas¨® a ser el D¨ªa Mundial de la Lucha por la Tierra.
Este reportaje es un anticipo exclusivo del libro que la editorial Planeta presentar¨¢ en Brasil el pr¨®ximo verano.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.