Del 'penny press' a la prensa gratuita
La prensa gratuita, esos delgados pliegos de estraza a color que se han puesto de moda ¨²ltimamente, despierta amores encendidos y odios africanos, aunque lo radical de ambos sentimientos quiz¨¢s resida en la falta de costumbre: a¨²n son novedad porque, aunque algunos existen hace uno o dos a?os, nuevas cabeceras se suman ahora al negocio.
La prensa gratuita recoge tradiciones de otro tiempo, como la imagen de esos repartidores que, a primera hora de la ma?ana, cargan sus carros de ruedas y se apostan en puntos estrat¨¦gicos de la ciudad. Los repartidores remedan la estampa de aquellos chicos de gorra ladeada que a finales del siglo XIX repart¨ªan su penny press, la prensa a precio de un centavo, entre las clases trabajadoras de Chicago o Nueva York.
?Pueden sostenerse todos esos peri¨®dicos gratuitos, por pocos e inestables que sean sus empleos?
Claro que hoy d¨ªa el apogeo del fen¨®meno resulta sorprendente. ?De verdad es a¨²n la publicidad en prensa hoy negocio tan formidable? ?Pueden a¨²n sostenerse todos esos peri¨®dicos, por pocos e inestables que sean sus empleos? ?Y aquellas que se atreven no ya con abigarrados entornos como las bocas del metro bilba¨ªno, sino con ciudades como Ir¨²n, Eibar, Vitoria o San Sebasti¨¢n? ?Cu¨¢ntas de todas estas gacetas seguir¨¢n vivas el a?o pr¨®ximo?
El deseo de escribir sobre estas cosas se me impuso el otro d¨ªa, cuando descubr¨ª en una de las entradas del metro en Bilbao el alineamiento en perfecta formaci¨®n de cuatro repartidores de cuatro peri¨®dicos distintos. La escena prefiguraba un cuadro costumbrista o algo que muy pronto lo ser¨¢. Los repartidores se identifican con su cabecera por los colores de las gorras, de las chamarras, de esos carritos de ruedas en los que llevan el ingente cargamento. Compiten por la atenci¨®n de los viajeros, que entran al metro dispuestos a ser engullidos por las escaleras mec¨¢nicas o que, muy al contrario, emergen airosamente del mundo subterr¨¢neo: fascinante ese transcurrir sangu¨ªneo de decenas de miles de personas, que viajan desde los suburbios hasta las entra?as del centro y que cuentan con esos papeles gratuitos para combatir la aburrida sucesi¨®n de calles y estaciones, de meses y de d¨ªas.
Como no uso el metro en d¨ªas laborables no puedo imaginarme cu¨¢l ser¨¢, en las distancias cortas, la conducta de los repartidores mientras hacen su trabajo. ?Son gentiles entre s¨ª? ?Se encaran los unos con los otros? Hay que presumir una civilizada cortes¨ªa. Al fin y al cabo, no sienten la ardua obligaci¨®n de vender nada. En las bocas del metro, la multitud que emana de las entra?as de la tierra ser¨ªa suficiente para consumir todas las ediciones de todas las cabeceras que quepa imaginar. Pero, del mismo modo, podemos elucubrar sobre el comportamiento de aquellos que al salir del metro se topan con cuatro repartidores que ofrecen su cargamento de forma simult¨¢nea. ?C¨®mo debe conducirse en semejante ocasi¨®n una persona educada? ?Es correcto aceptar uno de los peri¨®dicos y rechazar los dem¨¢s? ?Puede alguien detenerse a elegir ante el surtido, con delectaci¨®n de un se?orito? ?No estar¨¢ mal visto acaparar todas las ediciones?
Ignoro qu¨¦ conducta ha impuesto la costumbre, incluso ignoro si habr¨¢ entre los consumidores preferencia por una u otra de estas gacetas, si hay alguna que se agota antes de que despunte el alba o si hay otra que cuesta mucho liquidar. Dudo que pueda imaginarse un fracaso m¨¢s rotundo que el de un repartidor de prensa gratuita, incapaz de agotar sus existencias.
No se trata de penny press, prensa de a centavo, sino de prensa gratuita, pero a¨²n as¨ª es curioso este regreso a estampas de otro siglo, al puesto de campa?a de un aguerrido repartidor. En este tiempo de revoluciones tecnol¨®gicas, de comunicaciones cada vez m¨¢s sofisticadas (aunque lo que hay que comunicar tambi¨¦n resulta cada vez m¨¢s banal) se siguen entregando en mano ligeros, banales pliegos period¨ªsticos. Algo hay en el papel manchado de tinta que se resiste al futuro.
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