Travesuras de la ni?a mala
El paso por Lavapi¨¦s del protagonista de la ¨²ltima novela de Mario Vargas Llosa
Hace cincuenta a?os el barrio madrile?o de Lavapi¨¦s, anta?o enclave de jud¨ªos y moriscos, era considerado todav¨ªa uno de los barrios m¨¢s castizos de Madrid, donde se conservaban, como curiosidades arqueol¨®gicas, el chulapo y la chulapa y dem¨¢s personajes de las zarzuelas, guapos de chaleco, gorra, pa?uelo al cuello y pantalones ajustados, y manolas embutidas en vestidos de lunares, grandes aretes y sombrillas y pa?uelos ce?idos sobre unas cabelleras recogidas en mo?os esculturales.
Cuando vine a vivir en Lavapi¨¦s, el barrio hab¨ªa cambiado de tal manera que a ratos me preguntaba si en esa Babel quedaba todav¨ªa alg¨²n madrile?o de cepa o todos los vecinos ¨¦ramos, como Marcella y yo, madrile?os importados. Los espa?oles del barrio proced¨ªan de todos los rincones de Espa?a y con sus acentos y su variedad de tipos f¨ªsicos contribu¨ªan a dar a esa mazamorra de razas, lenguas, dejes, costumbres, atuendos y nostalgias de Lavapi¨¦s el semblante de un microcosmos. La geograf¨ªa humana del planeta parec¨ªa representada en su pu?ado de manzanas.
Nunca entend¨ª por qu¨¦ Marcella estaba conmigo, qu¨¦ agregaba yo a su vida. En lo que a ella m¨¢s le interesaba en el mundo, su trabajo, yo pod¨ªa ayudarla muy poco
Al salir de la calle Ave Mar¨ªa se hallaba uno en una Babilonia en la que conviv¨ªan chinos, hind¨²es paquistan¨ªes, saloncitos de t¨¦ marroqu¨ªes, bares con suramericanos y 'narcos'
Las familias espa?olas del barrio hac¨ªan tertulia de balc¨®n a balc¨®n, poniendo a secar la ropa en cordeles tendidos en aleros y ventanas, y los domingos, yendo en parejas a misa
Al salir de la calle Ave Mar¨ªa, donde viv¨ªamos en el tercer piso de un edificio descolorido y averiado, se hallaba uno en una Babilonia en la que conviv¨ªan mercaderes chinos y paquistan¨ªes, lavander¨ªas y tiendas hind¨²es, saloncitos de t¨¦ marroqu¨ªes, bares repletos de sudamericanos, narcos colombianos y africanos y, por doquier, formando grupos en los zaguanes y las esquinas, cantidad de rumanos, yugoslavos, moldavos, dominicanos, ecuatorianos, rusos y asi¨¢ticos. Las familias espa?olas del barrio opon¨ªan a las transformaciones los viejos usos haciendo tertulia de balc¨®n a balc¨®n, poniendo a secar la ropa en cordeles tendidos en aleros y ventanas, y, los domingos, yendo en parejas, ellos con corbatas y ellas de negro, a o¨ªr misa a la iglesia de San Lorenzo, en la esquina de las calles del Doctor Piga y del Salitre.
Nuestro piso era m¨¢s peque?o que el que yo ten¨ªa en la rue Joseph Granier, o me lo parec¨ªa, por lo atestado que estaba con los modelos en cart¨®n, papel y madera balsa de los decorados de Marcella, que, como los soldaditos de plomo de Salom¨®n Toledano, invad¨ªan los dos cuartitos y hasta la cocina y el ba?ito de la casa. Pese a ser tan diminuto y estar repleto de libros y discos, no resultaba claustrof¨®bico gracias a las ventanas a la calle por las que entraba a chorros la viv¨ªsima luz blanca de Castilla, tan distinta de la parisina, y porque ten¨ªa un balconcito, donde, en las noches, pod¨ªamos colocar una mesa y cenar bajo las estrellas madrile?as, que existen, aunque difuminadas por el reflejo de las luces de la ciudad.
La alfombra afgana
Marcella consegu¨ªa trabajar en el piso, tumbada en la cama si dibujaba, o sentada sobre la alfombra afgana de la salita comedor si armaba sus modelos con pedazos de cart¨®n, tablitas, goma, engrudo, cartulinas y l¨¢pices de colores. Yo prefer¨ªa irme a hacer las traducciones que me consegu¨ªa el editor Mario Muchnik, a un cafecito vecino, el Caf¨¦ Barbieri, donde pasaba varias horas al d¨ªa, traduciendo, leyendo y observando la fauna que frecuentaba el caf¨¦ y que nunca me aburr¨ªa, porque encarnaba todo lo multicolor de esta naciente Arca de No¨¦ en el coraz¨®n del viejo Madrid.
El Caf¨¦ Barbieri estaba en la misma calle Ave Mar¨ªa y parec¨ªa -as¨ª me lo dijo Marcella la primera vez que me llev¨® all¨ª y ella sab¨ªa de esas cosas- un decorado expresionista del Berl¨ªn de los a?os veinte o un grabado de Grosz o de Otto Dix, con sus paredes desportilladas, sus rincones oscuros, sus medallones de damas romanas en el cielorraso y sus cub¨ªculos misteriosos donde, parecer¨ªa, se pod¨ªan cometer cr¨ªmenes sin que los parroquianos se enteraran, apostar sumas enloquecidas en partidas de p¨®quer en las que salieran a relucir cuchillos, o celebrar misas negras. Era enorme, anguloso, lleno de vericuetos, techos sombr¨ªos con plateadas telara?as, mesitas enclenques y sillas cojas, bancas y repisas a punto de desmoronarse de puro gastadas, oscuro, humoso, siempre lleno de gente que parec¨ªa disfrazada, una masa de extras de una comedia bufa apretujada entre bambalinas esperando salir a escena. Procuraba sentarme en una mesita del fondo, a la que llegaba un poco m¨¢s de luz y porque all¨ª, en vez de sillas, hab¨ªa un sill¨®n bastante c¨®modo, forrado de un terciopelo que alguna vez fue rojizo y que se estaba desintegrando con los huecos abiertos por las quemaduras de cigarrillos y el roce de tantos traseros. Una de mis distracciones, cada vez que entraba al Caf¨¦ Barbieri, consist¨ªa en identificar los idiomas que o¨ªa desde la puerta hasta la mesa del fondo, y alguna vez cont¨¦ media docena en esa brev¨ªsima trayectoria de una treintena de metros.
Tambi¨¦n camareras y camareros representaban la diversidad del barrio: suecos, belgas, norteamericanos, marroqu¨ªes, ecuatorianos, peruanos, etc¨¦tera. Cambiaban todo el tiempo, porque deb¨ªan de estar mal pagados, y las ocho horas que hac¨ªan de corrido, en dos turnos, los clientes los ten¨ªan llevando y trayendo cervezas, caf¨¦s, tes, chocolates, copas de vino y bocadillos. Apenas me ve¨ªan instalado en la mesa habitual, con mis cuadernos y mis plumas y el libro que estaba traduciendo, se apresuraban a traerme el cafecito cortado y la botella de agua mineral sin gas.
En esa mesita hojeaba los peri¨®dicos de la ma?ana, y, en las tardes, cuando me cansaba de traducir, me pon¨ªa a leer, ya no por trabajo sino por placer. Los tres libros que llevaba traducidos, de Doris Lessing, de Paul Auster y de Michel Tournier, no me hab¨ªan costado gran esfuerzo, pero tampoco me divert¨ª mucho verti¨¦ndolos en espa?ol. Aunque sus autores estaban de moda, las novelas que me dieron a traducir no eran las mejores que hab¨ªan escrito. Como siempre sospech¨¦, las traducciones literarias estaban p¨¦simamente pagadas, muy por debajo de las comerciales. Pero yo ya no estaba en condiciones de hacer estas ¨²ltimas, pues, debido al cansancio mental que me ven¨ªa cuando hac¨ªa un esfuerzo de concentraci¨®n prolongado, avanzaba muy despacio. De todas maneras, estos magros ingresos me permit¨ªan ayudar a Marcella con los gastos de la casa y no sentirme un mantenido. Mi amigo Muchnik hab¨ªa tratado de ayudarme a conseguir alguna traducci¨®n del ruso -era lo que m¨¢s me ilusionaba-, y estuvimos a punto de convencer a un editor a que se animara a publicar Padres e hijos de Turgueniev, o el estremecedor R¨¦quiem de Anna Ajm¨¢tova, pero no result¨® porque la literatura rusa interesaba todav¨ªa poco a los lectores espa?oles e hispanoamericanos y a¨²n menos la poes¨ªa.
A gusto en el barrio
No podr¨ªa decir si Madrid me gustaba o no. Conoc¨ªa poco los otros barrios de la ciudad, en los que apenas me hab¨ªa aventurado las veces que iba a un museo o a los espect¨¢culos acompa?ando a Marcella. Pero me sent¨ªa a gusto en Lavapi¨¦s, a pesar de haber sido atracado en sus calles por primera vez en mi vida, por un par de ¨¢rabes que me robaron el reloj, un monedero con algo de sencillo y mi lapicero Mont Blanc, mi ¨²ltimo lujo. La verdad, all¨ª me sent¨ªa en casa, inmerso en una vida bullente. A veces, en las tardes, Marcella ven¨ªa a buscarme al Barbieri y d¨¢bamos un paseo por el barrio, que llegu¨¦ a conocer como la palma de mi mano. Siempre le descubr¨ªa alguna curiosidad o extravagancia. Por ejemplo, la tienda-locutorio del boliviano Alc¨¦rreca, quien, para poder atender mejor a sus clientes africanos, hab¨ªa aprendido a hablar swahili. Si daban algo interesante, nos ¨ªbamos a la Filmoteca a ver una pel¨ªcula cl¨¢sica.
En esos paseos, Marcella hablaba sin descanso y yo escuchaba. Interven¨ªa muy de cuando en cuando para darle un respiro y, mediante una pregunta u observaci¨®n, animarla a que continuara cont¨¢ndome en qu¨¦ proyecto le gustar¨ªa estar metida. A veces no prestaba mucha atenci¨®n a lo que me contaba, por fijarme tanto en la manera como lo hac¨ªa: con pasi¨®n, convicci¨®n, ilusi¨®n y alegr¨ªa. Nunca conoc¨ª a nadie que se entregara de manera tan total -tan fan¨¢tica, dir¨ªa, si la palabra no tuviera reminiscencias tenebrosas- a su vocaci¨®n, que supiera de manera tan excluyente lo que quer¨ªa hacer en la vida.
Nos hab¨ªamos conocido a?os atr¨¢s, en Par¨ªs, en una cl¨ªnica de Passy donde yo me iba a hacer unos an¨¢lisis y ella a visitar a una amiga reci¨¦n operada. En la media hora que compartimos la sala de espera me habl¨® con tanto entusiasmo de una obra de Moli¨¨re, El burgu¨¦s gentilhombre, montada en un teatrito de Nanterre, cuyos decorados hab¨ªa hecho ella, que fui a verla. Encontr¨¦ a Marcella en el teatro y, al terminar la funci¨®n, le propuse que tom¨¢ramos una copa en un bistrot vecino a la estaci¨®n del metro.
Hac¨ªa dos a?os y medio que viv¨ªamos juntos, el primer a?o en Par¨ªs y, luego, en Madrid. Marcella era italiana, veinte a?os m¨¢s joven que yo. Estudi¨® arquitectura en Roma para dar gusto a sus padres, ambos arquitectos, y desde estudiante comenz¨® a trabajar como decoradora de teatro. Que no ejerciera nunca la arquitectura resinti¨® a sus padres y durante unos a?os estuvieron distanciados. Se reconciliaron cuando ellos comprendieron que lo de su hija no era un capricho sino una verdadera vocaci¨®n. De cuando en cuando, iba a pasar unas temporadas con sus padres, en Roma, y, como ten¨ªa pocos ingresos -era la persona m¨¢s trabajadora del mundo, pero los decorados que le encargaban eran de poca monta, en teatros marginales, y le pagaban poco y a veces nada-, sus padres, bastante acomodados, le enviaban de tanto en tanto unos giros gracias a los cuales ella pod¨ªa dedicar su tiempo y su energ¨ªa al teatro. No hab¨ªa triunfado, y no era algo que le importara mucho, porque ella ten¨ªa -y yo tambi¨¦n- la seguridad absoluta de que tarde o temprano la gente de teatro de Espa?a, de Italia, de toda Europa, terminar¨ªa por reconocer su talento. Aunque hablaba much¨ªsimo, moviendo las manos como una italiana de caricatura, a m¨ª no me aburr¨ªa nunca. Me quedaba embebido oy¨¦ndola describirme las ideas que le revoloteaban en la cabeza para revolucionar la ambientaci¨®n de El jard¨ªn de los cerezos, Esperando a Godot, Arlequ¨ªn, servidor de dos amos o La Celestina. Alguna vez la contrataron en el cine como ayudante de decoradores y hubiera podido abrirse camino en ese medio, pero a ella le gustaba el teatro y no estaba dispuesta a sacrificar su vocaci¨®n, aunque fuera m¨¢s dif¨ªcil salir adelante decorando obras de teatro que pel¨ªculas o programas de televisi¨®n. Gracias a Marcella, aprend¨ª a ver los espect¨¢culos con otros ojos, a prestar atenci¨®n cuidadosa no s¨®lo a las historias y a los personajes, tambi¨¦n a los lugares, a la luz dentro de la cual se mov¨ªan y a las cosas que los rodeaban.
Aspecto de payaso
Era menuda, de cabellos claros, ojos verdes y una piel muy blanca y tersa, con una sonrisa muy alegre. Transpiraba dinamismo. Andaba vestida de cualquier manera, con sandalias, vaqueros y una chamarra gastada la mayor parte del tiempo, y usaba anteojos para leer y para el cine, unas min¨²sculas gafas sin montura que daban a su expresi¨®n un aspecto algo payaso. Era desinteresada, falta de c¨¢lculo, generosa, capaz de dedicar mucho tiempo a trabajos insignificantes, como una ¨²nica representaci¨®n de una comedia de Lope de Vega por los estudiantes de un colegio, en cuyo decorado de cuatro cachivaches y un par de lonas pintadas se volcaba con la obstinaci¨®n con que lo har¨ªa el decorador al que por primera vez le encargaba un decorado l'Op¨¦ra de Par¨ªs. La satisfacci¨®n que sent¨ªa la compensaba con creces por lo poco o nada que le reportaba aquella aventura. Si a alguien le conven¨ªa aquello de "trabajar por amor al arte" era a Marcella.
De los modelos que asfixiaban nuestro piso, menos de la d¨¦cima parte hab¨ªan subido a un escenario. La mayor¨ªa se frustraron por falta de financiaci¨®n, ideas que tuvo al leer una obra que le gust¨® y para la que concibi¨® ese decorado que no pas¨® del dibujo y la maqueta. Nunca discut¨ªa los honorarios cuando la contrataban y era capaz de rechazar un encargo importante si el director o el productor le parec¨ªan unos fariseos, desinteresados de lo est¨¦tico y atentos s¨®lo a lo mercantil. En cambio, cuando aceptaba el encargo -por lo general de grupos de vanguardia, sin acceso a los teatros establecidos-, se entregaba en cuerpo y alma. No s¨®lo se desviv¨ªa por hacer bien lo suyo, colaboraba en todo lo dem¨¢s, ayudando a sus compa?eros a buscar patrocinios, conseguir local, donativos y pr¨¦stamos de mobiliario y atuendo, y trabajaba hombro a hombro con carpinteros y electricistas y, si hac¨ªa falta, barriendo el escenario, vendiendo entradas y acomodando al p¨²blico. Siempre me maravillaba verla volcada de ese modo en su trabajo, al extremo de que yo tuviera que recordarle, en esos per¨ªodos de fiebre, que no s¨®lo de decorados teatrales viv¨ªa un ser humano, tambi¨¦n de comer, dormir e interesarse un poco por las dem¨¢s cosas de la vida.
Nunca entend¨ª por qu¨¦ Marcella estaba conmigo, qu¨¦ agregaba yo a su vida. En lo que a ella m¨¢s le interesaba en el mundo, su trabajo, yo pod¨ªa ayudarla muy poco. Todo lo que sab¨ªa de escenograf¨ªa teatral me lo hab¨ªa ense?ado ella, y las opiniones que pod¨ªa darle eran superfluas, porque, como todo aut¨¦ntico creador, ella sab¨ªa muy bien lo que quer¨ªa hacer sin necesidad de asesor¨ªa. S¨®lo pod¨ªa ser para ella una oreja atenta cada vez que necesitaba verter en voz alta el chorro de im¨¢genes, posibilidades, alternativas y dudas que la asaltaban cuando se embarcaba en un proyecto. Yo la escuchaba con envidia, todo el tiempo que hiciera falta. La acompa?aba a la Biblioteca Nacional a consultar grabados y libros, a visitar artesanos y anticuarios, al infalible recorrido dominical al Rastro. No lo hac¨ªa s¨®lo por cari?o, sino porque lo que dec¨ªa era siempre novedoso, sorprendente, a veces genial. A su lado cada d¨ªa aprend¨ªa algo nuevo. Nunca hubiera adivinado, sin conocerla, c¨®mo en una historia teatral pueden influir de manera tan determinante, aunque siempre discreta, el decorado, la iluminaci¨®n, la presencia o la ausencia del objeto m¨¢s corriente, una escoba, un simple florero.
La diferencia de veinte a?os de edad entre nosotros no parec¨ªa preocuparla. A m¨ª, s¨ª. Siempre me dec¨ªa que la buena relaci¨®n que ten¨ªamos se empobrecer¨ªa cuando yo fuera sesent¨®n y, ella, todav¨ªa una mujer joven. Entonces, se enamorar¨ªa de alguien de su edad. Y partir¨ªa. Era atractiva, pese a lo poco que se ocupaba de su f¨ªsico, en la calle los hombres la segu¨ªan con los ojos. Un d¨ªa que est¨¢bamos haciendo el amor me pregunt¨®: "?Te importar¨ªa que tuvi¨¦ramos un hijo?". No. Si a ella le hac¨ªa ilusi¨®n, yo encantado. Pero me asalt¨® de inmediato la angustia.
Aventuras y desventuras
?Por qu¨¦ tuve esa reacci¨®n? Tal vez porque, dadas mis prolongadas aventuras y desventuras con la ni?a mala, me resultaba imposible a mis cincuenta y pico de a?os creer en la perennidad de una pareja, incluso la nuestra, que funcionaba sin altibajos. ?No era absurda esa duda? Nos llev¨¢bamos tan bien que en esos dos a?os y medio juntos no hab¨ªamos tenido una sola pelea. Peque?as discusiones y enojos pasajeros a lo m¨¢s. Pero nunca algo que pudiera semejarse a una ruptura. "Me alegra que no te importe", me dijo Marcella aquella vez. "No te lo pregunt¨¦ para que encarguemos un bambino ahora, sino cuando hayamos hecho algunas cosas importantes." Hablaba por ella, que, sin duda, har¨ªa en el futuro cosas dignas de ese calificativo.
Yo me contentar¨ªa con que, en los a?os siguientes, Mario Muchnik me consiguiera alg¨²n libro ruso que me diera mucho esfuerzo y entusiasmo traducir, algo m¨¢s creativo que esas novelitas light que se me iban desvaneciendo de la memoria a la velocidad con que las iba reescribiendo en espa?ol.
Sin duda estaba conmigo porque me quer¨ªa; no ten¨ªa ninguna otra raz¨®n. Yo, incluso, le resultaba en cierta medida una carga econ¨®mica. ?C¨®mo hab¨ªa podido enamorarse de m¨ª, siendo yo para ella un viejo, nada apuesto, sin vocaci¨®n, algo disminuido en mis facultades intelectuales y cuya ¨²nica finalidad en la vida hab¨ªa sido, desde ni?o, instalarse para el resto de sus d¨ªas en Par¨ªs? Cuando le cont¨¦ a Marcella que ¨¦sa hab¨ªa sido mi ¨²nica vocaci¨®n, se ech¨® a re¨ªr: "Bueno, caro, lo conseguiste. Estar¨¢s contento, has vivido en Par¨ªs toda tu vida". Lo dec¨ªa con cari?o, pero sus palabras me sonaron algo siniestras.
Marcella se interesaba en m¨ª m¨¢s que yo mismo: que tomara las pastillas para la presi¨®n, que caminara a diario por lo menos media hora, que no me excediera nunca de las dos o tres copitas diarias de vino. Y siempre repet¨ªa que, cuando consiguiera una buena comisi¨®n, nos gastar¨ªamos ese dinero haciendo un viaje al Per¨². Ella, antes que el Cusco y Machu Picchu, quer¨ªa conocer el barrio lime?o de Miraflores del que tanto le hab¨ªa hablado. Yo le segu¨ªa la cuerda, aunque, en el fondo, sab¨ªa que nunca har¨ªamos ese viaje, pues yo me encargar¨ªa de darle largas hasta el infinito. No pensaba volver al Per¨². Desde la muerte del t¨ªo Ata¨²lfo mi pa¨ªs se me hab¨ªa desvanecido como los espejismos en el arenal. Ya no ten¨ªa all¨¢ ni parientes ni amigos y hasta se me hab¨ªan ido esfumando los recuerdos de mi juventud.

Mario Vargas Llosa
'Travesuras de la ni?a mala'. Editorial Alfaguara. Esta novela, la ¨²ltima por el momento del escritor hispano-peruano, estar¨¢ en las librer¨ªas el pr¨®ximo d¨ªa 17. Ricardo, el protagonista, sue?a en su Lima natal con vivir en Par¨ªs. El reencuentro con un amor de adolescencia har¨¢ que no s¨®lo viva en la capital francesa, sino tambi¨¦n en otras ciudades como Londres, Tokio, Barcelona y Madrid. En el cap¨ªtulo que aqu¨ª se publica, Ricardo rememora su paso por el madrile?o barrio de Lavapi¨¦s.
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